PARALELOS. LA PINTURA Y LA POESÍA EN CUBA
(SIGLOS XVIII Y XIX)
«Nuestras primeras rebeldías, el cañaveral ardiendo».
José Lezama Lima
Dibujo de Vicente Rojo.
La editorial Tecnos en el año 1996, en su colección Metrópolis, publicó La materia artizada, un libro que agrupa una serie de ensayos sobre arte escritos por José Lezama Lima.
José Prats Sariol, escritor, ensayista, profesor y conocedor de la obra de Lezama, fue el encargado de escribir el prólogo y de realizar la selección de los textos.
El libro, que está estructurado en tres secciones —Antigüedad, reflexiones; Europa, América; Cuba—, nos descubre la visión de Lezama sobre el arte románico y la época de los bodegones, sobre los vasos órficos, las estatuas, la pintura mexicana, las sombras y las copias, los colores, los murales y el hierro forjado de los guardavecinos y de las rejas de las casas coloniales. En el volumen también descubrimos qué opinión le merecían las obras de Mariano Rodríguez, Amelia Peláez, Roberto Diago, Víctor Manuel, Picasso, Matisse, Bonnard, Orozco, Saura, El Greco…
La materia artizada nos conduce a un tiovivo de arabescos y planos, de contornos definidos y de abstracciones, de yuxtaposiciones y de metáforas poéticas que exigen de nosotros paciencia y concentración. A cambio, el juego de claroscuros nos ofrece una lectura instructiva y seductora.
He leído, no recuerdo dónde, que Lezama viajaba a través de los libros de arte que atesoraba, que esas láminas, de colores encendidos o mareados por el tiempo, lo embrujaban. Decía, lo que leí, que Lezama se especializó en arte observando las páginas de papel cuché de los álbumes.
Lezama está archivado en mi memoria de niña—mi padre iba a verlo los domingos y yo lo acompañaba—. Recuerdo el arroz con leche, bañado en canela, que me ofrecía una señora pequeña y reservada llamada Baldomera. Recuerdo que al terminar el plato me mandaban a sentarme en un sillón y a estarme tranquilita y recuerdo que las conversaciones me parecían muy largas y aburridas. Pero es justo apuntar que la orden de no incordiar me parecía aceptable, pues el arroz con leche, en mis tiempos de niña hambrienta, era una excelente recompensa.
Transcribo uno de los artículos que aparecen en La materia artizada y que lleva por nombre La pintura y la poesía en Cuba (siglos XVIII y XIX). En este ensayo Lezama concluye que el árbol genealógico del arte patrio fue iniciado por el Diario de José Martí y los Negritos de Juana Borrero.
Me he tomado la licencia de dividir el texto en capítulos a los que les he puesto apellidos. Creo que es una lectura que agradece algún entreacto que nos permita saborear a profundidad la gran variedad de anécdotas y de hechos que sazonan el relato-ensayo-poema de Lezama, quien, como si de uno de los tapices de la colección de El triunfo de la Eucaristía se tratara, fue bordando ideas con comas.
ENSAYO
PARALELOS. LA PINTURA Y LA POESÍA EN CUBA
(SIGLOS XVIII Y XIX)
Dibujo de José Lezama Lima.
INTRODUCCIÓN
UN SABROSO MELOCOTÓN Y TOQUES DE ALQUIMIA CHINA
Antes de saltar embebido las clavijeras amarras, el misterioso surcador Cristóbal Colón se aposenta demorado frente a unos tapices. Ha cruzado una poderosa llanura, lo que debe haberle producido la sensación de una navegación inmóvil, está en un extremo de Castilla la Vieja y entra para oír misa de domingo en la Catedral de Zamora. Siente la grandeza de uno de los más hermosos tapices que existen, que compite con dignidad castellana con La Dama y el Unicornio, de Cluny. Uno de los tapices entreabre las guerras de Troya, con el rapto de Elena. En el centro, una barca medieval de gran tamaño, los mástiles ganan la altura del tapiz, aparece un marinero de extraña catadura, muy barbado, soltando el ancla, otro marinero recoge las amarras. Rimas provenzales limitan el panel, en torno del mástil, como palomas. Después está la tienda de Aquiles, en su fondo el ulular de la batalla. Bosques de danzas y estandartes, abriéndose en el bosque los ojos de las damas para contemplar las murallas de Ilión. El caballo blanco de Aquiles, un doncel rubio sostiene las riendas. Alternan cerca de la tienda los griegos y los orientales, más parecen susurrar sus murmuraciones los comerciantes, que su vanagloria los guerreros. Las ropas son de nobles bizantinos, algunas parecen venidas de Catay o de Cipango. Un grupo de damas contempla aisladamente a un caballero, que penetra en el mar de los combatientes con un desenfado singular. En los otros tapices las muertes de Aquiles, Troilo y Paris. Los caballos se recubren de unas gualdrapas tan guarnecidas como el manto que cubre el elefante de un rajá. Aparecen curvados barcos, como góndolas de la Serenísima. Debajo de los muros y las ruinas estallan las flores como llamas torneadas. Un caballero pisotea las rosas de más sonriente amanecer. Las interminables llanuras de flores se confunden con las más presuntuosas alfombras persas con motivos de venatoria. Cuando el Almirante va recogiendo su mirada de esos combates de flores, de esas escaleras que aíslan sus blancos como aves emblemáticas, del arquero negro cerca de la blancura que jinetea Tanequilda, y la va dejando caer sobre las tierras que van surgiendo de sus ensoñaciones, se ha verificado la primera gran transposición de arte en el mundo moderno. De esos tapices ha saltado a tierra, y los blancos fantasmales, las cabelleras de las doncellas y los arqueros sombríos han comenzado a perseguirlo y arañarlo.
¿Que brújula adoptar para la navegación de poesía y pintura cubanas en siglos anteriores? Situar en la parábola de la poesía de esa secularidad las eficacias plásticas, me parecería regalar el tema ya por arbitrario o por consabido. Subrayar en los momentos de eficacia plástica las evaporaciones poéticas, se me quedaría como descomedimiento. Buscar así la solución o el simple planteamiento de poesía y pintura, nos quedaríamos con casi todos los poetas, con casi todos los pintores, creceríamos en una baratona regalía de citas o en una giradora cúpula de linterna mágica. Nada más lejos de lo que buscamos, de nuestra apetencia y de la verdadera eficacia de este tema. Ni siquiera seguir a Ybrovac, en La transposition d’art, dedicado a Les trophés, siguiendo a Theophile Gautier, que fue el verdadero maestro de esta manera, pero para lograr esas correspondencias entre los colores, las insinuaciones y los perfumes, es necesario una plenitud que nuestra expresión aún no ha alcanzado. Le parfum, la couleur et le son se répondent. Son incuestionables, pues, las relaciones de Baudelaire con la pintura de su época, como lo es también la poesía de Mallarmé, haciendo saltar el fauno en el contorno de la siesta, como lo haría también Debussy. Había un soporte crítico en Baudelaire, que lo llevaba a detener la fluencia, como había en Mallarmé la búsqueda de un absoluto, que lo llevaba a perseguir el oro de las Walquirias y el del Rhin, a sumergirse en la onda infinitamente reversible, como si retomase a Orfeo o a Anfión cuando la palabra era un sonido de conjuro y cada sentencia poética necesitaba las comprobaciones del canto. Pero el hecho de que Baudelaire se acercase a la obra de Ingres o de Delacroix, nos llevaría a rastrear y a negar la presencia de esos pintores en Las flores del mal, y su acercamiento a lo horrible goyesco pudo haberlo adquirido en la tragedia griega, pasada a los lamentos de Fedra o de Berenice, al mismo tiempo que Mallarmé no pudo evitar cierto disgusto al conocer que alguien intentaba musicalizar La siesta del fauno. Pues todo paralelo parece brotado del júbilo del simpathos, que después la crítica aísla y separa, colocando entre la aparente semejanza distancias inconmesurables.
No obstante, Valéry reconoce en el simbolismo el rescate de la música, jamás he encontrado en su obra la más escasa referencia a Claudio de Francia, ni mucho menos que en la historia de la cultura aparezca Mallarmé con su músico acompañante. Sin embargo, aunque Valéry había jurado no escribir sobre ninguno de sus contemporáneos, hacía una excepción con Proust. Desde el principio de su poema, Mallarmé exclama: Estas ninfas las quiero perpetuar, Debussy desde sus primeros compases envuelve a esas ninfas en salpicaduras, en el claroscuro del bosque, donde suena el corno que sopla a sus nubes. Y si todo eso puede asemejarse en una parábola que diga impresionismo, nada más diverso en la manera inmediata con que los hombre ciñen la materia artizable.
Aunque en Les Phares, Baudelaire hace desfilar los pintores que ama —Rubens, Leonardo, Rembrandt, Miguel Ángel, Watteau, Goya, Delacroix—, sería difícil señalar su momento de acercamiento a uno de los poemas de Las flores del mal. Ve ese desfile con cierta objetividad, exenta de la obligación de incorporarlos a su obra. Es sólo el mejor testimonio que nosotros podemos dar de nuestra dignidad,/ esa sangre ardiente que rueda de siglo en siglo y viene a morir al borde la eternidad del Señor, según la última estrofa de ese poema. Si hace un retrato de Daumier, queda tan sólo como la posibilidad del signo poético y de su inaudita precisión para ver a uno de sus más eficaces contemporáneos, pero cómo empeñarnos en demostrar la resonancia de la obra de Daumier en Las flores del mal. Igual afirmaríamos de su soneto Sur la tasse en prison, hecho sobre un cuadro de Delacroix, éste parecía enfurecerse porque Baudelaire subrayaba siempre el lado mórbido de sus cuadros, terminando Delacroix por exclamar en presencia de la crítica que le hacía Baudelaire: «Me aburre». No obstante, ningún pintor como Delacroix exaltaba en Baudelaire sus potencias de admiración. En su cuarteto Lola de Valence, sobre el retrato de Manet, donde el verso final, le charme inattendu d’un bijou rose et noir, está lleno de todo el encanto de Baudelaire, pero Manet será siempre el más maestro de los impresionistas y Baudelaire el más apasionado enemigo de la fugacidad de las sensaciones y del relativismo impuesto por las variantes de lo temporal en la apreciación de la belleza.
De esa manera hierve un color, se exalta o predomina una franja, un hilillo tiembla en la vibración del sonido, ¿cómo entresacarlo y subrayarlo? Aletea sin contorno con la brusquedad de una aparición, pero después aparece como un pie de estalactitas en las mismas profundidades del infierno. Es el verde o el matiz que como un gusano se entremete en la separación y ascensión de lo poético. Se aparta del color, pero capta un esbozo o un gesto y es la palabra poética la que ordena las condensaciones que diferencian la igual sutileza de un aire semejante. Viejas al espejo y garzones desnudos para tentar los demonios/ ajustan bien sus medias. Es Baudelaire ordenando los monstruos de la razón somnolienta del aragonés tremendo. Eso es algo semejante a la comparación de la poesía de Keats con un melocotón, uno de los aciertos de la mejor manera crítica de Charles Du Bos. Pero la poesía de Keats se fundamenta en la fluencia de un espacio hechizado, en un flujo que se ha apoderado de las infinitas metamorfosis del aire, al extremo de que algún crítico inglés ha afirmado que después de Shakespeare, ofrece Keats el mayor flujo de esa poesía. La comparación de poesía y melocotón que hace Charles Du Bos sigue siendo de una certeza tan encantadora como profunda. La contemplación de un melocotón, que nos regala de inmediato como una graciosa presencia matinal, el hechizo de todos los sentidos, las ondulaciones jaspeadas del amarillo y del púrpura, la fragancia de su pelusilla que nos entrega por anticipado como un despertar en el plenilunio.
En la alquimia china se intenta reemplazar los cuerpos por su color, manteniendo éste las mismas cualidades del cuerpo sobre el que se aposenta. Es decir, el cinabrio que se asemeja en la alquimia china a la sangre, es reemplazado por el pájaro escarlata de los cinco colores. Se le mezcla en el caldero con el líquido hirviente y comienzan las metamorfosis de los cinco colores: blanco, amarillo, negro, verde y rojo. Cada uno de los cinco dragones que representan los cinco colores, pierden su figura y se convierten en la sucesión del color, en sus incesantes mutaciones. La sustancia hirviente comienza a fraccionarse en estalactitas, en una formación tan irregular, dice la fórmula alquímica, como una dentadura de perro. Aparecen variaciones rocosas que se apoyan sucesivamente. Ese es el momento que tiene que ser captado por el pintor chino.
Si de nuevo volviésemos a reproducir esas incesantes mutaciones indetenibles, ese color al que podíamos llamar quiditario, liberado de sus hipóstasis contingentes, podríamos repasar este tema, poesía y pintura en una secularidad, liberado de sus manifestaciones contrastadas, de un color para la voz poética y otro para la visión. El malva de un Proust o de un jade mexicano, encarnados en la chaquetilla de Albertina o en un cuchillo azteca para los sacrificios. Un color de infinitas mutaciones que se deslizara sobre una sentencia poética o anublase la visión, como un acto de creación sin diversificaciones, semejante al espíritu del vuelo operando en un ángel o en un ave de conjuros.
DE LARVAS Y CAPARAZONES
Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado, ni siquiera señalado su regirar ectoplasmático. Si no aparecen las larvas, cómo vamos a abrillantar el caparazón. Lo larval sólo podemos captarlo en sus mutaciones, en su devenir para llegar a ser un cuerpo, una forma, una materia artizable. En la cultura china vemos que antes de poder descifrar los veinticuatro caracteres emblemáticos en el espaldar de la tortuga, hay que verla irritada, faltándole una pata, maldiciendo y desencadenando la invasión de las aguas. La conjugación de la línea que sigue, elemento másculo, con la línea que se fragmenta, se agrieta y se rompe, nos da la lectura de los exagramas del rey Wong. El hervor de las aguas, la tierra que se agrieta, asciende en emblemas a signos descifrables. La noble hazaña de configurar lo oscuro, de que ya hablaba Goethe, considerándola como una de las proezas del hombre, es entre nosotros de captación en extremo ondulante para formar un claroscuro. De la misma manera que esa dimensión del claroscuro aparece en la pintura renacentista, tiene su instante de surgimiento en lo histórico. Si en nuestros siglos XVI y XVII esos elementos histórico-expresivos no han alcanzado una altura dimensionable o de simple relación, es inadecuado establecer un contrapunto histórico expresivo, donde lo configurativo opera sobre un mero remolino traslaticio, sobre un almácigo de sombras. Pero aún hay más, en esos dos siglos tan sólo no existen lo configurativo operante, ni siquiera lo larval llega a su etapa formal, en el sentido escolástico de etapa última de la materia, a la materia que se remansa por una extinción de su potencia.
Como los donceles que exornan las tapicerías de Zamora, sale de noche Hernando de la Parra, de la servidumbre del gobernador Juan Maldonado. Sale a sus correrías por barracas de cómicos, por extravagancias de bailetes nocherniegos, donde el crótalo y el calabazo arañado sincopan la sangre. Pero ese Hernandillo es tan sólo un títere aleteante, con pausas ahogadas, movido por un vejete burlón que sopla el polvo y estornuda por la galería de la Sociedad Económica de Amigos del País. Pese a su broma, este viejecito Joaquín José García tiene que ser querido y reverenciado, pues si no lo hacemos parece que nos daría un pellizco en las mejillas. En sus páginas, más hundidas que sencillas, agrandadas por la imago actuante con bigotes de lince, se atreve con el corralón para comicuchos, entreabriendo una barraca cerca del castillo de la Fuerza. Es un día de San Juan, que el calendario ecuménico señala para que la sangre salte sus dos círculos. Sorpresiva una paradoja muy nuestra: hay alboroto, pero al final los verbeneros quieren que la comedieta vuelva a empezar. En esa suma de gritones, como dentro de la serpiente con la cabeza en la cola, como en el Ouroboro de los egipcios, se señalan con más precisión los cuatro músicos que están rajando la leña de la Ma Teodora. La gritería fiestera le ha dado entrada al ritmo. Y aquí el viejecito dice verdad, pues lo popular santiaguero lo apuntala y recuerda las dos hermanas negras dominicanas, colocando sus grillos rociados en el traste. Aunque la fecha de esta broma es de 1598, muy cerca del 1608 de El espejo de paciencia, el polvoroso Joaquín José no se atreve a invencionar un juego poético, pues debe saber que la claridad cronológica de una sentencia poética es tan imperturbable y precisa como los dictados del Observatorio Astronómico. Temiendo ser delatado antes de tiempo, don Joaquín José no hace la broma poética, pues un lenguaje no puede ser remedado sin que la contracción de su náusea expulse la copia, y así sabemos con inaudita precisión que los griegos poéticamente jamás se expresaron como Alexander Pope o Leconte de Lisle. Vacilante, pero ayudado por los cronistas de Indias, se atreve con el color, pero no con el paisaje elaborado ni con el hombre adelantando su diálogo en el bosque y anotando sus impresiones con la secularidad del aceite coloreado. Parece como si el viejecito guiñase sus pequeños ojos, cuando fingiendo una malicia que no tiene, intenta, como hacían los cronistas de Indias, comparar un hicaco orillero con una agrandada cereza o una uva de manglar con una cereza cominera. El cronista compara las frutas descubiertas con las de allá, pero al final se cae en que no es lo mismo. Así, hablando del mamey, dice: «La color es como la de la peraza, leonada la corteza, pero más dura y algo espesa». A las guanábanas las encuentra «tan grandes como melones, pero prolongadas, por encima tienen una labores sutiles que parecen que señalan escamas, pero no lo son ni se abren». La evaporada guayaba, continúa el cronista, «echa unas manzanas más macizas que las manzanas de acá», «y de mejor peso aunque fuesen de igual tamaño». Es casi lo mismo, pero la comparación demostrativa enseña la diferencia, pero para nuestro ingenuo burlón es lo mismo cosas que ni siquiera se pueden comparar por semejanza para encontrar la desemejanza. El cronista capta una nueva naturaleza, pero se confunde en la semejanza de las formas, igual tamaño pero distinto peso, como si con nuevos ojos fabulosos pudiera pesar la fruta contorneada en el nuevo cristal de la brisa que comienza. Tiene un aire de parecido, entrevé el cronista, pero los nuevos sentidos inaugurales precisa que tiene un aire que lo distingue y diversifica. Pero no es tan sólo haber intentado poblar la nadería de nuestro siglo XVI, don Joaquín José García trae las extravagantes figuras con que se puede regar esa planicie de nuestra expresión. Puede señalar, como vimos, las barracas apoyadas en la fortaleza, los alborotos populares y las amenazas gubernamentales. Parece traer además los seres que trascurren, que acompañan, que levantan eco en la vecinería. El aventurero convive con la extravagancia, con el anecdotario. Los tiempos les son muy favorables a esos personajes extraídos por el burlón literario. En algunas de sus páginas nos regala una inventiva alegría, que lo emparienta con la familia de los Marcel Schwob y los Chesterton. Las sílabas sencillas de su nombre han comenzado a evaporar, como si fuese un ser de ficción que usa el seudónimo de un ente real: Joaquín José García. Su obra tiene el menos fascinante de los títulos, y es por su sencillez que se recobra, como si rehusase el de conde Cagliostro, para acogerse al vulgar napolitano de José Bálsamo. Tiene el título del que rehúsa nombrar, del que no quiere titular al azar. Nada más inadvertible que el título de su obra, para el que tanto gustaba de la broma, del amor a la erudición excéntrica, de marcar los papeles muertos como si fuesen naipes para descifrar en ellos la carta del diablo. El nombre de esta obra es ahora fascinante para mí: Protocolo de antigüedades. Yo había jurado que dos de las palabras más aborrecibles de nuestro idioma eran protocolo y plenipotenciario. Protocolo, al perderse sus sílabas, parecía como si aportara de nuevo un tocoloro, y plenipotenciario me sonaba en la membrani timpani como una chirriante planta de energía eléctrica provinciana. Y de pronto me reconcilio con esas palabras de tan aparente mala catadura, que recobraban la sacralidad de los chisporroteos de una herrería. Pues, en realidad, sólo encuentro en ese 1848 cubano, en el Protocolo de antigüedades, una falsedad viviente y operante, esa alegría que se desprende de la erudición acudiendo a la taberna conversacional, como los cantos metafísicos de Purcell en un mesón o al doctor Johnson conversando con Walter Savage Landor, en la Taberna del Diablo, rodeado de amigos regocijados, extrayendo sus citas del copetín báquico.
Va sacando de la manga de su pequeña erudición, coloreada y burlona, los excéntricos que podrían haber poblado aquel vacío de nuestros siglos XVI y XVII. Podrían haber sido amigos del ballet del gobernador Maldonado. Nicolás Massini, por ejemplo, se había ganado fama de prodigio en las curaciones. Los príncipes le acudían en sus lamparones y en los desalientos de muerte. El papa Clemente VII lo nombra su médico de cabecera y le ruega el traslado para Roma. Tenía una doméstica a la que consultaba y cuyos oráculos le cegaban la obediencia. Siendo la opinión de esa criada llamada Santa muy desfavorable, le escribió al Papa negándose a servirlo. Los bromistas romanos acuñaron de inmediato el epigrama: el sanguijuelista seguía más a su Santa que a su Santidad. Si intentaba trasladarse a otro sitio, verificaba la lista minuciosa de lo que formaría su equipaje, tenía que ser la mejor diseñada de sus manías. Cuando iba a partir llamaba por su nombre a toda la presunta compañía viajera. Comenzaba Nicolás, y él mismo decía presente. Llamaba después a sus servidores y después a los caballos y a los perros. Como éstos no podían responder a sus llamados, tenía entre su servidumbre imitadores del relincho de los caballos y del ladrido de los perros. De los animales se pasaba a los paquetes y a los objetos y para ellos tenía voces ejercitadas en remedar el golpe de la madera contra el suelo, el chirrido de la cerradura, el deslizarse de la seda por los más pulimentados metales, el sonido del viento agitando las pelucas en el fondo de sus venturosas cajas. La erudición de Massini era tan elegante como extensa. Sus herederos, inmutables, dejaron que sus manuscritos siguieran su destino, que hoy sabemos era el de perderse.
Ahora el doncel Hernando de la Parra hace una visita a Rutilio Graco, era propietario de la pobreza, del gusto, de los delirios poéticos y del cientificismo. Sus biógrafos afirman que lo que escribía tenía la locura que excita la risa y el genio que doblega la admiración. En un carnaval romano, siendo flacucho y débil, tuvo la peregrina ocurrencia de disfrazarse de Hércules. Fiel a la tradición que representaba a ese dios con la mayor fidelidad, se mostró desnudo, cruzó su hombro con una piel de león, jineteando su caballo con alas cartoné. Hacía un frío de nieve, y el jurado que repartía los premios en ese carnaval tuvo la donosa ocurrencia, sin poder contener la risa, de darle un primer premio, que el héroe mostró con orgullo hasta la extinción de sus días.
Pero los polizontes romanos le otorgaron un premio más sombrío: lo encerraron en una casa de locos. En esas celdillas mostró la más exacerbada y racional disciplina en sus investigaciones literarias. Pero un día, en ausencia del cocinero, penetró en el refectorio y se incorporó todas las viandas de la pertenencia de los otros moradores. Así recuperó la libertad, pues el administrador manifestó que no podía permanecer recluido un loco tan voraz.
Los detalles de su biografía culminan el día que invencionó un triple sombrero, empotrados unos en otros como los cañutos de un anteojo. Para saludar a un amigo de la cotidianidad se quitaba un sombrero, para saludar a una persona de la nobleza se quitaba dos, manteniendo un sombrero en la mano derecha y otro en la izquierda. Cuando saludaba a un alto dignatario se quitaba el primero y el segundo sombrero, siguiendo las indicaciones anteriores, y el tercero lo dejaba caer hacia atrás, pendiente de un amaestrado cordel. En premio a esa invención que él consideraba fundamental, pidió ser mantenido por el Estado, o en su defecto ser remitido de nuevo a la casa donde se había mostrado como un murciélago caído con su noche en la sangre de una fosa nasal. Cuando muere, ya él había colocado sobre el lecho mortuorio una corona, que representaba un sol naciente extendiéndose sobre láminas de cobre.
DEPENDIENDO DEL OJO, IGUALES COLORES CONSTRUYEN MUNDOS DISTINTOS
El buen viejecito, aunque malicioso, intenta colorear la arribada, las primeras mañanas, y es ahí donde se hunde sin reaparecer. Los hicacos, que cree a la manera de los cronistas que tenían la bisagra del inmediato paisaje y la cornucopia de la cabra de Amaltea, que son cerezas grandes, los encuentra de «un rosado más o menos bajo, amarillos blancos y negros y como sus hojas son verdes en la semejanza verde del laurel». Confunde, baraja, pero al final no le saca la nariz a la brújula. Habla de un rosado bajo, olvidando que nuestro mejor rosado sale del caracol y de las agallas, viene de la nutrición soterrada y de los reflejos marinos. Nuestro amarillo no es el hepático e hispánico, sino da en el escudo de la refracción y del chisporroteo, y a veces nos recuerda los versos de Goethe:
Cuando al muro de lluvia
Febo se agrega,
al punto el arco iris
brillante engendra.
Su curva ya en la niebla
también percibo;
que aunque blanco parezca
del cielo vino.
Nuestro blanco no es una túnica penitencial de Zurbarán sino es el halo contrastado por el color amarillo, es también el cono de luz en el centro de la ley del torbellino y del dios que huye. Hunde a nuestras hojas matizadas, como un cortinaje de pájaros y flores en las ruinas del cafetal Angerona. El verde matizado de las hojas se estabiliza en una casaca de Escobar o en la fronda que rodea una hamaca de Collazo, pero se pierde inutilizado en el paisaje de cañaverales. Pero del azul dimensión y de nuestros playeros corales ardiendo, que tanto habían seducido a la imaginación traslaticia de Humboldt, mezclados con la óptica y la teoría de los colores salidos de Weimar, no saca una línea apuntalada. El malicioso viejecito cae en la trampa del verde y se comprueba que está enredado al compararlo con el verdeante del laurel. Pero para la imaginación occidental, ese verde laurel es lo ardiente, es el fuego vencido por las hazañas del hombre, es el fuego amenazante frente a los dioses. Es una amenaza del verdor, de las estaciones frente a las descargas eléctricas de las cejas de Júpiter. Por eso el Greco hizo arder el verde, una franja del fuego de los querubines. Nuestras primeras rebeldías, el cañaveral ardiendo. Una corona de laurel, en el lenguaje de los símbolos, es el hombre que ha vencido a los dioses, ha rechazado la aristía y ha vencido la areteya. Es de la familia del destino espantoso, uno de los condenados, pero ha logrado atravesar el río y ha llegado a la isla de la imago. Ha trepado por el fuego y ha hecho regresar la ceniza al cristal.
Nuestro hazañoso burlón no se atreve con el lenguaje y fracasa con el color. El lenguaje se le hace imposible de remedar, es un contrapunto infinito donde convergen el horno entrañable del hombre y su imagen de lo estelar, y eso es tan terrífico como placentero, y fracasa con el color porque sus sentidos no son todavía fabulosos, no puede detener, diríamos recordando la alquimia china, las cinco mutaciones del color en el pájaro escarlata.
ALGO SE OCULTA TRAS EL VÍTREO Y CEROSO JASPE
Paradójicamente, con mucha abundancia de luz tendemos a la pérdida de lo esencial. La sacralidad de lo que es verdaderamente importante se nos escapa en vida, se desconoce después de la muerte y cuando abrimos los ojos ya nos vemos obligados a reconstruir, pero de la misma manera que la intuición no puede actuar sobre los jardines de Saturno, la imagen se atemoriza ante lo perdido, porque comienza a describir enloquecidos movimientos elípticos, no sobre el vacío engendrado por la pérdida, sino sobre el encuentro, pues actúa pensando no sobre el tesoro perdido en Esmirna, sino sobre lo perdido en Esmirna que se encontró en Damasco. Siempre imagina que la aguja que se perdió en la nieve, se encuentra en el pajar. Pero es precisamente en el pajar con la aguja perdida donde la imago actúa con la piedad devoradora de los vultúridos.
En nuestra expresión lo mismo se pierde el rasguño de los primeros años que lo más rotundo y visible de lo inmediato. Lo mismo perdemos un anillo hecho por Darío Romano, nuestro primer platero en el siglo XVI, que se inutiliza por la humedad un baúl lleno de la letra de José Martí en el anteayer que viene sobre nosotros como una avalancha. Pero quien poseía ese baúl olvidó una primera regla de la conducta, es decir, que el poseedor de un baúl lleno de los escritos de Martí, entre las furias de un huracán o de un terremoto, está en la obligación de salvarlo antes que salvar su vida, como dice la orden del día de una de las grandes batallas contemporáneas, deberá morir en el mismo sitio antes que retroceder un paso. Casi todo lo hemos perdido, los crucifijos tallados y el cuadro de la Santísima Trinidad, de Manuel del Socorro Rodríguez; las recetas médicas de Surí puestas en verso; las frutas pintadas por Rubalcava; las aporéticas joyas de Zequeira, pérdida en este caso más lamentable todavía puesto que nunca existieron; las pláticas sabatinas de Luz y Caballero; las cenizas de Heredia; la galería de retratos de capitanes generales, de Escobar; alguna mancha de Plácido en el taller de Escobar; las pulseras, he visto una de hilos de seda que era un primor, y las peinetas de carey, de Plácido; una receta de manjar cubano hecho por Manzano; no conocemos ni siquiera un sermón de Tristán de Jesús Medina, brillante y sombrío como un faisán de indias; el recuerdo de alguna sobremesa de Martí niño con sus padres, donde tiene que estar el secreto de su cepa hispánica y de su brisa criolla, que une como una suprema sabiduría la madre y el caudal del río; sabemos que Julián del Casal hizo aprendizaje y algunos intentos de pintar, nadie ha visto una de sus telas de aficionado; en el Museo no hay un solo cuadro de Juana Borrero, sus Negritos son para mí la única pintura genial del siglo XIX nuestro. Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía no hemos invencionado la guadaña que le corte las piernas.
En el siglo XVIII el artesanado se adelanta en los trabajos de madera, ya en la rubia caoba o el verde viejo, tendencioso a una oscuridad azulenca, del cedro. Es el barroco cóncavo y jesuita de Borromini, que lo mismo se abullona y curva en una lasca de la piedra lateral de la Catedral habanera, o en una cómoda del palacio Brunet o en un guardacasullas y estolas de la iglesia de la Merced. Trabaja el artesano una jarra de barro, sopla para pronunciarse el tronco, sumerge en el azar sus dedos para afinarle un cuello de florentina, curva como una congelada cascada la boca silenciosa, pero espera la gracia a que los dones caigan sobre la vigilia y que un día señalado desde lo invisible la boca de la jarra comience a cantar. En ese júbilo Manuel del Socorro Rodríguez escribe sus octavas de Las delicias de España. «Toda la idea del poema, nos dice, es dar al buril español asunto para una lámina». Las dos mejoras estrofas del poema, y su más logrado verso, tunicelas de líquido brocado, están abundosas de reflejos marinos, son líquidas, espejeantes, pero el buril que graba se muestra inseguro. La jarra del artesano canta, pero su imposta es todavía demasiado insegura. Sus Hijas bellas de la hija de la espuma, están muy cerca en la intención de aquellas otras famosas, Siendo amor una deidad alada, / bien previno la hija de la espuma, pero en la realización están a una distancia esteparia. Pero en cuanto se fija en lo inmediato, en la pálida extensión de la piel de las manos cubanas, las ve amasadas de lirios y de rosas. Ese amasijo le viene bien a Garcilaso, a Góngora o a Pedro de Espinosa. ¿Es esto sueño o ciertamente toco la blanca mano?, dice el verso de Garcilaso, quien sabe sacar el blanco aún del sueño, pero todavía entre nosotros Manuel del Socorro Rodríguez no puede fijarle un color a la mano que ciñe o que acaricia. El río que saca la cabeza en sus estrofas es el Manzanares, con embadurnadas mezclillas areneras y escayoladas dieciochescas. Mezclillas y el rencorete de la piedra natural.
José Surí, en su cazuela de sanguijuelista, que desprecia al protomedicato y prefiere sus oraciones para sacarle los demonios a los cuerpos, hierve las piedras preciosas extraídas del estuche lapidario de San Isidoro. En sus ingenuos romances hay algo de provinciano aprendiz de brujo. No parece interesarle la venatoria de la fauna que viene a lamerle las manos, ni la canasta de frutas, que su dietética médica aconseja, pero que no gusta aromen en sus octasílabos. Su deleite, como un alquimista, son las piedras preciosas para derivar de ellas el calor que la humana combustión necesita. Las piedras que San Juan pone en el Apocalipsis, en la nueva ciudad a la que tenemos que llegar después de la extinción de la Jerusalén terrestre, las esparce en cinco versos: jaspe, zafiro, topacio, esmeralda, calcedonia, crisólito, berilo, sardio, jacinto, sardonia, crisoprasa y amatista. Así da una prueba irrecusable de su americanidad, cerca de la piedra incaica animada por la energía solar o el zafiro que los aztecas ponían en la boca de los muertos, como la adormidera de los griegos, para que las exploraciones de los muertos se animasen con las calorías del alma de la piedra. Todas esas piedras preciosas que Surí acarrea para la fundamentación de la nueva ciudad, adquieren después un solo color: el jaspe. Pero veamos lo que nos dice Surí:
Espero, aunque titubeante
El plectro, y la vida ronca,
Diré, que el jaspe señala
La fortaleza grandiosa,
Que en el instante primero
De la Concepción dichosa,
Infundió el Omnipotente
En esta excelsa Paloma,
Para domar los abismos…
El jaspe es como una voluta de color que asciende, es un color muy acariciado por las nudosas manos de Góngora. En esa fortaleza de jaspe no puede ser Surí alistado como guerrero. Es un color favorito del cordobés y en verdad que ni un alquimista que le prometiera la vida eterna lograría arrebatárselo, pues el pregonero de la gloria, como ya le llamamos a Góngora en otra ocasión, cuando alza en la luz, acerca los frutos de la Orplid más lejana, y más cuando pregona un jaspe, el color sueña como una batalla vista entre dos luces en un espejo. En sus estrofas A San José, le preocupa que el celebrado Timante impusiera el precepto de dibujar un gigante / en lo abreviado de un lienzo, pinta solamente un dedo para que reconstruyamos lo atolondrado y descomunal del gigante. En el lienzo pequeño se ve un dedo muy grande, pero en ese dedo hay tantas joyas que apenas logramos destacarle un color al incesante chisporroteo.
Absorto Zequeira, más repasa el oro quemado de la piña, que la pulpa destilada en una palidez cariciosa. La piña no era del gusto de Carlos V, pero jamás falta en los copetines galantes de Talleyrand. Joaquín Lorenzo Luaces le señala un ripio a Zequeira: liberal pomona /con la muy verde túnica se viste. Subraya Luaces el muy verde, pero para nosotros no es un ripio, es la total ausencia, no ya del verde, irrecusable como un fanal, sino también de colores intermedios. En los dominios de la orquesta, Zequeira sería la batería, destacándose el redoblante de su decisivo paseo nocturno en una ronda que todavía nos obliga a cerrar las ventanas. A la entrada del infierno ve sapos, no los colores que danzan en la llama.
Rubalcava hace llevar las frutas a la misma mesa donde están sus montoncillos de libros. Es muy libresco, dice nuestra tontura crítica, y no puede saborear con propio paladar nuestras propias frutas. Pero por eso mismo parte de la gula de mondar las frutas que el canónigo Soto de Rojas acariciaba cerca de los arrayanes de la Alhambra:
Gozarás de la guinda
el ácido sabor, que limpia el gusto,
le de semblante garrafal robusto,
y cereza que alinda la color
del que con Baco brinda.
Y la fruta que engendra
el armenio albaricoque más temprano
será tierra del cielo de tu mano,
aunque te dé en su cendra
la blanca plata de su dulce almendra.
Tendrá tu mesa llena
de ancho plato la ciruela breve,
cana la endrina, entre raspada nieve,
la sana damacena,
y la oblongada, que en los dientes suena;
……………………………..
Las uvas moscateles
y las albillas, ámbar en racimos,
de sus paneles pámpanos opimos
—si en pechos de Cibeles
bermejas leches no—, cándidas mieles.
Si de la patria olvido
necesitares, con mejor reposo
te la dará que Loto mentiroso
el melón escogido,
que escribe su nobleza en su vestido.
La zamboa bienquista,
monstruo en el ser, en el obrar notable,
confortará tu corazón amable,
haciéndote conquista
del olfato, del gusto y de la vista.
La granada avarienta
te dará la riqueza que atesora,
y el prudente moral la dulce mora,
cuya color sangrienta
la tragedia de Tisbe representa.
Pero lo que más me gusta de Rubalcava es la forma como le señala el morado al caimito, el color que le regala por pareja —con el verde—, y el templo que le levanta, que no es el obelisco rural de Zequeira, sino el de Jano con las dos puertas batientes. Cuando el verde aparece, el morado se extingue, pues en el gusto apuntalamos que cuando uno de ellos comprueba, el otro se retira. Ese morado y ese verde ofrecen, pudiéramos decir, un progreso de nuestra voluptuosidad. Ese morado, más que en la frutilla entresacada por Rubalcava, me gusta recorrerlo en los mantos y pliegues que Escalera deja caer suavemente sobre sus santos pintados. Se ve la morada voluptuosidad del artesano mestizo, como si en un juego del melodía contemplásemos al padre de Plácido haciéndole los rizos a la bailarina burgalesa y atreviéndose por primera vez a acariciarle las mejillas.
Lo que más nos obliga a sonreírle hoy a Rubalcava es cuando rasguña un predominio de la encajería sobre el abril naturaliter. No se ha subrayado ese triunfo que en parte recuerda aquellas perversas ingenuidades de Wilde, cuando veía más betún y hollín por las calles londinenses después de las nieblas avanzando por los paisajes de Turner. Hay en ese leído y escapado soneto de Rubalcava un rechazo de la necesidad, de la funcionalidad, que lo convierte en un gracioso y pequeño manifiesto de arte. Tan improbable como la influencia de Manuel María Pérez en Sully Prudhomme, es la de Rubalcava en Wilde. Pero no evade un patetismo, tan noble como irónico, el hecho de que una de las más escandalosas tesis de arte, coreada por todo el simbolismo finisecular, fuera siquiera suspirada por uno de nosotros con una gracia dieciochesca. Es claro que si un Joachim du Bellay hubiera escrito ese soneto, Wilde tendría que inclinarse presionado por algún erudito voluptuoso. Pero eso no le importa a Rubalcava, que diseña sus preferencias en ese soneto con una evidencia irrecusable. Cuando Nise borda, inventa una floreciente primavera. La seda coloreada se diversifica en formas de capricho, pero en los dedos de Nise aprenden a ser rosas que no se marchitan, que gozan de vida eterna. Flora, avergonzada, sale a ver a Nise, cerca del bastidor, dando puntadas de vida. Iguala Rubalcava en una forma sorpresiva al artesano con la naturaleza. Esa labor del bastidor compruébala Flora como superior a su broche en abril, se enoja, no quiere esperar, muestra un mohín de vergüenza. Está convencida de que la rosa del encaje supera a la rosa en etat sauvage.
RAÍCES QUE ASOMAN POR EL OJO DE LA CERRADURA
La imagen actuando en la historia se obliga a completar, a formar esferas. Recordemos aquella profecía de Orígenes: El día de la Resurrección acudiremos en la forma perfecta, es decir, como esferas. Mientras tanto pensemos que el encuentro con el Capítulo 22, de La docta ignorancia, de Nicolás de Cusa, será una poderosa y definitiva, salvadora revelación. Como no puede haber sucesivos máximos, el máximo inteligente es el máximo de la historia en la eternidad, de tal manera, concluyo yo, que la historia en la imagen no es la historia de la sucesión, sino la del súbito en la eternidad. La complicación contrayente es lo providencial súbito y absoluto. De tal manera que si hacemos algo, o bien su opuesto, bien nada, todo sucede en lo providencial absoluto. Prevé muchas cosas, que pudo no prever, sin que esto le dé intervención a lo contingente sucesivo. «La naturaleza humana, dice Nicolás de Cusa, es una y simple, si naciera un hombre que nunca se esperaba que hubiera de nacer, nada se añadiría a la naturaleza humana, al igual que nada se disminuiría en ella, si no naciera, cuando ocurre cuando mueren los no nacidos». La verdadera naturaleza humana, la materia signata, que todo lo rubrica como súbito absoluto de los que son como de los que no son, de lo hecho y de la vaciedad, del bostezo y del hágase. Para las operaciones de la eternidad la imagen se ve como cara, el pudiera ser como una identidad infinita. El súbito absoluto participa sobre lo que no se puede añadir ni quitar. La historia está hecha, pero hay que hacerla de nuevo. La lucidez de lo estelar se une con la oscuridad de lo telúrico, se une también con la música de las esferas sobre el haz del abismo. La marcha de la esfera no está perturbada por ese haz de abismos. Si ocurre lo que nunca ha ocurrido es igual a si no ocurre lo que siempre ha ocurrido. El oso dormido una estación concurre igual que el aporético Aquiles, inmóvil dando zancadas o que el domador de potros a orillas del Eurotas. El súbito nuestro participa sobre lo que podría suceder, que es superior a lo que sucede o no sucede. Y ese podría ser no está en lo histórico en potencia sino en acto. «Los hombres que fueron, concluye Nicolás de Cusa, son y serán, sino también los que pueden ser, aunque no sean nunca, del mismo modo son comprendidas las cosas mutables inmutablemente». Y ese acto que actúa sobre las cosas que no fueron y serán o sobre las que fueron y no serán, está dotado de necesidad. Ese acto al actuar sobre la necesidad, en el máximo inmutable, es la absoluta necesidad. Esta absoluta necesidad de lo histórico, que iguala lo que pudiera ser con lo verificado, realícese o no, y que es la participación en la identidad de la esfera, dista mucho del dromenón, del hecho cumplido de los griegos, que se fundamenta en el logos optikos. Pero desde la Epifanía a la Resurrección se participa en la identidad de lo temporal, el tempus habemus y el tempus destruendi se igualan en la identidad del rotar de la esfera.
La historia se ha hecho sobre el dromenón de los griegos, su hecho cumplido está en la raíz del concepto generacional de Tucídides: la historia comienza en nosotros. Y en la roca del Cáucaso el titán ruge su orgullo, aliándose con el tiempo y el fuego para destronar a Zeus Cronión. El fuego en manos del hombre se fue convirtiendo en el pez de escamas tan sutilizadas que ya se deslizaba como la luz. Pero ahora ya sabemos que la historia tiene que comenzar a valorarse a partir de lo que va a ser destruido. Es decir, que vastísimas extensiones temporales que no lograron configurarse se igualarán a grandes extensiones que alcanzaron la ejecución de su forma, pero que fueron destruidas. De tal manera que únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó, de lo que puede destruirse y de lo que fue arrasado. Así como tenemos que penetrar en una inmensa extensión de tiempo y de hechos que fueron altamente configurados, por ejemplo, en la cultura babilónica, a través de unas cuantas piezas, soldables tan sólo por la imago, del Palacio Sargón. Lo que se configuró pero fue arrasado se iguala con las extensiones planetarias surcadas por enormes ríos cuya corriente dejó de fluir, por los cráteres enfriados de la luna o por la extinción en la atmósfera de las posibilidades de la vida. De tal manera que esas épocas que apenas fueron configuradas, tales nuestros siglos XVI, XVII y XVIII pueden ser consideradas como arrasadas por un fuego invisible. En ese momento la imago irrumpe con tantos ojos como Argos y perseguida por tantos tábanos como Eco, de la familia Inaquea, maldita por Júpiter al negarse a sus complacencias. El rastreo de la expresión artística se ha convertido en la lucha entre la imago, ascendida a primer plano, y el fuego extendiéndose como un árbol infinito o replegándose a un punto que vuela.
Ese concepto, tal vez el último que pueda tener el hombre, de la imagen, y que únicamente podrá ser esgrimido por un verdadero poeta, que tiene que ser como ya lo vio Novalis, omniscente, es decir, «un cosmos en miniatura». Así el hombre podrá adquirir un nuevo sentido configurativo histórico artístico, como si lo estelar se revolcase con lo telúrico, y le fuera dado contemplar ese espectáculo en un fortín de acero, calcinado por la expansión de las cadenas nucleares, mirando a través del ojo de la cerradura de una puerta resquebrajada.
LA CATARATA, LA PALMA Y UN DESAYUNO MATINAL
A través de ese ojo de la cerradura, vemos al romántico cubano, a un José María Heredia, al lado de su paisaje. Cuando le llega el momento de soltar su yo de romántico, su diálogo con el paisaje circunstancial es indeciso. El paisaje que entreabre en el Eros de su adolescencia, cuando se atormenta con las Belisa y las Lesbia de sus primeros poemas, no logra situarlo a la altura de esa liberación de su yo confesional. Su Eros no le aporta una equivalencia entre su yo y ese yo que tiene que soltar para que vague por los bosques. En ese momento su diálogo con la naturaleza no va más allá de paralizar la copa de la palma con el talle de su amada. Su enredo en el Eros adolescentario todavía no se desenreda en la naturaleza. Es curioso que esos amores del Heredia de 1825, aparecen muy mejorados en los versos aconsejados por Del Monte. Sus gemidos de niño mimado ante el rechazo, la indecisión o la indiferencia de las niñas de que se ha enamorado, vacilan en el rasguño de su mano para acomodar esos sentimientos al verso, y se disculpan los consejos de un amigo, que, un poco en espectador de esos gemidos, le aconseja volver sobre los versos y sacarle con mayor paciencia una pinta más fina. En sus primeras salidas al campo, piensa incesantemente en los paseos conversados con Del Monte y en aquellos consejos de bosque octosilábico y romanceado que recibe. Está lejos de su padre, y su psiquismo que necesita de paternales cuidados y vigilancia, se muestra benévolo para salir a pasear con Del Monte por los bruñidos y definidos valles matanceros. Pero más que Del Monte, quien lo acompaña desde la lejanía en esos paseos, es su padre. ¡Salud, oh padre / del ser y del amor y de la vida!, dice uno de sus versos. Cada vez que una de esas niñas un tanto asustadas por su vehemencia se aleja de él, Heredia emplea la palabra traición y se consuela entonando una loa al sol, al Señor, al Padre, al Gran Viejo como se le llama en las culturas primitivas. Heredia, que fue toda la vida un enfant gaté, tal como lo vio Martí con esa intuición casi aterradora que tuvo para lo cubano más esencial, cuando penetra en la casa de su niñez, señala al padre cuidándole los versos y a la madre evitándole los ruidos, se siente siempre atraído por la niña, ya es la Isabel Rueda, que tiene trece años cuando él tiene dieciocho, ya es la jacoba Yáñez, que tiene quince cuando él tiene veinticuatro, con la que se casa, hija de un magistrado amigo de su padre, en cuya casa se siente un poco como en la suya. Veía siempre a la amada como a su hermana, y su cariño por su hermana María Ignacia lo acompañó mientras vivió en toda su pasión y su delicadeza. Yo señalo esta situación, y no por una de las habituales trampas del psicologismo, frente a las cuales me ha gustado mostrarme siempre un tanto desdeñoso, porque ahí debemos señalar su verdadera grandeza y aun yo diría la raíz de su sacralidad en la poesía cubana.
Ya hoy tenemos la segura ganancia de que la madurez de un escritor, y aun de un hombre en general, no depende de la sucesión cronológica. Entre los quince y los veinticuatro años de Heredia, transcurre el tiempo de su más cabal expresión poética, la perfección configurada de sus sentimientos, su mayor ejecución formal, la total asimilación de sus ancestros, dignidad y ternura, la decisiva impulsión de su Eros, enamorado de la proyección de su propio simpathos, y huraño, melancólico, gemebundo ante la manifestación del apathos de los extraños, pero con los que tiene que contar para el amor o el tiempo gustoso de la amistad, frente a los cuales tiene siempre una reacción enceguecida por su Eros. Lo mismo si lo vemos conspirando, paseándose, batiéndose con las ruinas o con un prodigio de la naturaleza, viviendo en el palacio presidencial de México, conversando con su padre o con sus hijos o jadeando con sus grandes ojos abiertos la disnea de la agonía, es siempre un niño mimado, guardado, con la injustificada sacralidad de la conducta de un niño, que se siente acorralado o dichosamente distendido por la conducta magistral del padre o la tierna severidad, dulce como una confitura, para usar la expresión proustiana, de su madre. Actúa mirando hacia atrás, como el gamo, tripulado por el dios joven de la poesía, según la mitología griega, para ver a la serpiente deslizándose por el árbol, silenciosa como la caída de la hoja en el terciopelo del otoño. Mira hacia atrás, en cuya sofocada penumbra vislumbra siempre los ojos que lo acarician, los de su padre regalándole un reloj si sabe bien su latín, fingiendo el sueño mientras su madre lo arropa entre el frío y los lobos o las muchachitas que con el permiso de sus padres se han paseado con él por el puente de San Juan.
Necesita decir desquerido y desamorado, como si el prefijo como un ancla tironease de esas palabras para hacerlas más desgarradoras. A sus dieciocho años exclama: ¿qué me importa ¡infeliz! El Universo / si me olvida la infiel? Es su Eros de adolescencia el que todos tienen que soportar, si no el Universo le importa muy poco al mimado, pues por un olvido de los demás está dispuesto a olvidar el Universo. Se me dirá que no hay que tomar muy en serio las manifestaciones rijosas de un adolescente, pero esas manifestaciones que al principio los demás no toman en serio, son las más fundamentales para el hombre. Además la sacralidad congénita de un adolescente poeta, obliga a que cada una de sus sentencias se considere dictada por la más secreta y arrebatada pitia.
La sacralidad de Heredia como poeta se fundamenta en el hecho de que a ese niño guardado, mimado, le fue impuesto un destino dictado por un dios irritado, por su Ananké, por la fatalidad. Destruyéndolo, tal vez, pero en definitiva engrandeciéndolo y alzándolo a un destino donde por la rebeldía intenta increpar a la inexorable deidad. En ese sentido, los primeros lanzazos que recibe de la fulminación de lo inexorable, le despiertan una reacción ingenuamente política. Cuando conspira con Los caballeros racionales, lindo nombre de conspiración, le escribe al juececillo para apiadarlo por su horror a la sangre. Pero en la carta que le escribe después a la madre no quiere mostrar vacilación, quiere quedar bien con su madre, más que con su conciencia, por estar su conciencia llena de ese terror que se engendra cuando sabemos que nos van a enjuiciar los benévolos y que para esa conciencia su fallo es por lo tanto más terrible. Nada más poderoso en lo reminiscente que el regaño de la madre, pues sabemos que ya antes de regañarnos nos había perdonado. Temblamos más cuando nos puede condenar un dios más misericordioso que justiciero, pues nada despierta más terror expiatorio que los fallos de la bondad. Sabemos entonces que nos ha condenado la poesía y la salud de lo bello, y que ya no podremos interpretar la sonrisa de la vida en el despertar matinal.
El paisaje que vislumbra Heredia es el occidental: largas cintas de verdor o matizaciones coloreadas de hojas, frutos y flores. Jardines o granjas de cafetales. Las filas de naranjales, la derrumbada hoja del plátano por la opulencia del rendimiento, los mirtos, claveles y rosas, por los que muestra cierto desdén al comienzo de su duelo con la catarata, y la palma, en el magnetismo de su aislada individualidad, frente al rayo, que le quema un boquerón en cuya calcinación las abejas elaboran su miel de coco, deslizada góndola en los bronquios apretujados. La muerte de su padre lo lleva a tocar el espíritu de las ruinas, la aridez de que hablan los místicos, los desiertos, las sombras y la lenta caída de Helios Fúlgido. Adolescente, vestido de negro por el luto reciente y con su corbata de plastrón agrandada como un murciélago, se sienta en las ruinas de la pirámide tolteca. Tiene que comenzar ampliando sus herbarios y clasificaciones botánicas, con la vid, el pino, encontrado de nuevo frente a la catarata, la oliva, árbol cuidado por Palas Atenea a la entrada de la ciudad. Pero aquellas ruinas lo que han hecho es destapar el frasco de los cuentos de su niñez. Las piedras rotas le dejan el paso al fantasma, el gigante que sacude a la noche para que lo deje adormecerse. La presencia del gigante le hace sentir terror, como lo vuelve a sentir al dar los primeros pasos para batirse con el dragón, que en este caso es una catarata. La pesadilla de la visión ruinosa le ha traído la visita de su padre el magistrado, disfrazado de fantasmal gigante, escribiéndole incontables memoriales al sádico Monteverde para que cese de disparar contra los prisioneros. Y la sangre comienza a diluirse en la infinita gama de rosados de la panoplia crepuscular.
Se atemoriza también frente al despeño de la catarata, pero algo secreto le dice que ya está poseído por el devenir, por la misteriosa e intocable fluencia. Lo terrífico, lo que él considera como terrífico, lo ciñe, suponemos que esperando ver surgir al fantasma de un solo ojo en la frente, pero, con prudencia odiseica, cree que ovillándose, volviéndose a la niñez con el clásico Outis, Outis, Nadie, Nadie, podrá decapitar a sus terrores y al gigante. Como en una pesadilla nos parece verlo surgir de la noche de las ruinas, acercarse a la tumba de su padre y ponerle el epitafio para su paz definitiva: No otra corona que el agreste pino / a su terrible majestad conviene. En medio del asordamiento de las aguas crecidas, como en el final de los mundos, recuerda que ya no lo acompañan aquellas muchachas que se paseaban con él por el puente de San Juan. Ahora sí percibe que no está acompañado, el niño mimado está en un total desamparo. Su padre muerto, su madre en la lejanía, su Eros de la adolescencia se derrumba como el humo que se levanta del puente desempedrado. Aísla cada uno de los momentos del caer de las aguas, la corriente se irisa y se fragmenta, su reacción es la misma que si viera un colibrí o un tomeguín penetrando y saliendo de la floresta abigarrada. Ved, llegan, saltan, es un gracioso inolvidable, cubanísimo pizzicato en la cuerda, una roulat de violín interpolada por una ejecución demasiado nerviosa. Como buen romántico, ha tomado todas sus precauciones topográficas antes de acercarse a la motivación desatada y fluyente. Oye relatos, como un fotógrafo que toma distintas vistas, mide, comprueba, rectifica el sitio donde obtener la mejor visión. Espuma también la leyenda que salta molto vivace e con fuoco de las aguas. Le relatan que en su canoa un indio se quedó dormido, la corriente lo ha deslizado hasta los rápidos donde ya no puede retroceder, intenta luchar, se convence de que es inútil, se tapa la cabeza con los brazos y espera el cumplimiento de su destino. Heredia ha triunfado en el duelo, ¿triunfado? Al final se ve como muerto y cree que Dios estará contento por la excepcionalidad del combate que ha presenciado. En esos grandes momentos, el romanticismo poético americano, que Heredia representa por entero, nuestra pintura no gana el paisaje todavía, está enredada en mitologías desconchadas, en símbolos de cementerio, en torpes destrezas académicas, sólo logra atraernos a la pintura de una familia cubana, que parece constituida en la plenitud del siglo XVIII, el grupo familiar Manrique de Lara pintado por Veramy. Podía haber sido también la familia de Heredia, pues hubo mucha amistad entre el magistrado, el pintor francés y el joven poeta. El magistrado y su esposa muestran un señorío imperturbable frente a la bandeja con el desayuno matinal. El caballero de casaquín, como si fuese a ser pintado por Escobar, su júbilo al despertar le permite trenzar en su índice un perroquete. La madre, con encajes y cintas, está aderezada como si fuera a recibir la visita del virrey de México, pero mientras tanto saborea su desayuno vestida como todos los días, es decir, con la mejor galanía y con la mayor sencillez. La infantina bate las manecitas en el aire, como si quisiera abandonar la encajería de la falda materna, por jugar como un inocente pequeño salvaje roussoniano, con la graciosa prensora cuyas modulaciones entreabren los hoyuelos de la niña al sonreír.
Escobar logra a veces aislar la gracia de un niño o la importancia de un infantón, visto con total aquietamiento de parvenu, sin asomo de ironía. Ninguno de esos mozalbetes van a pasearse un domingo en la finca de su padre, ninguno de esos señores corre un caballo por la frescura matinal de una sabana. El mismo Escobar viaja por academias, suspira ante la clásica campiña toscana, pero jamás cala una piña ni ve trepar una palmera. Prefiere que los palafreneros, mestizos como él, le hablen de las granjas de los caballeros. Sus retratos sin psicologismos vocingleros ni mañosas circunstancias, donde los rostros alzados como naipes borrosos que se adelantan con la luz apagada, lanzan después del hartazgo un buche de agua sobre el aguamanil de plata, sin jamás hundir el cuenco de la mano para abrevar en el río del paisaje.
Los poetas menores del romanticismo cubano se pierden en inválidas morosidades, y los grabadores, ambos en esa primera mitad del siglo XIX, buscan las plazas de las ciudades principales, en sus momentos de plenitud silenciosa, o sueltan la carcajada negra el día de Reyes. En ocasiones los caballeros se asoman al valle de Yumurí, grabado de Barañano, con el rostro un tanto vuelto hacia la ciudad, sin continuar avanzando sus corceles para producir el diálogo entre el yo confesional del romántico y el paisaje que se adapta a las violentas imposiciones de los estados de ánimo. Los tripulantes, grabado de Miahle, sobre bueyes irritados jadean la caminata para llegar a Baracoa, pero quién puede conversar en ese infernal traqueteo del transporte y la vegetación, sin un resquicio por donde tenderle nuestra mano. En la Vista del puerto de La Habana, grabado de Garneray, los paseantes conversan entre sí, los aguadores y los dulceros desfilan también sin tiempo para la conversación y para el regodeo con la naturaleza en torno. En el cafetal La Ermita, grabado de Miahle, sólo hay un tiempo áureo para el refinado sembradío, no para el éxtasis con el aroma de la flor del café, donde Plácido hunde su anhelante respiración.
Mientras tanto, desfilan las aguas lentas, a veces graciosas, a veces el tedio rebaja la gracia, a veces con destellos sobresaltados, otras el sobresalto es sólo un ademán grotesco, del domesticado río de los poetas menores del romanticismo. Ya en las marianaidas de Desval, ninfas de los baños de Marianao, se enreda el cocuyo:
…el cucuí luciferó el espacio
De los humildes aires de la noche,
Con ráfagas de verde y de topacio,
Hiende volando temeroso el día.
Hasta el primo de Zenea, el profesor de contabilidad Ildefonso Estrada Zenea, se enloquece con el colibrí y lo chispea en un romancillo.
Volando de rosa en rosa
y de la acacia al jazmín,
su existencia primorosa
pasa alegre el colibrí.
Y ya cirniéndose al aire,
ya posándose en la flor,
con gentileza y donaire
convida su hembra al amor.
Con sus plumas de esmeralda
y su cuello de carmín,
en la pudorosa falda
de un celeste querubín.
Trisca, y al ver de su boca
la frescura y el color,
la liba con ansia loca,
porque la juzga una flor.
Pasa inquieto y revoltoso
dando un silbo de placer,
se le ve que huye dichoso,
quizá para no volver.
(Fragmentos de El colibrí, publicado en la revista El Colibrí, p.20, nº1, 1847).
Sólo los cubanos podemos pasar del colibrí «al tiempo hermoso en que murió mi hermano», de Federico Milanés. Esa tendencia muy nuestra de convertir en un Edén el tiempo transcurrido con los que ya están muertos. Es el tiempo hermoso, en que conocemos una totalidad de dichas, roto por la muerte, pero disculpado por ese tiempo hermoso y que es el único al que de verdad le reconocemos hermosura. Una de las causas por la que nuestro dolor se convierte en pertinaz e invisible melancolía, sobre ese fondo a veces nuestra alegría da un salto abigarrado, indescifrable tal vez para los ajenos.
Pasa también el cisne menor de Roldán, que le permite a un poeta mediocre entreabrir de pronto una décima que haría las delicias de Jorge Guillén o de Monseñor Ángel Gaztelu:
Sobre el cristal de una fuente
Sin guijas y sin espumas,
Tiende sus nevadas plumas
El cisne tranquilamente.
Erguido el cuello luciente
Se va impulsando tan leve,
Que apenas el agua mueve;
Y con gracioso donaire
A la voluntad del aire
Deja sus alas de nieve.
Y pasa también, cómo no dejarla pasar con el adecuado ceremonial, la fulgurante noche de la muerte, del soneto de Tristán de Jesús Medina. Viene a completar el Eros y el ludens, y si entre nosotros todo fulgura, por qué eximir de esa fulguración a la muerte, como la vida que cobran los metales al destellar o la frigidez de la fruta en la mañana que comienza lo invisible de la ambivalencia, el análogo que salta en forma de pez al lado de la barca de Amón Ra, hasta que logra saltar a la energía solar, traído por sus rayos comienza de nuevo a saltar en la vida.
Todos estos poetas menores del romanticismo le preparan un buen recibimiento al paisajismo de la pintura cubana en la segunda mitad del XIX. Es un paisajismo menor, gracioso, reiterado. Con su riachuelo, su guardarraya, su bohío entre dos palmeras, pero hemos acabado reconciliándonos con ese paisajismo minucioso, por el primor de la materia trabajada, por la continuidad de una vocación total, por el aprendizaje cuidado por las gracias. Chartrand en sus cuadros de mayor tamaño se disminuye con avalanchas verdeantes y atiborrados palmerales. Cuando ciñe sus pequeños cuadrados de madera y lentamente traza sus miniaturas, la materia se le rinde con cierta morosidad que nos atrae aún más bajo el cristal de la pátina donde regala sus delicias.
FLOR Y FRUTO. PINTURA Y POESÍA
En esa segunda mitad del siglo XIX, mientras la pintura muestra rasguños y balbuceos paisajistas, la poesía logra su plenitud al acercarse a la naturaleza, al esquivarla después, y por último en José Martí, donde ya la relación poesía-naturaleza alcanza su plenitud al ascender la poesía a propia naturaleza. Donde esa relación con el paisaje ya ni siquiera intenta proponérsela, pues en Martí el paisaje, en su Diario y en otros muchos momentos de su obra, es ya la cantidad hechizada por la poesía. Pero antes de llegar a esa plenitud, tenemos, oh Telémaco, que dar un rodeo donde hay muchas cosas sabrosas que contar.
Ningún paisaje de ese momento cubano ni siquiera puede remedar una mañana nuestra presentada por el Cucalambé, o el crepúsculo vespertino entrevisto por Zenea. La neblina que decapita el Cucalambé por la mañana, se evapora en azul del mar para formar los tintes vespertinos de Zenea. La energía solar en la nitidez de lo estelar o agrietando con su lanzazo lo telúrico, gana esa porción para la poesía, en un día nuestro. La mañana, la tarde están ya en la poesía en ese momento cubano, pero ni por asomo están en la pintura que se adelgaza como siempre que un virtuosismo europeo en manos de europeos, no de americanos, intenta lanzarse sobre el paisaje donde la naturaleza no es todavía cultura, es decir, donde hay que invencionar el paisaje con nuevos sentidos fabulosos, como ya vimos en aquellos dichosos cronistas de Indias, que no fueron pintores de dos dimensiones, pero que hicieron nacer una nueva expresión.
Ahora son unas manos en extremo delicadas, invisibles casi, su visibilidad reaparece por modo milagroso, las que logran una nueva dimensión para nuestra poesía. Es aquel nelumbio, flor con la que tiene semejanza según Martí, nadando oculto por el agua pero también nadando y ocultado por la noche. Es el silencio vegetativo, la gota que no se oye, la doncella dormida en la base de un árbol cuyas hojas caen con la lentitud del rocío sobre el río congelado. La rapidez inapresable de la paloma sobre la oscura mazorca de maíz. No es la noche con aquellos blandos animales, que aparecen en el sueño de sor Juana Inés de la Cruz, que duermen con una piedra entre las garras, para estar más de parte de la vigilia que de la lentitud suspendida de los humores. Es la noche del adormecimiento en el bosque de Luisa Pérez de Zambrana, de la penetración en lo oscuro como regida por una melodía inaudible que logra estremecernos. Es el vino que no embriaga y la miel que no cesa, de que nos hablan las Escrituras. Silenciosamente enlaza la noche con la oscuridad de la muerte. El destino la lleva sola y errante a vagar por el bosque oscurecido. Ella no ha buscado esa soledad y rehúsa un caminar errante, pero sólo le es permitido oír «un eco conocido que ha pasado en las alas del viento». Atraviesa el bosque en la noche para buscar la huella de unos pasos, pero los astros no duermen y su silencio borra las huellas de las pisadas: ¿qué pintura cubana de su época puede seguir esa excursión casi fantasmal de Luisa Pérez de Zambrana por la ingravidez de una noche que con un sosiego feérico desciende sobre el bosque hechizado? Pienso en estos momentos en La dama perdida en el bosque, del aduanero Rousseau. Igual zona de hechizos, igual absorto. Igual sobresaltado silencio para percibir las cascadas heladas, los pasos soplados para borrar las huellas, igual silencio moviendo las hojas. Ambos parecen oír con el brazo levantado a la abeja sumergida que lleva la gota de agua a la estalactita donde el río se enroscó como el sueño circular del tigre blanco en la eternidad.
ENTRECRUZANDO MIRADAS, LA NOVELA Y LA POESÍA BAILAN UN RIGODÓN Y LOS NEGRITOS SONRÍEN
Con este milagro de la poesía desaparece el paisaje en la literatura, todo paralelismo con el paisaje de la pintura se pierde. Llega para nuestra poesía una sacralidad en que el diálogo y la soledad se entrelazan, proyectan una sobrenaturaleza surgida de la imagen, creando una nueva realidad resistente como un cuarzo y configurando el instante como una flor que se rehace. La poesía se vuelve sobre sí misma para oír su propio silencio. Pero ese silencio ahonda más en la sucesión de sus poblados. Los campesinos amarran sus caballos en las estacas de jiquí, los palafreneros, encendidos sus hachones, llevan a los señores hasta el teatro o la casa donde se baila, ¿pero quiénes son los que bailan? Bailan la poesía y la novela, el rostro de una descansando en el hombro de la otra, las dos rodillas frotadas con sombría voluptuosidad. En el baile, la embriaguez y el azar se nivelan sin sobresaltos en la novela. Es el baile de la Cecilia Valdés, donde Domingo del Monte conoce a Rosita Aldama, cuya palidez parece que va a flotar como una paloma de cera en cada uno de los pliegues del vals. Desde el ingenuo baile donde Heredia gime sin esperanzas, hasta el orgulloso grabado Gran baile en el navío Isabel II, el 11 de abril de 1858, donde todavía las cubanas artizan sus abanicos para ablandar la marcialidad hispánica, entra un galán en metáfora de quinqué y se despide una dama en imagen de cuello termidoriano, la llama de la poesía y la sombra de la novela se entrecruzan y bailan también sus rigodones. Julián del Casal entrega en la guardarropía su capuchón de naipe marcado y se dirige a la casa del pintor Collazo. Se acerca con delectación a uno de los lienzos. Sobre una alta silla de mimbre, dama con igual palidez que Rosita Aldama, sentada, nos parece, de espalda al paisaje. Voluptuosamente su mirada juega por la terraza, palmerales de jardinería cercanos al mar. En el centro un jarrón alza en triunfo un monstruocillo terrestre ansioso de caminar dentro del mar como el caracol: la piña con su cabellera de ondina tropical. Fuerza la mirada: ¿qué es lo que ve? Ya Casal está muerto, pero vuelve a mirar y entonces ve a Juana Borrero pocos días antes de su muerte. La ve que pinta con la misma sabiduría que cuando tenía doce años. Ahora puede precisar por qué Sanz Cartas fue el primer maestro de la niña. Desfilan las miniaturas de Sanz, los dos cisnes que buscan la luz y los árboles donde por el entrecruzamiento de las hojas parece que la copa está llena de hadas y de mariposas. Las hadas que no se ven porque viven en la luz y la luz forma unas embarcaciones y las barcas están llenas de hadas que van desembarcando en la copa de los árboles. Y la niña las va desmenuzando entre su pulgar y su índice. Son palabras, son colores, son los escarchados que se cruzan en aspas sobre la muerte.
La más disciplinada voluptuosidad inteligente debe detenerse en los Negritos, de Juana Borrero. Se dice que este cuadro fue pintando en el sur americano, así lleva desde su raíz esa lejanía que necesita el cubano para acercar. Pero percibimos que lo mismo esos negritos podrían ser los hijos del palafrenero del doctor Borrero, o reírse de los que pasan, en una calle por donde pasan muy pocas gentes, podrían ser también los hijos del farero del Cabo de las Tortugas. Pero no importa. La primera fascinación que evaporan es el mantener tanto tiempo su sonrisa frente al pincel. Han logrado una especie de continuo de la sonrisa. Para lograrlo, tienen que haberse tomado sus precauciones. La boca se ha endurecido con innegable socarronería infantil, ofreciendo como una resguardada bahía a la sonrisa maliciosa y reservada a la vez. Vemos como una sonrisa que descansa en el rabillo del lince. Al centro se le acerca alguien que no sabemos si es un amigo emparentado con los niños o el mismísimo demonio que viene a tentar divirtiéndose. Parece traer una noticia de sorpresiva importancia o un simple aviso de retirada para un menester menor. Nos sobresaltamos un tanto, pues ese tentador o sencillo avisador, con la gorra cruzada, que parece que ha llegado corriendo y se ha detenido de pronto sin cansancio visible, nos recuerda al gran Meaulnes que llega sin avisar a la fiesta donde se le espera sin que él lo sepa. Pero su llegada que brota de una causalidad misteriosa, logra una adecuación de prodigio con la sonrisita que no se extingue, como una rima perfecta entre la gorra con la visera corrida hacia un lado de la cara y las piernas cruzadas de los garzones. Las vivencias profundas que produce la contemplación de los Negritos, son semejantes a las que produce la Gioconda. No creáis que deliro. Lo que en un sitio cualquiera puede intentarse con el enigma de una dama renacentista aislada en un coro de rocas, puede intentarse también en otro con enigmáticos negritos sonrientes, donde el coro de rocas está reemplazado por la indescifrable arribada de otro negrito con la gorra cruzada. Yo no hablo de la falsa categoría de lo cualitativo alcanzado en un arte, sino de las vivencias profundas que produce en el espectador el reto de las instantáneas aglomeraciones de lo que es verdaderamente configurador en el hombre. Leonardo creó esa familia de la sonrisa que no se extingue, tan resistente como las rocas cubiertas por el incesante devenir del oleaje, pero esa familia tampoco se extingue y sigue innumerables rutas como el arca de la alianza que encalla en cualquier arena. Y en esa familia está la sonrisa de nuestros negritos, conservada genialmente por Juana Borrero en el espejo del cuenco de su mano.
Por la tarde Casal desea ver a su amigo Ramón Mesa, quien tiene una meravigliosa colección de raras ediciones. Quiere enseñarle a Mesa el libro de estampas japonesas que ha adquirido con procedimientos de obsesión infantil. Ha pasado por la vitrina donde se exhibe el primor japonés, hunde sus manos en los bolsillos y comprueba la rasante ausencia de blanca. Pasa y repasa por la vitrina donde el retrato del shagun Taira ha logrado alucinarlo. Recibe su paga en La Caricatura, tiene la obsesión de que ya alguien lo ha hecho suyo, llega jadeante a la colección de estampas, no nos riamos, lo mismo hacían Renoir o Van Gogh, y comienza el repaso de la delicia. Las damas y los amigos saborean una taza de té en el Pabellón de la Vacuidad. Un entrante, Tokonoma, en la pared, reemplaza el wu wei de los taoístas. El kakemono fija lo visto agradablemente en la niñez. Se trata siempre de reemplazar en la cinta de las metamorfosis, de los cinco colores derivados del pájaro escarlata, que ondulan y gimen al fuego, por una visión placentera que nos fue regalada para siempre por el paideuma infantil. Siente que una cultura milenaria apoya las sustituciones de su poema, las paternidades del viejo sol reemplazadas por la luz de gas del microcosmos de su habitación, el oro de la mies pide tregua al oro grotesco de la cabellera teñida, los conjuros del ópalo en lugar de la serenidad irrefutable de los astros. Sabemos que saboreaba con delectación muchos poemas nuestros, por ejemplo. La bacante, de Luaces, o A Miss Lydia Robbins, de José Agustín Quintero. Pero aunque no lo sabemos con precisión le atribuimos la lectura de A Nise bordando un ramillete, que tiene que haber conocido como una agradable fatalidad de las cosas que por obligación llegan a nosotros. ¿Qué cubano ha dejado de leerlo desde la niñez? Y allí encuentra con sosegada sorpresa aquel vencimiento del abril por la espumosa encajería. La perennidad de las rosas del bastidor ante el temblor efímero de las rosas del instante, ¡qué delicia ese momento de nuestra poesía, en que al adquirir Casal con el avivado paideuma de su niñez una colección de estampas japonesas, lo lleva a recordar al Rubalcava del XVIII cubano, que humilló el abril de la naturaleza con un bordado que hizo retroceder a Flora!
EL VIENTO SE VISTE CON PÉTALOS Y HOJAS
La poesía se apodera de la sacralidad de la lejanía. Tanto Casal como Martí se quedan absortos ante la Orplid, la ciudad de las estalactitas, donde lo real y lo irreal se entrelazan en la lejanía que ondula. En la realidad, Casal rechaza a la más bella cubana de su época, para convertirla en materia de sus cantos tiene que disfrazarla de japonesa y verla desenvolverse en la galería de espejos de un baile. La realidad de Casal está en el disfraz y en el baile, la irrealidad de Martí está en que su imagen tiene que operar sobre la tierra prometida que le es negada y en la que únicamente puede encontrar los manantiales paradisíacos que lo colmen. Pero en ambos, realidad e irrealidad, y es ahí donde está la raíz de su sacralidad, en un grado muy superior desde luego en José Martí, tiene que actuar la imagen que devuelve la lejanía. Por eso al final Casal sólo tiene deseos de aniquilarse, y Martí cuanto más penetra en la muerte más cerca está de la Orplid, de lo real entregado como en una resaca por la lejanía. Parece oír de nuevo el aviso teresiano que le da la gravedad hispánica: ni por artificios humanos pretenda sustentarse, que morirá de hambre. Cuanto más avizora la muerte, Martí repite incesantemente que se siente como un niño, que lo tocan nuevas claridades, que camina en una calma gozosa, como los místicos orientales que ante las pausas silenciosas exclaman conteniendo la respiración: Dios es uno.
Alcanza la poesía en Martí la mayor dimensión de que ha disfrutado un cubano. La primera que se toca y descubre por aquellos españoles de ultramar como los llamaba Arango y Parreño, refiriéndose a los cubanos del XVIII, Zequeira, Rubalcava, saltaban galoneados a reforzar batallones dominicanos, o se iban a gobernar a Cartagena, o mostraban sus pelucas de oidor en las audiencias mexicanas. Otra dimensión añade el romanticismo herediano: el bosque norteño, el terror y la muerte en la lejanía. Con Heredia, la poesía se apodera de toda la concha caribeña. Santo Domingo, Venezuela, México, los Estados Unidos quedan señalados por la expansión de la poesía cubana. Martí trae la más grande dimensión, dilata el mar Caribe hasta abrirlo de nuevo al Atlántico, y a éste lo mete de nuevo en el Mediterráneo. Sus vivencias se proyectan en una dimensión colosal: La Habana, España, Francia, Inglaterra, los Estados Unidos, México, Guatemala, Venezuela, Haití, Santo Domingo y Santiago de Cuba. Ha completado un círculo y en su Diario comienza por poner pie en la arenera de las primeras fiestas americanas en el descubrimiento. Es lo que le faltaba para completar y al final ha edificado un círculo que lleva inscripto a la Tau de lo horizontal y lo vertical. Cuando muere, lo que queda es un almácigo con la Tau de lo estelar y lo telúrico, que aún reaviva y lanza una lengüeta de fuego que jamás será atravesada por el alfiler de oro de Fulvia Popea y que aún sigue siendo la más reverenciada y querida para la conducta secreta y las decisiones del día de la verdad en la muerte.
Martí también entra al baile, pero entra para bailar con la más fea, con la muerte. Pero en su caso la muerte es la más bella, pues la sacralidad de su poesía está en morir en su tierra, que es paradójicamente tocar su lejanía, parece tener en la reminiscencia aquel terror de los primeros siglos del cristianismo, de que el que muere fuera de su tierra no puede acudir a la resurrección en el valle del esplendor, en el camino de la gloria. El baile de los cazadores tiene algo de bairán hindú para hombres fuertes. La cazadora va disfrazada con un frac colorado y el cazador lo hace de vizconde pintado que ha reemplazado el hacha por la pandereta. Pero al final, pues siempre la extrañeza que se prolonga termina en el terror, Martí apaga las luces del baile con uno de los más deslumbradores y enigmáticos versos suyos: como delante de un ciego pasan volando las hojas. Esa metáfora está tan disfrazada como los personajes del baile, y su extrañeza nos produce también un terror suave. Una primera aproximación nos llevaría a contentarnos con que el ciego no ve, permanece indiferente, las volantes hojas. Pero si nos aproximamos con más temeridad a esos versos de Martí, derivamos que lo único que ve un ciego es que delante de él pasan volando las hojas. Aquí podemos rubricar lo que ya ha ido ganando Martí en relación con el primer romanticismo. Heredia, para llegar a la sublimidad terrífica, necesita del asordamiento de la gran catarata, pero a Martí le basta, con esas adquisiciones suyas que son para siempre, ver las indescifrables hojas que vuelan delante de un ciego, para mantener esa atmósfera de terror llevadero, pero igualmente enigmático que necesitamos a la salida de un baile. Otro de sus bailes, también en la lejanía, trascurre en el valle Tenochtitlán, donde entierra a una hermana. Siempre en Martí la tierra chupando la lejanía. Las manos como cortadas en un film de Eisenstein van dejando las pistolas y los puñales donde aún se abrillanta la sensual resistencia de las frutas. Pero una mano, que es la del Eros y la bondad enloquecidos, extrae de la canasta maldita la pistola con la que termina una inocencia. A la salida del baile, el trineo, la muerte. El trineo con el que se va de nuevo a una lejanía. Un latigazo, y la suavidad infinita de la nieve.
En esos momentos es cuando José Martí comienza a fijar la escritura dibujada de su Diario, que es para mí el más grande poema escrito por un cubano, donde las vivencias de su sabiduría se vuelcan en una dimensión colosal. Este poema únicamente puede ser comparado con las Soledades del viejo Góngora o con Las Iluminaciones o Una temporada en el infierno, del hechicero niño de la tribu, del arúspice furioso, del mejor lector del hígado etrusco, Rimbaud. En ese poema parece como si Martí hubiese terminado las dos Soledades que se le quedaron sin escribir a Góngora, la Soledad de las selvas y la Soledad del yermo. No me importa la diferencia de los estilos ni las apariencias del ceremonial, me refiero tan sólo a la cantidad hechizada. Y como los poemas que alcanzan esa calidad, en cualquier idioma, no pasan de los cinco personajes de una mano, nos obliga a compararlos y barajarlos. La cantidad hechizada comprendida entre «Lola, Jolongo, llorando en el balcón y un jarro hervido en dulce, con hojas de higo», es la misma cantidad comprendida en el paréntesis que va en las Soledades, desde (dando desde luego algunos tajos para desfigurar la escritura y descifrarla después) Pasos de un peregrino son errantes, hasta Perdidos unos, y a media rienda, / niega el sudor, niebla el aliento. Y Martí empieza a completar esa escritura dejada vacía por los clásicos. Nos va a dejar acabadas la Soledad de la selva y la Soledad del yermo. Góngora no podía escribir sobre esos temas, hay una fatalidad en lo que se escribe y en lo que se diserta. Y eso que faltaba en lo clásico hispánico, estaba reservado para un americano y para un cubano, la selva que necesita y el desierto que pregunta y la flecha de la soledad americana que le parte la cabeza.
LUCE EL MANJUARÍ ESCAMAS DE PIEDRA…
Para habitar esa cantidad hechizada, un poeta tiene que haber alcanzado la sabiduría, ¿pero qué clase de sabiduría estaba ya en Martí cuando muere? La verdadera sabiduría hay que establecerla a partir de la primitividad, del puer senex, de lo que hay de niño viejo en el hombre. La sabiduría en su esencia tiene un carácter cosmológico y tribal. Arranca del encantamiento de las primeras reacciones y de la indistinción en la aparente diversidad. En la pelotilla del infante y en el globo ocular cansado del venerable de la tribu, está ya la esfera aristotélica, está ya la sabiduría como caudal del río. Lánzanse salivazos, colillas de cigarros, ramajes secos, los animales ahogados en su morado crujiente, las hibernaciones de los organismos que descansan en sus profundidades, la conciencia vertebral de los peces movilizados en el instante de capturar sus reflejos, lo invariable de su lámina apariencial que oculta sus incesantes mutaciones, todo ello forma el caudal del río. En su fondo, la madre del río, secreto de su crecimiento, y encima lo estelar silencioso de los taoístas. Ese caudal del río es la riqueza que opera en la sabiduría. En Cuba solamente ha sido alcanzada la sabiduría por el taita, el negro esclavo al llegar a su ancianidad, y en la poesía de la sacralidad que culmina en José Martí. Estos estilos de sabiduría surgen del hombre que se desenvolvió en circunstancias extremadamente hostiles y de muy difícil desciframiento. En aquellos hombres de reacciones fulgurantes, regidos por cordones nerviosos en extremo sutiles como los insectos, que a la postre tenían que mostrar una decisión serena y un camino irrectificable. Cuando se llega a ser un taita, se ha sufrido mucho desde la niñez y su radio en el tiempo se proyecta desde los abuelos a los nietos que viven en la unidad de una estancia, ya sean cafetales, plantaciones cañeras o sembradíos extensos y sutiles. En sus ochenta años, el taita irradia como un monarca, su bastón es un espinazo de manjuarí, o en sus manos enarbola un gajo de naranjo. Aconseja, da la receta para cortar la fiebre y une el destino de los enamorados. Señala la llegada de las lluvias y el peligro de la calcinación por el rayo. Conoce el zumbido de la cañada del río y el relincho peculiar del caballo cuando se acerca enmascarado el ciclón. Señala la mañana para la recogida del sembradío y la de la maldición en la estación estéril. Dice la sentencia hermosa como una canción y el plañido para acompañar la caducidad inevitable. El que se le acerca siente que vuelve a nacer y oye en sus dictados a la pitia délfica que nos repite que lo bello es lo más justo y la salud lo mejor. El taita vive en una cabaña, apartado, con pequeños animales graciosos, y él mismo se hierve sus yerbajos para la incorporación deleitosa. Dice la palabra de prudencia o inicia la gran rebeldía. Es un rey, un sabio, un hechicero, cuando muere parece como si un toro benévolo se lo llevase de paseo a la región de los lagos.
La sabiduría del taita es la que ya Martí atesora en su Diario. La primera parte de esa escritura es para la sabiduría que lleva Martí. Su manera de aprender, el oído contra el viento. La lengua clásica que mueve es a veces como la de los cronistas. «El suelo, nos dice, de fango seco, se abre a grietas». El movimiento que como una cuña mete en las palabras, el verbo repite el sustantivo, como cuando lo que se dice está en su nacimiento. «Se abre a grietas», donde la lupa de un purista comprobaría una reiteración de entomólogo, Martí se niega a separar verbo y sustantivo, aunque los dos vayan en la misma dirección. Su lenguaje no es nunca aprendido, sino pintado como un garabato para ser reconocido por la siguiente caravana. Para acercar una sensación a la nuestra, dice que el limón se exprime en la uña de la mula, reemplazando casco por uña, para pegar más la sensación a la uña del hombre. Se encuentra con un pico roído de la época de Colón, que servía para las excavaciones de la Mina de la Bulla, formada del rumor de los indios al despertar para el trabajo. Y luego la alucinada evocación de la casa pompeyana, construida por cubanos de casa arrasada. No cree que el gallo se debilite porque coma arroz, pero lo mejor es que esté donde escarbe. Se encuentra con «un peregrino, que con su canturria dislocada tenía absorto al gentío». Martí encuentra el ensalmo, le habla el francés a chorros y lo reduce hasta la fuga. Se solaza con esa sabiduría y cuando no se le amiga sabe sacudirle la cabeza a la serpiente. En el otro Diario, está ya con los guerreros acampados a la sombra de las colinas. Su sombra se agranda cuando conversa cerca de la hoguera. Ve surgir el gigante de las ruinas, tal como lo vio Heredia, pero ya en Martí el gigante está reducido por la corbata que le ha hecho un niño. De pronto se oyen las reyertas de los reyes en la tienda maldita de Agamenón. Hay una página arrancada. Me detengo absorto ante ese vacío. Pero mi perplejo se puebla, allí están, uno tras otro, los tres negritos de Juana Borrero. La página arrancada ha servido de fondo a la sonrisa acumulativa e indescifrable del cubano.
Abril y 1966
ENLACES RELACIONADOS
Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Primera Parte.
Pintura preferida: Vieira da Silva y Balthasar Balthus (José Lezama Lima).
Introducción a José Lezama Lima (Manuel Díaz Martínez).
Lezama en mi memoria. Texto y dibujos de Ofelia Gronlier Lamar.
Vida de Lezama (José Agustín Goytisolo). Poema.
Los niños del pintor cubano Eduardo Abela.
La pintura de Wifredo Lam vista a través de los ojos de Fernando Ortiz.
Amelia Peláez. Ornamento y naturaleza muerta en la pintura (Robert Altmann).
Antología de la poesía en Cuba: 1800-1950.
Dulce María Borrero. «Horas de mi vida».
Crónica de Pascuas. La Navidad (José Martí).
«Versos sencillos» y «De versos sencillos» (José Martí).
Poetas cubanos de expresión francesa. 1. Emigrados.
Poetas cubanos de expresión francesa. 2: Heredia.
Poetas cubanos de expresión francesa. 3. Heredia y Price.
Poetas cubanos de expresión francesa. 4: Augusto de Armas y Armand Godoy.