LA PALMATORIA
A mis abuela Titica
La silla de Gauguin, óleo sobre lienzo, Vicent van Gogh, 1888.
Gabriela hojea los libros que ha comprado esa mañana en la feria de ocasión. Ha ido como siempre, con la mente en blanco, dispuesta a dejarse atrapar por portadas sugerentes y títulos variopintos. Curiosea sus compras… pero no puede centrarse, pues tiene la mente ocupada por historias de antaño.
«¡Vaya con los fantasmas!», piensa.
(Ahora está tirada en el sofá, observando cómo ennegrece el cielo sobre el que prenden un sinfín de estrellas, aún no es consciente de que, en pocos segundos, su vida cambiará.)
«Así que el taconeo a altas horas de la noche, el frufrú de la seda, el fuerte olor a violetas y los vahos en el cristal, todo, absolutamente todo, tiene su explicación», se dice desviando la mirada hacia un rincón del salón.
¡Se le ha revelado el enigma! Gabriela ha descubierto que los reflejos brillantes que trepaban por las paredes en la noche oscura no eran alucinaciones suyas, que esos destellos, siempre danzando a la misma altura, la de su pecho, no eran más que señales lanzadas por el anillo de rubíes que su abuela lleva en la foto enmarcada que reposa sobre una mesilla de té.
—Todos estos años llorando tu ausencia, añorando tu voz, tus historias y resulta que los fantasmas existen y atraviesan los pasillos de las casas con pasos cortos —anda hacia su habitación—. Abuela, pero… ¡si hasta puedo sentir tu perfume de polvos de arroz! ¡Espérame! ¡No te muevas! Voy a buscar la palmatoria de plata, quiero encender una vela y dibujarte un «te quiero» en los espejos —ríe, y su risa se funde con el tintineo de las lágrimas almendradas de una lámpara.
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