LA TORMENTA

«Si uno desea percibir lo invisible, que observe lo visible».
El Talmud

 

LA TORMENTA

Y habló la tormenta.

Por entre las hojas, recién retoñadas, corre un muchacho sollozando su angustia —el arado ha quedado enterrado en el fango.

¿A dónde huye su beso?

La tormenta destruyó a los héroes. Sus almas yacen atrapadas en las piedras de los ríos, agonizan en los precipicios, se enredan en las raíces de los árboles.

¡Aromas de sangre esparce hoy el viento fiero!

Mire usted mismo, si no me cree. Observe el asombro congelado en el rostro del maestro que sermonea palabras sin eco.

¿Qué pasó con la herencia que nos legó el hombre que durante siglos construyó primaveras? «Erase una vez…», así comenzaban los libros de historia, sobados por ojos vírgenes ávidos de audacias. Así fue en las épocas anteriores a la tormenta.

Por entre las hojas verdes, recién retoñadas, corre el infeliz muchacho. Corre a la velocidad del rayo que estalla en las huellas de sus pisadas. Él, errante desorientado que huye hacia el infinito, no se ha percatado de la sombra del cóndor que vuela sobre su cabeza. Y lo vela. Y lo alumbra con sus ojos diligentes.

Porque él, el muchacho que atrapó a la paloma y la encerró en un recuadro, ese que hoy huye de la tormenta, es la voz que anuncia al mundo que el hombre es el héroe de Dios. Pero como no ha leído, como nadie se lo ha dicho… ¡no lo sabe!

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