LA SONRISA DE EVARISTO

«Las circunstancias… palabras vacías de sentido con que trata el hombre de descargar en seres ideales la responsabilidad de sus desatinos».
Mariano José de Larra

La sonrisa del chino de madera, posado en la estantería de las revistas del corazón, le provocaba escalofríos: los incisivos superiores eran demasiado largos y daban a la figura un aire perverso. Evaristo llevaba mucho rato esperando en la consulta, había manoseado todas las publicaciones y las piernas comenzaban a adormecérsele debido a que las sillas eran demasiado bajas.

Evaristo tenía la dentadura picada y de un tono amarillo mostaza, las encías le sangraban y su boca despedía un olor molesto. El paciente se había enamorado de la vedette que aparecía en todos los carteles que cubrían las vallas publicitarias de las estaciones de metro y de los centros comerciales de su ciudad. Aquel pelo rubio y sedoso, aquellos ojos claros, fríos y de largas pestañas, aquella cinturita fina, aquellas piernas interminables y envueltas en seda china… lo habían obnubilado. Tenía que conocerla, tenía que conseguir que ella fijara su mirada en él. Allí se quedaría hasta que el dentista lo atendiera.

—¿Falta mucho? —preguntó a la secretaria con voz impaciente.

—En nada lo atiende el doctor. Es que hoy vamos con cierto retraso por culpa de…

Evaristo salió con un presupuesto en la mano y una fecha para comenzar las sesiones que le devolverían una sonrisa de cine. El presupuesto era, en verdad, muy elevado. El hombre no tenía cash, ni casa propia, ni… Evaristo sólo tenía una pensión de jubilación y sus valiosos volúmenes, pues había dedicado su vida a libros raros y descatalogados.

Un sudor frío recorrió el cuerpo del bibliófilo de camino a casa. El precio a pagar por una nueva dentadura era mucho más alto que el presupuesto que el doctor le había entregado: tenía que agregar al importe de la factura el desconsuelo por la pérdida de sus libros, porque, en un acto impulsivo, Evaristo decidió vender su biblioteca para continuar con su imprudente plan.

El hombre obtuvo la sonrisa que deseaba y, además, un traje a medida, una corbata de Hermès, unos zapatos de charol —de dos tonos— y un asiento centrado y en primera fila. ¡Qué suerte para Evaristo! En cuanto la actriz apareciera en el escenario él estrenaría su sonrisa y el flechazo surgiría. El hombre había depositado en sus resplandecientes dientes el éxito de su conquista.

Por fin llegó el día del estreno. Por fin se abrió la taquilla. Por fin Evaristo se sentó en su silla. Y sonó el primer timbre, el que avisa a los distraídos de que es hora de ocupar sus butacas. Pasaron los minutos y un segundo timbre sonó, el que anuncia que comienza la función. Las luces se apagaron, los murmullos cesaron y el telón no se alzó. Sonó un tercer timbre (nada habitual) y las cortinas de terciopelo drapeado dieron paso al escenario. No había tramoya, ni actores, ni música… Una intensa luz blanca enfocaba a un hombrecito trajeado, que con voz aflautada y algo nervioso anunció:

—Señoras y señores, una infección bucal severa ha hecho que nuestra queridísima Marlene Dietrich perdiera sus dientes en el día de ayer. Debo informarles que se suspende la función, pues no es posible que pueda asumir sus compromisos. Por favor, vayan saliendo. En caja se les devolverá el importe de las entradas —acompañando al empresario estaba una figura de cartón, tamaño natural, que mostraba a la actriz con su boquita de corazón.

Cuando ya el público se había marchado, Evaristo continuaba clavado en su butaca. Verlo producía el mismo escalofrío que el chino de madera, de incisivos demasiado largos, que decora la antesala de su odontólogo.

—«Si quiere, llévese el corpóreo» —le ofreció el hombrecito, con voz de pito, antes de hacer mutis por el foro.

Evaristo había perdido todo… ¡por nada!

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