«NOCHEBUENA» Y «LOS REYES MAGOS»

«Triunfa el amor, y a su fiesta os convida».
Rubén Darío

La Natividad y otros temas de la infancia de Cristo, temple y oro sobre tabla, h. 1330.

Leí que Rubén Darío (1867-1916), el poeta inmenso que retó al Tiempo y lo venció con sus versos, pasó su última Navidad en Managua. Era pobre, estaba enfermo y se sentía triste.

Los poemas y las narraciones de Rubén Darío sobre la Epifanía respiran aromas distintos según van transcurriendo los años. Sus últimos escritos sobre la liturgia de la Navidad huelen a crisantemos. Es el caso del relato en verso titulado La queja del establo, que tiene como protagonistas a la mula y al buey. En la obra, los animales —que entablan conversación con un ángel— encontrarán compensación por su entrega cuando hayan muerto. Así termina La queja del establo:

¡Oh, suaves almas! ¡Oh, amables bestias!
Aquí no encontraréis sino amargas molestias.
Mas os voy a decir, a decir un secreto de Dios
que hondamente interesa sólo a vosotros dos:
¡Vosotros que en Belén fuisteis por nuestra Luz,
Os juntaréis con quien compartiera su Cruz.
Y allá, en el Sacro Empíreo, donde os lleve el deseo,
os llevará a pastar San Simón Cireneo…!

La queja del establo fue escrita en 1915, en los inicios de la Primera Guerra Mundial. De ahí, quizá, el desencanto de Darío con la humanidad. Es Dios, y no «el malévolo humano» quien dará su sitio a las bestias que en el pesebre lo calentaron.

Hoy leerás un poema y un cuento en el que Rubén Darío utiliza a los tres santos Reyes para transmitir un mensaje hondo. No tienen este poema y este cuento la intención de rendirse ante sus Sabias Majestades. No.

En Los tres Reyes Magos, Darío pide silencio a Melchor, a Gaspar y a Baltasar cuando llega el momento crucial: la revelación del Niño a los Sabios —«Cristo resurge»—. En Cuento de Nochebuena, Longinos, un monje pobre, es quien conmueve al pequeño Jesús con su ofrenda, una ofrenda que nace de sus entrañas.

Oro, incienso y mirra llevaron los Magos al pesebre donde descansa el Niño con María y José. Oro… ¡porque es Rey! Mirra… ¡porque es hombre! Incienso… ¡porque es Dios! Realeza, humanidad, divinidad. Eso es lo que representan los tesoros guardados en los cofres de Melchor, Gaspar y Baltasar.

En Los tres Reyes Magos y en el Cuento de Nochebuena hallamos un Rubén Darío menos preocupado por vestir la palabra con prendas traídas de tierras lejanas, prendas cargadas de filigranas. En ambas creaciones el pensamiento del monarca modernista vence a las chinerías, a los faunos y a las pedrerías. Hay maestría en el contar. Y hay… ¡alma!

POEMA Y CUENTO

«Al ver la estrella, los sabios se llenaron de alegría. Luego entraron en la casa y vieron al Niño con María, su madre. Y arrodillándose, lo adoraron. Abrieron sus cofres, y le ofrecieron oro, incienso y mirra».
(Mt 2:10-11)

La Adoración de los Reyes Magos, Fray Juan Bautista Maíno, óleo sobre lienzo, 1612-1614.

LOS TRES REYES MAGOS

—Yo soy Gaspar. Aquí traigo el incienso.
Vengo a decir: La vida es pura y bella.
Existe Dios. El amor es inmenso.
¡Todo lo sé por la divina estrella!

—Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo.
Existe Dios. Él es la luz del día.
La blanca flor tiene sus pies en lodo.
¡Y en el placer hay la melancolía!

—Yo soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro
que existe Dios. Él es grande y fuerte.
Todo lo sé por el lucero puro
que brilla en la diadema de la Muerte.

—Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos.
Triunfa el amor, y a su fiesta os convida.
Cristo resurge, hace la luz del caos
y tiene la corona de la vida.

Nota: «Los Tres Reyes Magos» se encuentra dentro de «Cantos de Vida y Esperanza» (1906).

La Adoración de los Magos, Pedro Núñez del Valle, óleo sobre lienzo, 1631.

CUENTO DE NOCHEBUENA

El hermano Longinos de Santa María era la perla del convento. Perla es decir poco, para el caso; era un estuche, una riqueza, un algo incomparable e inencontrable: lo mismo ayudaba al docto fray Benito en sus copias, distinguiéndose en ornar de mayúsculas los manuscritos, como en la cocina hacía exhalar suaves olores a la fritanga permitida después del tiempo de ayuno; así servía de sacristán, como cultivaba las legumbres del huerto; y en maitines o vísperas, su hermosa voz de sochantre resonaba armoniosamente bajo la techumbre de la capilla. Mas su mayor mérito consistía en su maravilloso don musical; en sus manos, en sus ilustres manos de organista. Ninguno entre toda la comunidad conocía como él aquel sonoro instrumento del cual hacía brotar las notas como bandadas de aves melodiosas; ninguno como él acompañaba, como poseído por un celestial espíritu, las prosas y los himnos, y las voces sagradas del canto llano.

Su eminencia el cardenal —que había visitado el convento en un día inolvidable— había bendecido al hermano, primero, abrazándole enseguida, y por último diciéndole una elogiosa frase latina, después de oírle tocar. Todo lo que en el hermano Longinos resaltaba, estaba iluminado por la más amable sencillez y la más inocente alegría. Cuando estaba en alguna labor, tenía siempre un himno en los labios, como sus hermanos los pajaritos de Dios. Y cuando volvía, con su alforja llena de limosnas, taloneando a la borrica, sudoroso bajo el sol, en su cara se veía un tan dulce resplandor de jovialidad, que los campesinos salían a las puertas de sus casas, saludándole, llamándole hacia ellos: «¡Eh!, venid acá, hermano Longinos, y tomaréis un buen vaso…». Su cara la podéis ver en una tabla que se conserva en la abadía; bajo una frente noble dos ojos humildes y oscuros, la nariz un tantico levantada, en una ingenua expresión de picardía infantil, y en la boca entreabierta, la más bondadosa de las sonrisas.

Avino, pues, que un día de Navidad, Longinos fuese a la próxima aldea…; pero ¿no os he dicho nada del convento? El cual estaba situado cerca de una aldea de labradores, no muy distante de una vasta floresta, en donde, antes de la fundación del monasterio, había cenáculos de hechiceros, reuniones de hadas, y de silfos, y otras tantas cosas que favorece el poder del Bajísimo, de quien Dios nos guarde. Los vientos del cielo llevaban desde el santo edificio monacal, en la quietud de las noches o en los serenos crepúsculos, ecos misteriosos, grandes temblores sonoros…, era el órgano de Longinos que acompañando la voz de sus hermanos en Cristo, lanzaba sus clamores benditos. Fue, pues, en un día de Navidad, y en la aldea, cuando el buen hermano se dio una palmada en la frente y exclamó, lleno de susto, impulsando a su caballería paciente y filosófica:

—¡Desgraciado de mí! ¡Si mereceré triplicar los cilicios y ponerme por toda la viada a pan y agua! ¡Cómo estarán aguardándome en el monasterio!

Era ya entrada la noche, y el religioso, después de santiguarse, se encaminó por la vía de su convento. Las sombras invadieron la Tierra. No se veía ya el villorrio; y la montaña, negra en medio de la noche, se veía semejante a una titánica fortaleza en que habitasen gigantes y demonios.

Y fue el caso que Longinos, anda que te anda, pater y ave tras pater y ave, advirtió con sorpresa que la senda que seguía la pollina no era la misma de siempre. Con lágrimas en los ojos alzó estos al cielo, pidiéndole misericordia al Todopoderoso, cuando percibió en la oscuridad del firmamento una hermosa estrella, una hermosa estrella de color de oro, que caminaba junto con él, enviando a la tierra un delicado chorro de luz que servía de guía y de antorcha. Diole gracias al Señor por aquella maravilla, y a poco trecho, como en otro tiempo la del profeta Balaam, su cabalgadura se resistió a seguir adelante, y le dijo con clara voz de hombre mortal: «Considérate feliz, hermano Longinos, pues por tus virtudes has sido señalado para un premio portentoso.»

No bien había acabado de oír esto, cuando sintió un ruido, y una oleada de exquisitos aromas. Y vio venir por el mismo camino que él seguía, y guiados por la estrella que él acababa de admirar, a tres señores espléndidamente ataviados. Todos tres tenían porte e insignias reales. El delantero era rubio como el ángel Azrael; su cabellera larga se esparcía sobre sus hombros, bajo una mitra de oro constelada de piedras preciosas; su barba entretejida con perlas e hilos de oro resplandecía sobre su pecho; iba cubierto con un manto en donde estaban bordados, de riquísima manera, aves peregrinas y signos del zodiaco. Era el rey Gaspar, caballero en un bello caballo blanco. El otro, de cabellera negra, ojos también negros y profundamente brillantes, rostro semejante a los que se ven en los bajos relieves asirios, ceñía su frente con una magnífica diadema, vestía vestidos de incalculable precio, era un tanto viejo, y hubiérase dicho de él, con sólo mirarle, ser el monarca de un país misterioso y opulento, del centro de la tierra de Asia. Era el rey Baltasar y llevaba un collar de gemas cabalístico que terminaba en un sol de fuegos de diamantes. Iba sobre un camello caparazonado y adornado al modo de Oriente. El tercero era de rostro negro y miraba con singular aire de majestad; formábanle un resplandor los rubíes y esmeraldas de su turbante. Como el más soberbio príncipe de un cuento, iba en una labrada silla de marfil y oro sobre un elefante. Era el rey Melchor. Pasaron sus majestades y tras el elefante del rey Melchor, con un no usado trotecito, la borrica del hermano Longinos, quien, lleno de mística complacencia, desgranaba las cuentas de su largo rosario.

Y sucedió que —tal como en los días del cruel Herodes— los tres coronados magos, guiados por la estrella divina, llegaron a un pesebre, en donde, como lo pintan los pintores, estaba la reina María, el santo señor José y el Dios recién nacido. Y cerca, la mula y el buey, que entibian con el calor sano de su aliento el aire frío de la noche. Baltasar, postrado, descorrió junto al niño un saco de perlas y de piedras preciosas y de polvo de oro; Gaspar en jarras doradas ofreció los más raros ungüentos; Melchor hizo su ofrenda de incienso, de marfiles y de diamantes…

Entonces, desde el fondo de su corazón, Longinos, el buen hermano Longinos, dijo al niño que sonreía:

—Señor, yo soy un pobre siervo tuyo que en su convento te sirve como puede. ¿Qué te voy a ofrecer yo, triste de mí? ¿Qué riquezas tengo, qué perfumes, qué perlas y qué diamantes? Toma, señor, mis lágrimas y mis oraciones, que es todo lo que puedo ofrendarte.

Y he aquí que los reyes de Oriente vieron brotar de los labios de Longinos las rosas de sus oraciones, cuyo olor superaba a todos los ungüentos y resinas; y caer de sus ojos copiosísimas lágrimas que se convertían en los más radiosos diamantes por obra de la superior magia del amor y de la fe; todo esto en tanto que se oía el eco de un coro de pastores en la tierra y la melodía de un coro de ángeles sobre el techo del pesebre.

Entre tanto, en el convento había la mayor desolación. Era llegada la hora del oficio. La nave de la capilla estaba iluminada por las llamas de los cirios. El abad estaba en su sitial, afligido, con su capa de ceremonia. Los frailes, la comunidad entera, se miraban con sorprendida tristeza. ¿Qué desgracia habrá acontecido al buen hermano?

¿Por qué no ha vuelto de la aldea? Y es ya la hora del oficio, y todos están en su puesto, menos quien es gloria de su monasterio, el sencillo y sublime organista… ¿Quién se atreve a ocupar su lugar? Nadie. Ninguno sabe los secretos del teclado, ninguno tiene el don armonioso de Longinos. Y como ordena el prior que se proceda a la ceremonia, sin música, todos empiezan el canto dirigiéndose a Dios llenos de una vaga tristeza… De repente, en los momentos del himno, en que el órgano debía resonar… resonó, resonó como nunca; sus bajos eran sagrados truenos; sus trompetas, excelsas voces; sus tubos todos estaban como animados por una vida incomprensible y celestial. Los monjes cantaron, cantaron, llenos del fuego del milagro; y aquella Nochebuena, los campesinos oyeron que el viento llevaba desconocidas armonías del órgano conventual, de aquel órgano que parecía tocado por manos angélicas como las delicadas y puras de la gloriosa Cecilia…

El hermano Longinos de Santa María entregó su alma a Dios poco tiempo después; murió en olor de santidad. Su cuerpo se conserva aún incorrupto, enterrado bajo el coro de la capilla, en una tumba especial labrada en mármol.

Nota: «Cuento de Nochebuena» se encuentra en «Cuentos completos», FCE, 1994.

ENLACES RELACIONADOS

La polémica del modernismo (Manuel Díaz Martínez). Discurso de ingreso a la Academia Cubana de la Lengua.

Las poetas modernistas y posmodernistas hispanoamericanas. Poemas.

Leopoldo Lugones: “Alma venturosa” y otros poemas. Ilustraciones de Xavier Gosé.

Dulce María Borrero. “Horas de mi vida”. Poemas.

Gertrudis Gómez de Avellaneda. Poemas religiosos acompañados del pasaje dedicado al Viernes Santo de su devocionario “Manual del cristiano”.

El republicano y los Reyes Magos (José María Pemán).

Los Reyes Magos en “Platero y yo” (Juan Ramón Jiménez).

La Navidad, los evangelistas y profetas y los cuadros del Museo Nacional del Prado.

Crónica de Pascuas. La Navidad (José Martí).

Lectura de Pascuas (Esteban Borrero Echeverría).

Navidad. Tres poemas de José de Valdivieso.

San Gabriel. Poema (Federico García Lorca).

Navidad. Tres poemas de José de Valdivieso.

La noche de Nochebuena.

Los reyes magos. Poema (G.K. Chesterton).

El republicano y los Reyes Magos (J.M. Pemán).

Nochebuena y Reyes. Cuentos (Emilia Pardo Bazán).

Cuento de Navidad.


Compártelo con tus amigos: