LA SOCIEDAD EN LA CUBA ANTIGUA
«…Todo era extraño.»
Jonathan Jenkins
Los guajiros.
Del miniaturista norteamericano Jonathan Jenkins se sabe que nació en Gales, que fue juez, diplomático, cónsul y encargado de negocios en México. Y se sabe que arribó a Cuba en 1835 y que allí permaneció durante algún tiempo, llegando, incluso, a impartir clases de dibujo a las damas de la alta sociedad habanera.
Jonathan Jenkins comenzó a escribir las anécdotas de su estancia en Cuba en 1859, pero no fue hasta 1898, una vez fallecido el viajante, que se dan a conocer en el semanario The Century Magazine. Jenkins viajó a nuestra isla como pasajero en un buque de vela llamado Laura. Sus crónicas comienzan con esta travesía.
El texto que vas a leer a continuación es sabroso, como lo es un mango en su punto, y es ligero, como lo es una calesa tirada por un equino veloz. Te atrapa y te traslada al ambiente de la isla de principios del siglo XIX, donde conviven la Marquesa de Arcos y Juan Ravero, el bandolero más peligroso de su tiempo.
En La sociedad de la Cuba antigua se mezclan la lotería y los juegos de azar con los cangrejos piratas, los que dejan su concha-casa para resolver hazañas, concha que es «okupada» por otro que pasa, la mira y se cuela en ella… como si nada. Y encontrarás curiosidades de dos celebraciones importantes: La Semana Santa y el Día de Reyes. En la narración, todo lo que fue renace ante la mirada curiosa del lector.
La sociedad en la Cuba antigua fue traducida por el poeta Eliseo Diego (1920-1994) y publicada en la Revista Orígenes en 1949 —edición de Invierno—. La crónica se divide en varias secciones: La marquesa de Arcos; Loterías y juegos de azar; Cangrejos de tierra; Bandoleros; Fiesta de negros; Carnaval y Semana Santa.
Hago acompañar las escenas descritas por Jonathan Jenkins con los pasajes costumbristas y guasones del pintor bilbaíno, afincado en Cuba, Víctor Patricio Landaluze (1830-1889).
Sirvan los apuntes reunidos y las pinturas para descubrir las tradiciones de una época que, como pasado, es principio del camino que ahora transitamos. Sirvan para mirar lo que otros ojos vieron.
LA SOCIEDAD EN LA CUBA ANTIGUA
Salida de la Güira.
El primero de diciembre de 1835 embarqué en Nueva Orleans para La Habana, en el bergatín Laura, que mandaba el capitán Delgado. Éramos doce pasajeros, todos de complaciente y sociable disposición, lo que jamás es tan importante como cuando se viaja en buque de vela por los mares del trópico, a modo de antídoto para las muchas incomodidades.
Nuestro capitán era un español con mucho del Dolce far niente en su carácter. Parecía proponerse, más que lograr una rápida travesía, hacernos felices con sus corteses maneras y excelentes comidas. Lo que había yo previsto al seleccionar un barco español con preferencia a uno americano, ya que no aspiraba tanto a la rapidez como al confort. Los capitanes americanos son mejores marinos y poseen más energía y capacidad que los españoles; tal como nuestro pueblo se orienta más hacia el futuro en cada una de sus actividades, y los europeos viven en el presente y se apropian más de sus delicias.
La buena Laura trotó durante varios días a un paso seguro por las aguas quietas del Golfo, y ningún incidente extraordinario turbó nuestra serenidad hasta que, una noche, nos despertó un movimiento inusitado en la cubierta, interrumpido a intervalos por el canto despacioso del piloto diciendo las brazas a cada lanzamiento de la sonda. Andábamos en braceaje; se descubrió que el buque había derivado en exceso hacia el este, y que era posible que encallase en las Tortugas. Durante algún tiempo estuvimos en peligro de perdernos; pero afortunadamente descubrimos nuestras dificultades con la anticipación necesaria para evitar un naufragio, y todo vino a parar en aventura que rompe lo monótono del viaje.
Los indicios eran ya de que habíamos entrado en los trópicos y pronto alcanzaríamos nuestro destino. Por las noches el mar vasto parecía a ratos retener su aliento, y una intensa quietud se producía, rota sólo, a veces, por el murmullo de la proa o el soplar de las velas.
El firmamento muy claro era más profundo y oscuro, y las estrellas, aunque más brillantes y en apariencia mayores, lucían más lejanas. Por el día el aire era suave y teñido de púrpura y oro, casi opalino, y caía sobre el mar en una niebla diáfana a toda la extensión del horizonte. Me sentía como nunca antes. Todo esfuerzo, físico y mental, me era desagradable, y un mismo hechizo me llevaba al reposo y me hacía resignarme a su delicia.
Por fin, el 17 de diciembre, pasaba el Laura junto a los torvos castillos de la desembocadura penetrando en el puerto de La Habana, y una escena de encanto y novedad se desplegaba en torno nuestro. Las costas de mi propio país, la tierra del moderno progreso, quedaban a sólo unas leguas de distancia, mientras que aquí estaba yo, repentinamente, de vuelta en la Edad Media.
*
… Todo era extraño. Las calles no eran más anchas que veredas o pasadizos, y a cada lazo se alzaban sombrías paredes de piedra, atravesadas aquí y allá por aberturas que mostraban lo espeso de los muros y la penumbra interior; estas aberturas hacían las veces de ventanas, pero en lugar de persianas de Venecia, o de bastidores con cristales, había en ellas barras sonrientes, de modo que me estremecí creyéndome rodeado de prisiones.
En algunas casas sobresalía de las ventanas un balcón enrejado, que permitía vigilar la estrecha calle en amabas direcciones. A veces podía verse a una muchacha medio vestida que se asomaba a conversar con el ostentoso rondador de la calle, mientras la volanta de largo cuerpo, como un insecto enorme, pasaba rápidamente conducida por el calesero fastuoso. Estos singulares vehículos son una necesidad a causa de la estrechez de las calles. El traje de los blancos era de lino delgado, blanco y de apariencia muy fresca, con anchos sombreros de paja. Los trabajadores negros iban tan desnudos como lo permitía la decencia, y completamente desnudos los niños negros de menos de diez años.
Como pintor de miniaturas mi mayor deseo era el de aprender rápidamente el idioma, y así extender cuan amplio fuese posible el círculo de mis conocidos.
Me alojé en casa de Mr. Fin, manufacturero de cristalería fina, a cuyas exhibiciones acudía lo mejor de la sociedad de La Habana; y de esta forma, en poco tiempo, conocí a cientos de personas y disfruté de la oportunidad de escuchar el más concreto castellano.
Hallé al caballero español galante y cortés hasta el escrúpulo; si bien, quizás, resultaba todo ello en exceso elaborado y formal para ser sincero, perdiéndose así la impresionante gracia de la cortesía genuina. Las señoras eran muy airosas, con la seguridad y elegancia de movimientos que la danza confiere al cuerpo; pero su preparación mental no estaba a la misma altura. Sus maneras francas pronto seducen al extranjero, y el americano cree sentir que las ha conocido durante años. Pero el estilo de ambos sexos, sin embargo, se ofrece al espectador como la exhibición de una fórmula brillante para la que se fue entrenando desde la niñez, hasta convertirla casi en naturalidad. Los americanos tienen las coyunturas demasiado rígidas y son demasiado puritanos en sus maneras para pretender siquiera una imitación.
Dama a caballo.
UNA NOBLE DAMA DE CUBA: LA MARQUESA DE ARCOS
Una de mis primeras discípulas fue la Marquesa de Arcos, ejemplo de una de las familias más antiguas y nobles de Cuba, y madre del actual (1859) marqués de ese nombre.
Esta venerable y estimada señora era tenida por una de las mejores personas de la comunidad. Distinguiéndose a la vez por su elegancia social y sus virtudes, poseía una justificada influencia y muy bien puede decirse que era ella quien regía la sociedad de su tiempo. Aunque contaba ya cincuenta años de edad parecía mucho más joven. El nombre de soltera de la Marquesa de Arcos era el de Peñalver. A los veinte años había quedado viuda con una gran fortuna y dos hijos, un varón y una niña. Esta había madurado con la rica belleza de la mujer que tan semejante es a las deliciosas frutas tropicales de su tierra.
Su hermano, el conde de Peñalver, era dueño del Jardín del Obispo, uno de los más exquisitos refugios de los alrededores de la ciudad. Había sido en otro tiempo la residencia del obispo de España, quien empleó grandes sumas en cultivarlo. Se halla a una tres millas de La Habana, en un hermoso valle; las tierras son extensas y sombreadas por mangos, árboles del pan y la majestuosa palma real. Bajo esta fronda el hechizado paseante es sorprendido aquí y allá, en las vueltas de los senderos, por las estatuas de mármol.
Una corriente de agua clara recorre en curso serpentino este lugar fantástico; a su orilla descienden anchos escalones de mármol, y los lirios de agua alzan casi hasta la mano sus flores blancas. Extraños pájaros tropicales destellan entre los árboles, y un espíritu de paz parece descansar en la silvestre quietud. Se dice que costó muchos cientos de miles de dólares.
La marquesa era una buena lingüista y hablaba el francés y el italiano además de su propio idioma; si bien, por haber sido alemanes sus maestros, con un acento extranjero. No intentaba hablar el inglés, aunque había tomado lecciones durante varios años y entendía la estructura del idioma.
Ocurrió un incidente afortunado para los dos. Habiéndose enfermado mi intérprete, William, fui solo a su residencia. Me recibió a la puerta de su gabinete, preguntándome, tan bien como pudo, por el intérprete. Le hice entender que estaba enfermo, pero que, puesto que ella sabía un poco de inglés y yo un poco de español, me parecía que podíamos pasarnos sin William hasta que se repusiese. De este modo, por necesidad, hizo ella el esfuerzo de hablar inglés, con tan buena fortuna que desde entonces continuamos enseñándonos mutuamente. La noble dama se hallaba ansiosa de aventajar en conocimientos a sus compatriotas, y como poseía un fino gusto hizo rápidos progresos, dejándome una alta opinión de sus cultivadas facultades.
En cierta oportunidad expresé mi sorpresa de que a su edad quisiese aprender una lengua extranjera. Replicó: «Si estudiando el idioma inglés durante tres años puedo adquirir la habilidad necesaria para traducir un solo libro al español, me sentiría bien recompensada». Le rogué que me dijese el nombre del libro. El paraíso perdido, replicó. Nada podría mostrar tan perfectamente como esta aspiración su entusiasmo y sincero gusto por lo bueno y lo bello.
Gracias a la amistad de esta señora vinieron a ser mis discípulas las hijas del Conde de Filomeno y de otras familias de la nobleza, hasta el extremo de que estaban ocupadas todas mis horas, en provecho mío y, tengo razones para creerlo, con utilidad para mis discípulas.
Hallándome de este modo en estrecha relación con los jóvenes, se me invitaba con frecuencia a los festejos que ofrecían las nobles familias, en los que siempre se me recibía como a distinguido visitante. Los españoles tienen en gran estima el arte de la pintura, y sitúan a sus adeptos en la jerarquía de los príncipes, como los antiguos griegos hacían con los dioses.
En estas reuniones festivas la buena Marquesa de Arcos conversaba en inglés conmigo, y aunque mucho había que se me escapaba, contestaba yo siempre aunque fuese a la ventura, de modo que los presentes se admiraban de su inmenso talento y expresaban su satisfacción en frecuentes alabanzas. Es digno de mencionarse que esta señora no hacía uso del tabaco en forma alguna, lo que era una distinción cuando todas fumaban, las más bellas y bien nacidas tanto como las pescadoras del mercado.
Cuando un conocido visita una residencia privada se le ofrecen tabacos en una bandeja de plata; si es amigo íntimo, una de las muchachas de la familia, llamada doncella, enciende un tabaco y, dándole unas cuantas chupadas para que prenda bien, graciosamente lo ofrece al visitante. Si se trae la guitarra, como ocurre con frecuencia (pues hay una en cada casa), y el huésped sabe tocarla, la doncella le mantiene encendido su tabaco y a cada pausa de la música se lo alcanza amablemente. Esto puede ocurrir varias veces durante la velada, y la amistosa ceremonia resulta bien agradable cuando el tabaco viene de los redondos labios de una rica belleza española recién madura; pero en todo caso debe aceptarse cortésmente.
El gallero.
LOTERÍAS Y JUEGOS DE AZAR
Llaman la atención del forastero, en La Habana, los vendedores de billetes de lotería que se detienen en las esquinas con un par de tijeras en una mano y las hojas de billetes en la otra, dispuestos a cortar cualquier número que deseen los compradores. Son diestrísimos, y capaces de convencer al crédulo de que es posible obtener una fortuna con el sistema. Estas loterías oficiales son uno de los grandes males del país, especialmente para los españoles, que al parecer son jugadores natos, y para quienes posee un irresistible encanto el azar de los dados, las cartas y los billetes de lotería. Todas las clases de La Habana los juegan habitualmente.
Día de Reyes en La Habana.
CARNAVAL Y SEMANA SANTA EN MATANZAS
Regresé a Matanzas al principio del Carnaval. Es esta una ocasión de inusitada alegría en todos los países católicos, y especialmente en Cuba, donde los tres días de mascarada presentan una sucesión de las más grotescas escenas. No menos de seis o siete mil personas se reúnen en los teatros y demás sitios de esparcimiento en Matanzas, y hay una continua corriente de visitas y de amigos que bromean con amigos a través de toda la ciudad. En estas ocasiones la máscara es una protección perfecta, no importa dónde, siendo castigados con una fuerte multa y prisión los que se atreven a quitarle a alguien el disfraz.
Sólo a unos directores o regentes corresponde el derecho de quitar la máscara, derecho que se ejercita únicamente cuando quien la lleva se comporta con grosería o se sospecha que no sea blanco; en cualquiera de estos casos los directores conducen al sospechoso a una estancia privada y hacen allí su examen.
La mascarada es un espectáculo de gran novedad para el extranjero. La maravillosa variedad de los extraños disfraces, que representan todas las cosas imaginables, la prisa demente y el tumulto, la más excéntrica conducta, forman un conjunto indescriptible. Muchos que no pretenden ser más que espectadores usan un dominó o máscara abierta de alambre, que no esconde las facciones, sino que simplemente los pone al unísono con la ocasión.
Deseoso de unirme a la mascarada me disfracé de estudiante de la Universidad de Salamanca, aunque en aquel momento no tenía idea de representar al personaje.
Tomé mi guitarra y me incorporé a una partida similarmente provista. Se preguntaban quién sería el desconocido y con ellos me fui al teatro, donde representaban un funeral burlesco de Don Carlos con extraordinaria animación.
Un costado de la galería estaba ocupado por ingleses y americanos, unos residentes de la Isla, otros visitantes.
En el palco del Sr. Shoemaker, el cónsul americano, había diez señoras que me pidieron, por intermedio del cónsul, que tocase la guitarra. Subí al palco, hice una reverencia, y canté, en inglés, La tierra del extranjero, acompañando mi canción con la guitarra. Esto excitó grandemente su curiosidad, pues por mi traje juzgaban que era español.
Gran variedad de opiniones despertó la cuestión de mi identidad: algunos decían que era americano porque hablaba el inglés tan bien; otros afirmaban con igual certeza que era español, porque tocaba la guitarra; y todos trataban de aclarar a preguntas mi secreto. Canté entonces otro aire inglés, Qué música de hadas, y una de las señoras me rogó que cantase Hogar, dulce hogar. Después de esto una partida de americanos me persiguió de palco en palco, vanamente tratando de descubrir al extraño.
Muchas otras diversiones están asociadas a esta ocasión, tales como las corridas de toros y las peleas de gallos, de modo que la gente que exhausta hacia el final de las fiestas. En marcado contraste con tanta alegría están las solemnes ceremonias de los tres días de la crucifixión.
Durante este tiempo se observa la más absoluta quietud, como si un entierro general afectase a todo el país. Pasados los tres días la resurrección se anuncia por el profundo tañido de las campanas, y todos los hombres, mujeres y niños se precipitan a las calles armados de pequeñas matracas, metiendo cuanto ruido les es posible, hasta que el resonar de la alegría llega a ser como si se hubiesen soltado todas las langostas de Egipto. Sigue a esto la ceremonia de quemar a Judas en efigie. Se coloca una figura de ese notable, rellena de explosivos, sobre un poste del que pende un cordel, que luego se arrastra una o dos yardas por el suelo. A intervalos se sujetan cohetes. Se aplica fuego al cordel, que se enciende, y los cohetes explotan hasta alcanzar a Judas, que estalla entre los gritos y maldiciones de la multitud.
Muchas figuras semejantes arden en distintas partes de la ciudad. Algunas contienen una maquinaria interior para producir efectos muy elaborados; generalmente son propiedad de los sacerdotes, y se les coloca sobre un campanario u otro lugar elevado. Se exhiben varias otras escenas de la Pasión —los azotes, la jornada del Calvario, la Coronación de Espinas—, y todas estas representaciones materiales impresionan al pueblo poderosamente.
Dos hombres conversando en el camino.
CANGREJOS DE TIERRA
Estas criaturas son mayores que los cangrejos de mar, y viven enteramente sobre la tierra. Corren a gran velocidad, aventajando aún al caballo. En ciertas épocas del año emigran en inmensos cuerpo de un costado a otro de la Isla, formando columnas que a veces alcanzan la media milla de ancho, y que son de una densidad tal que pueden detener a un carruaje en el camino que atraviesen.
Las columnas sobrepasan cuantos obstáculos encuentran en su línea de marcha, incluso altas montañas. Se supone que el instinto de reproducción impulsa sus migraciones, ya que los cangrejos buscan la orilla del mar, depositan allí sus huevos y se despojan de sus viejas conchas. Son tan comunes en los alrededores de la ciudad de Matanzas que sus habitantes reciben a menudo el apodo de cangrejos. Se les encuentra con frecuencia en las casas, y en ocasiones debajo de las camas.
Existe otra especie de cangrejos que emprenden marchas similares a través del país en inmensos cuerpos. Se les llama piratas a causa de una curiosa costumbre. Esta criatura posee la habilidad de desprenderse de su concha, que, por alguna razón, deja a veces temporalmente; y mientras la casa está así vacante, otro, al pasar, introduce su cuerpo, la cola primero, en la concha vacía, apropiándosela.
Las cuatro generaciones.
BANDOLEROS
Como ya apunté anteriormente, la sociedad de Cuba se hallaba en el más tumultuoso desorden cuando Tacón fue nombrado Capitán General.
Audaces y despreocupados bandoleros infestaban, día y noche, las carreteras más frecuentadas. Su atrevimiento y descaro llegaron a ser tan grandes que no se podía viajar por el país sin peligro, y a menudo perseguían a sus víctimas hasta las mismas ciudades. Esto era cierto hasta el extremo de que una general sensación de inseguridad invadía a todas las clases del país, y eran afectados por igual los negocios y el placer. Los audaces bandidos colgaban de los árboles más conspicuos, a lo largo de los caminos públicos, letreros como este: dinero o mutilación, de modo que quien se veía en la necesidad de viajar ponía siempre algún oro en la bolsa para los desesperados.
El más notable y audaz se llamaba Juan Ravero. Este infortunado fue al principio un mero salteador de caminos; pero gradualmente organizó una banda de la que se hizo jefe, aunque aún entonces solía acometer solo sus hazañas. Sus muchos hechos de sangre y atrevidas bellaquerías hicieron de su nombre el terror del país. Hasta tal punto se le temía que no era posible encontrar quien tuviese el coraje necesario para intentar su captura, aun cuando se exponía temerariamente, entrando sin encubrirse en la ciudad, y, en una ocasión, echándose a dormir sobre el mostrador de un almacén de pueblo, no obstante el hecho de que en aquellos momentos se ofrecía una recompensa de tres mil dólares por su cabeza. Tal era el terror que inspiraba que nadie se atrevió a ganarlos.
*
A veces Ravero desaparecía por una temporada de los sitios que acostumbraba frecuentar, marchándose a las desiertas regiones del partido de Simonal.
Allí vivía con una muchacha en una cabaña de montero. Enfermó ella cierta vez, y Ravero visitó a un vecino plantador de café para pedirle ayuda. Este caballero le envió bondadosamente auxilio, sin soñar siquiera que su visitante era el jefe de los bandidos.
Algún tiempo después fue atacado en el camino, cerca de su casa y en pleno día, por unos ladrones que rápidamente lo despojaron de su bolsa. En ese instante apareció Ravero a caballo, y les ordenó que desistiesen y le devolviesen su oro, y que en lo futuro no lo molestasen jamás.
El capitán de bandidos preguntó entonces al campesino si lo reconocía. Respondió este que no. Ravero dijo: «¡No me conozcas nunca!» Y procedió a recordarle la caridad que le había hecho cuando su familia necesitó auxilio, concluyendo que ahora estaba pagada la deuda.
Tacón se hizo el firme propósito de aniquilar estas bandas de merodeadores, y nombró capitanes de partido a los hombres más bravos y enérgicos de que disponía, cuidando especialmente de que estuviesen libres de toda sospecha de complicidad con los ladrones.
El capitán Martínez fue nombrado jefe del partido de Guanracano, y la banda de Ravero, temiendo su vigilancia y coraje, desertó gradualmente hasta casi dejarlo solo. Puede que haya un honor entre ladrones, más Ravero tenía sus motivos para temer que fuese precisamente alguno de sus antiguos seguidores quien primero intentase ganar la sustanciosa recompensa por su captura, ya que conocían mejor que nadie sus costumbres y refugios; y por tanto estimó prudente abandonar la Isla con cuanta rapidez fuese posible. A este objeto visitó una noche la finca de Don Julián Alfonso, solicitando una entrevista. Concedida esta, dijo:
«Soy Juan Ravero». (Don Alfonso se sobresaltó con la noticia). «No se alarme; no traigo mala intención. Se me persigue como a una bestia salvaje, y más tarde o más temprano han de cogerme. Deseo que me procure usted pasaje para Nueva Orleans».
«Así he de hacerlo».
«Entonces pongo mi vida en sus manos», dijo el bandido.
Don Alfonso fue a Matanzas, hizo las necesarias diligencias y regresó, instruyendo a Ravero sobre lo que tenía que hacer; y de este modo escapó el azote de Guanracano.
En Nueva Orleans vivió apaciblemente, prosperando en la manufactura del tabaco; pero suspiraba por los peligros y sobresaltos de su antigua vida indómita. Al cabo de un año regresó a Cuba, y se hizo al camino, solo, como un Ismael, la mano de todo hombre contra él y su mano contra todo hombre. Triunfó durante algún tiempo.
Sobre un caballo entrenado y fogoso, de gran velocidad y resistencia, pasaba de una parte del país a otra.
Por fin, cerca de Matanzas, en el camino de La Habana, atacó, precipitándose de repente desde un un grupo de arbustos, a un carpintero vizcaíno que iba a su trabajo en una próxima plantación de azúcar, en compañía de un negro que se había entretenido, haraganeando, a cierta distancia.
El vizcaíno y Ravero iban a caballo. Aquél era un hombre poderoso, y en la lucha cayeron ambos a tierra. Entre tanto el negro se había acercado, y como llevan siempre un machete se preparaba para auxiliar al carpintero, que le gritaba que rebanase al bandido; pero el negro dudaba, temiendo herir a quien no debía. Otra vez le rogó el carpintero que hiriese, y así lo hizo, alcanzando a Ravero con dos golpes en la nuca, que le lastimaron las vértebras. Se separaron entonces los combatientes, refugiándose Ravero entre los arbustos, y sentándose al pie de un árbol.
El vizcaíno pronto informó de su encuentro al capitán del partido, que inmediatamente partió, en compañía de un pelotón de hombres armados, en persecución del bandido. Hallaron a Ravero donde lo dejó el vizcaíno, sentado como en estupor de sus heridas. El capitán le preguntó:
«¿Quién eres?»
«Juan Ravero», fue la seca respuesta.
«¿Te rindes?»
«No mientras viva».
El capitán dio orden de fuego, y cinco balas lo atravesaron. Echaron el cuerpo sobre una mula y lo llevaron a Matanzas, donde se congregaron miles a mirar el cuerpo sin vida de quien fue el terror de la región.
Preparándose para la fiesta.
FIESTA DE NEGROS
Los negros tienen diversiones que les son peculiares, y que disfrutan grandemente. La fiesta de Todos los Reyes, el 12 de enero, es un día tan especialmente consagrado a sus festividades como la Navidad es para nosotros una ocasión de ilimitada alegría.
Los negros de distintas tribus africanas se mezclan en una saturnalia grotesca, señalada por la más absoluta extravagancia de los disfraces, que representan todas las salvajes invenciones de pájaros, bestias o demonios que la bárbara imaginación puede concebir, acompañadas de frenéticos gritos y gestos. De este modo se revelan el tumultuoso espíritu y las desenfrenadas costumbres de los africanos.
Las sirvientas, más sumisas y civilizadas, rebosantes con todos los primores que en ellas colgaron sus jóvenes amas, rechazan al principio las galanterías que les ofrecen sus fornidos y rebrillantes admiradores; pero pronto la naturaleza se impone a sus remilgos y su barniz de civilización, y ya a la noche se las puede ver mezcladas en la salvaje danza, tan audaces y bárbaras como los demás desenfrenados, haciendo las más espantosas muecas, traspasados sus adornos de polvo y sudor, y ellas mismas medio muertas con la excitación y el esfuerzo.
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Watson y el tiburón (John Singleton Copley). Todo comenzó en el puerto de La Habana.
Crónica de Pascuas. La Navidad (José Martí).
Lo negro y lo mulato en la poesía cubana.
Rine Leal, la dramaturgia negra y «La selva oscura».
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