LEWIS CARROLL. EL REY ROJO DE MIS CUENTOS

«En respuesta a tu pregunta ¿qué fue, para usted, el Snark? puedes contestar a tu amiga que, para mí, el Snark no fue más que un Bujum. Confío que tanto ella como tú quedéis ahora enteramente satisfechas y felices.
No recuerdo que tuviera otra intención cuando lo escribí; pero desde entonces la gente ha tratado de encontrar secretas intenciones en el poema.»
(A Mary Barber, 12 de enero de 1897.)

La estrecha amistad que tuvo Lewis Carroll con niñas de entre seis y doce años es el motivo que da alas a las murmuraciones que lo acusan de intenciones deshonestas. No creo en esas insinuaciones de pedofilia que algunos lanzan contra él con alboroto malsano. Ninguno de los agravios es respaldado por hechos demostrables.

Hoy quiero dedicar esta entrada al autor que convirtió mis horas de lectura juvenil en momentos inolvidables. Y para ello, para homenajear al autor de Alicia en el País de las Maravillas, Alicia a través del espejo, Silvia y Bruno, La caza del Snark  y de las divertidas historias acumuladas en las cartas que enviaba a sus pequeñas amigas, he seleccionado, para dejarlas aquí y compartirlas con ustedes, algunas de las misivas dedicadas a su público infantil y, también, algunos de los testimonios que las destinatarias de dichas misivas escribieron al fallecer aquel al que siempre consideraron amigo. Estas cartas tienen un valor indiscutible, no sólo por lo que acabo de apuntar, por los micro-cuentos que en ellas aparecen, sino también por las anécdotas que aportan y que sirven para comprender el afán de Carroll por no desprenderse del universo infantil.

Sidney Owen.

Es cierto que Lewis Carroll se «chiflaba» —expresión suya— por las niñas. En una carta enviada a la pequeña Nellie Davis en 1897, un año antes de él fallecer, el escritor se enorgullece de haber entablado amistad con unas trescientas chicas —creo que el mundo onírico de Lewis Carroll hubiese sido imposible sin ese contacto con el universo infantil, pues de él se nutría.

Carroll reconoció, en más de una ocasión, su gusto por las matemáticas, la fotografía y las niñas. Lo más representativo de su literatura estaba dedicado a su público infantil y este lo sabía. Las cartas que las chicas le escribieron demuestran el cariño que ellas sintieron por él. Además, dicha correspondencia evidencia, y este es un dato muy importante que los perversos suelen obviar, que la relación epistolar entre el escritor y las menores era sabida y autorizada por sus tutores.

Evelyn Wilson.

Las niñas con las que Lewis Carroll entabló amistad eran las hijas de sus amigos y las fans de sus libros. Esas niñas tenían hermanos con los que el escritor también se relacionaba, aunque no intimaba con ellos. Es probable que Carroll evitara el contacto frecuente con varones para evitarse disgustos, pues en su época lo que resultaba llamativo no era que un señor tuviera relaciones con una menor, sino con un menor. Y, seguramente, también encontró la mentalidad infantil de las muchachas más compleja y, por eso, más atractiva.

Leamos la opinión que Albert Coote (1868-1938), hermano de dos de las niñas más cercanas a Lewis Carroll, tenía del escritor:

«Mr. Dodgson solía colocarse entre bastidores, y todos los niños en el teatro lo adoraban. Recuerdo bien que mis hermanas, Carrie y Lizzie, y yo pasamos en Oxford un día entero con él, enormemente entretenidos con su colección de elaborados juguetes mecánicos. Los ejemplares firmados de sus libros y las fotografías que me dio figuran entre mis más preciados tesoros (…) Ninguna de sus excentricidades nos resultaba risible, tal vez porque entre niños no se mostraba excéntrico, o es posible que tuviera el cerebro de un hombre excepcionalmente inteligente con el corazón de un niño normal. No olvidaré la mañana que nos subió a mi hermana y a mí a la Torre de Londres, y lo fascinados que estábamos al escuchar las historias que nos contaba sobre la Torre y sus famosos prisioneros. Ahora sospecho que muy pocas debían de basarse en hechos estrictamente históricos, pero es incuestionable que a cualquier niño le hubieran encantado…»

Las taimadas lenguas se apoyan, para embarrar el nombre del escritor, en la gran cantidad de retratos fotográficos que el autor de Alicia hizo a sus pequeñas amigas. Mas lo que esas malas lenguas ocultan es que esas fotografías se hicieron, repito, con el consentimiento expreso de los progenitores; la amplia correspondencia que se conserva así lo demuestra.

Entre los muchachos que acompañan a Carroll están Alice y Gertrude, niñas que se carteaban con él.

Las fotografías de Lewis Carroll nos ofrecen estampas de niñas en poses artísticas —el resultado es una imagen a medio camino entre la ingenuidad y la sensualidad—. En la gran mayoría de ellas, las menores aparecen vestidas, aunque también existen algunas en las que posan ligeras de ropa o, incluso, desnudas —desnudas, que me conste, se conservan cuatro y una de ellas, la más polémica, es de autoría más que dudosa.

Lewis Carroll solicitaba por escrito autorización para hacer las fotografías y recibía las respuestas por escrito. En su petición pedía que se le precisara el mínimo de ropa que las menores podían tener a la hora de posar. Nunca mercadeó con las imágenes y, que se sepa, nunca pagó por obtenerlas. Ah…, y cuando recibía un no por respuesta, y recibió alguno para retratos al desnudo, lo respetó.

Me cuesta mucho ver en la relación de Lewis Carroll con sus «niñas amigas» el abuso físico y psicológico implícito en todo acto pederasta. Hay que situarse en la Inglaterra victoriana, donde las niñas desnudas eran símbolo de inocencia y donde un comportamiento considerado amoral era severamente condenado por la sociedad. Si aceptamos que Carroll fue un pedófilo, entonces tendremos que acusar a los padres de las criaturas de consentidores o imbéciles.

Beatrice Henley, hija del vicario de Putney.

Esas niñas crecieron, se hicieron mujeres y no renegaron de la amistad que mantuvieron con el escritor. Si se hubiesen sentido violentadas, ¿no lo hubieran denunciado al convertirse en adultas? No hay más que leer los testimonios escritos por ellas a la muerte de Lewis Carroll para confirmar el cariño y la gratitud que le profesaron. Así finaliza Enid Stevens sus recuerdos:

«… Nuestra feliz camaradería era más bien como la de una nieta con su abuelo queridísimo. No me di cuenta entonces —sólo ahora— de cuántas joyas iba derramando para entretenerme. Sé ahora que nuestra amistad fue probablemente la experiencia más valiosa de mi larga vida, y que influyó en mi actitud mucho más que cualquier otra que tuviera desde entonces —y que fue absolutamente positiva—. Su expresión sólo brotaba libremente cuando caminaba con una niña de la mano: una de ellas ahora reconoce la deuda a su memoria que jamás podrá pagar.»

En una carta enviada el 26 de mayo de 1879 a la señora Mayhew, madre de una de las retratadas, Lewis Carroll confiesa lo que busca en la fotografía:

«Yo soy un fotógrafo amateur, con un profundo sentido de admiración por la forma, en especial la forma humana, y una persona que cree que eso es lo más hermoso que Dios hizo en la tierra.»

El escritor compró su primera cámara oscura en el año1856, en pleno boom de ventas de la máquina. Doce años después, cuando se mudó a su residencia definitiva, mandó a construir en la azotea de su vivienda un enorme estudio donde colocó un amplio ropero con una gran variedad de trajes y de complementos, pues disfrazaba a sus modelos para las sesiones fotográficas.

Es evidente que Lewis Carroll sentía pasión por la fotografía, como el resto de sus contemporáneos impresionados ante aquel descubrimiento que les abría nuevos horizontes —Carroll no sólo fotografió a menores, su álbum es de temática muy variada.

Sé que algunos creen ver tristeza en los rostros infantiles fotografiados por él y que se apoyan en las expresiones de las niñas para dar consistencia a sus desafortunadas teorías. Pero no todo lo que parece es. En la época en la que Lewis Carroll se dedicó a la fotografía se utilizaba la técnica al Colodión húmedo.

La técnica al Colodión húmedo se popularizó a partir de 1851 y requería, para que la imagen no saliese borrosa, que el retratado permaneciera sin moverse durante una media de cuarenta y cinco segundos. ¿Se imaginan lo que es tener que estar sin pestañear durante casi un minuto, pues muchas veces se requería de más tiempo para conseguir una imagen nítida? Eso explica la falta de naturalidad en los rostros de las niñas de Carroll… y de cualquier fotografiado de esa época.

Lewis Carroll se describió a sí mismo como un «animal epistolar». Escribió miles de cartas y recibió otras tantas. Escribía a editores, ilustradores, amigos, familiares, abogados… Son cartas minuciosas hasta el aburrimiento. Llegó a reunir veinticuatro tomos con entradas y salidas de las correspondencias que enviaba y de las que recibía —este registro epistolar, que realizó con meticulosidad de relojero, desgraciadamente, se ha perdido.

Amy Hughes.

¡Ah!, pero las cartas escritas a las niñas vuelan solas. Son alegres, están llenas de acertijos, ejercicios deductivos, historias imaginativas. La gran mayoría de ellas, incluso, se leen como pequeñas historias de ficción. Son cartas escritas y pensadas para ellas, sus pequeñas amigas, y van firmadas, en su gran mayoría, no con su seudónimo literario, sino con su nombre y sus apellidos.

En la época en la que Lewis Carroll vivió no se cuestionaba y, por tanto, no se castigaba la atracción sexual que podía sentir un adulto por los niños. Lo que hoy en día es un delito, en aquellos tiempos se enfocaba desde la medicina; los que sufrían «debilidad mental», nombre con el que se designaba esta patología, eran, incluso, compadecidos.

No es hasta 1886 que encontramos el primer estudio sobre diferentes tipos de perversiones sexuales. Psychopathia Sexualis estudia el interés de los adultos en jóvenes prepubescentes. El ensayo de Richard von Krafft-Ebing no estuvo a disposición del público, fue destinado a consulta de jueces y médicos.

Los niños y niñas del siglo XIX no tenían más derechos que los que el adulto les otorgara. En España, no es hasta el año ¡2004! que el Código Penal recoge la ley contra la pornografía infantil y los delitos sexuales contra niños y niñas.

Creo que Lewis Carroll buscó sombra para su espíritu en la ingenuidad, la honradez, la picardía y la frescura infantil. No tuvo la misma relación con las adolescentes porque a las jóvenes tenía que tratarlas marcando las distancias, aceptando los formalismos que la sociedad victoriana imponía, que las chicas casaderas ya practicaban y que él sobrellevaba mal. Creo que buscaba en la infancia la espontaneidad, la imaginación y el trato franco que ella nos regala. Así se explica Lewis Carroll:

«Por lo general una niña se convierte en un ser totalmente distinto cuando se transforma en mujer; entonces también nuestra amistad debe adaptarse a esta evolución, lo que se traduce en el paso de una intimidad afectuosa a relaciones de simple cortesía consistentes en el cambio de una sonrisa o de un saludo cuando nos encontramos.»

Irene Macdonald, 1863.

Los diarios de Lewis Carroll son su mayor defensa, en ellos está la parte arropada en el todo. Es cierto que Carroll fue un hombre complejo, pero no se dedicó a traumatizar niñas. El escritor tuvo una vida más allá de sus amistades infantiles y esa vida puede leerse en sus diarios.

Pienso que Carroll compartía con su Reina las bondades de «vivir al revés». Quizás porque así el Rey Rojo podía soñar su sueño. Jorge Luis Borges, gran admirador de la obra de Lewis Carroll, comparaba al autor de Alicia con Narciso. Borges decía que Lewis se contemplaba en las niñas. Yo añadiría que más que en las niñas, Lewis Carroll se buscaba en el ideal de niña que él modeló.

Y a aquellos que quieren ganar su minuto de fama a costa de sembrar la duda, de dañar el nombre de un hombre que ya no existe, que por vender un libro y por abrirse un hueco en el mercado son capaces de convertir sus sospechas en afirmaciones —porque les sale gratis, porque el difamado no puede defenderse, porque confunden moral con negocio—, los agracio con mi más absoluto desprecio.

He seleccionado, para esta entrada, cinco cartas del epistolario que Carroll mantuvo con sus pequeñas amigas. Son variadísimos los temas de las mismas, pues el escritor buscaba cualquier pretexto para comunicarse con ellas. Y ponía tanta fantasía en lo escrito que las cartas pueden leerse, como he señalado, como pequeños y divertidos cuentos. También he escogido el testimonio de tres de las niñas más queridas por Carroll. Estos recuerdos vieron la luz a la muerte del escritor y están llenos de anécdotas interesantes y de palabras afectuosas dedicadas a su amigo.

Para comprender de dónde le viene al autor su gusto por las epístolas dejaré aquí una de las cartas que su padre le envió cuando aún no existía Lewis Carroll, cuando era solamente Charles Lutwidge Dodgson. Voy a empezar por esta última, porque creo que la relación con su padre es la nuez que hay que partir para entender su obra. Cuando leas la carta del padre, dime si no intuyes en ella el mundo de Alicia.

Acompaño los textos con algunas de las fotografías que Lewis Carroll hizo a sus «niñas amigas». Las primeras cuatro cartas van con el retrato de la destinataria de la misiva. La quinta carta, por no encontrar ninguna foto de Agnes Hull, la escolta una de Alice Liddell, la chica que le inspiró Alicia.

Y al final del todo, te dejo un álbum de fotografías hecho en vídeo que encontré en YouTube. ¡Viva por siempre el Rey Rojo, mi Rey de Corazones!

El tío de Lewis Carroll, Hassard Dodgson, con su familia.

CARTA DE CHARLES DODGSON A CHARLES LUTWIDGE DODGSON

Mi queridísimo Charles:

Siento mucho no haber tenido tiempo de contestar a tu carta. No puedes imaginarte qué alegría tuve al recibir tus letras y puedes confiar en que no me olvidaré de tu encargo. En seguida que llegue a Leeds vocearé en mitad de la calle: «¡Ferreteros, ferreteros!». Seiscientos hombres saldrán apresuradamente de sus tiendas: volarán, volarán en todas las direcciones; repicarán campanas, llamarán a los guardias, prenderán fuego a la Ciudad… QUIERO una lima y un destornillador y un anillo, y si no me los traen en seguida, en cuarenta segundos, no voy a dejar con vida en toda la ciudad de Leeds más que un sólo gatito, y eso, me temo, por no tener tiempo de matarlo. ¡Cuántos gritos entonces! ¡Se tirarán de los pelos! Cerdos y bebés, camellos y mariposas, rodando juntos por la cuneta; saldrán viejas despedidas por las chimeneas, y detrás suyo vacas, patos ocultos en tazas de té, gansos gordiflones procurando introducirse en los plumieres… Al final, en un plato de sopa, aparecerá el alcalde de Leeds, cubierto de crema y todo picado de almendras para tener la apariencia de un bizcocho y poder así escapar de la horrorosa destrucción de la Ciudad. Pero ¿y su esposa? Ahí va, a salvo en su propio acerico, con un emplasto encima para mejor ocultar su joroba, y con todos sus hijos, setenta y ocho pobres e indefensas criaturas, metidos en su boca y ocultos tras sus dobles dientes. Luego viene un hombre, que llora y gime dentro de una tetera: «¡Ay! He perdido el burro. Estornudé, y del pitorro de la tetera se cayó en el dedal de una vieja: ¡el pobre!, cuando se lo ponga morirá reventado».

Al final me trajeron las cosas que había pedido, y entonces perdoné a la Ciudad y envié en cincuenta vagones, bajo la protección de diez mil soldados, una lima, un destornillador y un anillo como regalo a Charles Lutwidge Dodgson de su afectuoso papá.

Ripon, 6 de enero de 1840
(Cuando recibió esta carta, Lewis Carroll tenía ocho años.)

MISIVAS ENVIADAS POR LEWIS CARROLL A SUS NIÑAS AMIGAS

Mary Macdonald (1853-1878).
(La niña era hija del escritor y poeta escocés George Macdonald, amigo personal de Luis Carroll. Fue fotografiada en varias ocasiones.)

A Mary Macdonald
Christ Church, Oxford
14 de noviembre, 1864

Mi querida Mary:

Érase una vez una niña que tenía un viejo tío cascarrabias (sus vecinos lo llamaban Cascajo, fuera cual fuera el significado) y la niña le había prometido copiarle un soneto que Mr. Rossetti había escrito sobre Shakespeare. Bueno, pues ella no lo hizo, y al pobre anciano la nariz se le hacía más y más larga, y la paciencia más y más corta, y correo tras correo pasaba sin que llegara el soneto… Lo dejo aquí para explicarte cómo se enviaban las cartas en aquellos tiempos: no había verjas, por tanto los buzones de correo no podían estar fijos en ellas; en consecuencia, si querías enviar una carta tenías que atarla al buzón de correos que fuese en esa dirección (sólo que a veces cambiaban de idea, lo cual era un fastidio). A eso se le llamaba «enviar una carta por correo». En aquellos tiempos hacían las cosas de modo muy sencillo. Si tenías mucho dinero, excavabas en un banco de arena y lo metías rápidamente en el agujero: a eso se le llamaba «ingresar dinero en el banco», y la gente se quedaba tan ancha. Y el modo de viajar era el siguiente: había raíles a todo lo largo del camino; te subías a ellos y caminabas guardando el equilibrio lo mejor que podías, hasta caerte (lo que ocurría muy pronto). La gente se iba así entrenando, en lo que por eso se llamaba «viajar en tren». Y volviendo a la niña perversa, su final fue que vino un gran LOBO negro y… preferiría no seguir, pero nada quedó de ella salvo tres huesecillos.

Sin comentarios. Es una historia mas bien horrible.

Tu querido amigo,
C.L. Dodgson

Agnes Hughes (1861-1948).
(Hija del pintor e ilustrador Arthur Hughes, miembro de la Hermandad Prerrafaelita. Agnes tenía una hermana, Amy, también fotografiada por el escritor.)

A Agnes Hughes
¿1871?
(En carta anterior, Carroll le cuenta a Agnes que le han visitado tres gatos tan desagradables que tuvo que defenderse con un rodillo y dejarlos «como un hojaldre.»)

Mi querida Agnes:

Más acerca de los gatos. Naturalmente no los dejé tirados en el suelo como flores secas, no: los recogí y los traté con la máxima amabilidad. Les puse, a modo de cama, un portafolio, pues ya te imaginas qué incómodos habrían estado en una cama auténtica: estaban demasiado delgados. Se sentían perfectamente a gusto entre las hojas de papel secante, y cada cual tenía como almohada un limpiaplumas. Bueno, entonces me fui a la cama; pero primero, por si querían llamar durante la noche, les dejé las tres campanillas de la cena.

Tú sabes que tengo tres: la primera (que es la más grande) se toca cuando la cena está casi preparada; la segunda (bastante más grande que la primera) se toca cuando está totalmente lista; y la tercera (que es tan grande como las otras dos juntas) se toca mientras dura la cena. Bueno, les dije que las tocaran si querían algo… y, como se pasaron toda la noche tocando las campanillas, supongo que querían algo, pero yo estaba demasiado dormido para atenderlos.

A la mañana siguiente les di jalea de cola de rata y mantequilla de ratón para desayunar, y reaccionaron con el mayor disgusto. Querían un poco de pingüino hervido, pero por supuesto yo sabía que no les iba a sentar bien. Así que me limité a decirles: «Id a Finborough Road, n.º 2, y preguntad por Agnes Hughes: si ella es realmente buena con vosotros, os dará algo». Entonces les estreché la mano, les deseé buena suerte y los conduje a la chimenea. Parecían muy apenados de irse y se llevaron consigo las campanillas y el portafolio. No los eché de menos hasta que se habían ido, y entonces yo también me apené y deseé que me los volvieran. ¿A qué se refiere «los»? Da igual.

¿Cómo están Arthur, y Amy, y Emily? ¿Siguen corriendo arriba y abajo por Finborough Road, y enseñando a los gatos a ser amables con los ratones? Me gustan mucho los gatos de Finborough Road.

Dales mi cariño.

¿A quién se refiere «les»?

Da igual.

Tu afectuoso amigo,
Lewis Carroll

Beatrice Hatch (1869-1975).
(Beatrice tenía dos hermanas, Ethel y Evelyn, las tres eran fans de Carroll. A Evelyn le debemos la primera recopilación de las cartas de Carroll a sus pequeñas amigas. Su padre, teólogo y profesor en Oxford, era amigo de Lewis Carroll.)

A Beatrice Hatch
Christ Church, Oxford
13 de noviembre, 1873.

Mi querida Birdie:

Me la encontré en las inmediaciones de Tom Gate, caminando muy tiesa, y creo que intentaba dirigirse a mi apartamento. Así que le pregunté: «¿Cómo es que vienes sola, sin Birdie?» Y ella me contestó: «¡Birdie se fue! ¡y también Emily! ¡y Mabel no es cariñosa conmigo!» Y dos lágrimas como de cera corrieron por sus mejillas.

¡Pero qué estúpido soy! ¡Si aún no te he dicho quién era! Era tu nueva muñeca. Yo estaba muy contento de verla y me la llevé al apartamento, y le di de comer unas cerillas y de beber una taza de cera derretida, pues la pobre, después del largo paseo, tenía un hambre y una sed enormes. Así que le dije: «Ven a sentarte junto al fuego y charlaremos más cómodos». «Oh, no! ¡mejor no! ¡Ya sabe que me derrito muy fácilmente!» Y me obligó a llevarla al otro extremo de la habitación, donde hacía mucho frío; y entonces me sentó en las rodillas y se abanicó con un limpiaplumas, porque dijo que temía que se le empezara a derretir la punta de la nariz.

«No tiene usted idea del cuidado que hemos de tener las muñecas. Imagínese, una hermana mía se acercó al fuego para calentarse las manos, ¡y la derecha se le desprendió! ¡Fue una auténtica desdicha!»

«Si dicha mano se le desprendió —le dije—, no me extraña que se sintiera desdichada. Y eso es además típico de la derecha».

«¿Y por qué no de la izquierda, Mr. Carroll?», preguntó la muñeca.

Yo le contesté: «Por ser mucho más hábil con el fuego: tiene lo que se dice mano izquierda».

Replicó la muñeca: «No tiene ninguna gracia. Es un chiste muy malo: ¡a cualquier vulgar muñeca de madera se le ocurriría uno mejor! Y además, tan rígida y dura me han hecho la boca que ¡ni aunque me lo propusiera podría reír!»

«No te pongas de mal humor —le rogué—. Y dime una cosa. Voy a dar a Birdie y a cada uno de los niños una fotografía, la que elijan. ¿Cuál crees tú que elegirá Birdie?» «No sé —contestó la muñeca—: mejor será que se lo pregunte a ella».

Así que me la llevé a su casa en un coche de punto. ¿Cuál crees que te gustaría más? ¿Arturo como Cupido?,  ¿o Arturo y Wilfrid juntos?, ¿o tú y Ethel como niñas mendigo?, ¿o Ethel de pie sobre una caja?, ¿o una de ti?

Tu afectuoso amigo,
Lewis Carroll

Alexandra Kitchin (1864-1925).
(La llamaban Xie. Carroll la fotografió muchas veces. Era hija de un amigo suyo y ahijada de la futura reina Alejandra.)

A Alexandra Kitchin
Christ Church, Oxford
21 de agosto, 1873

Mi querida Xie:

¡Ah! ¡Los pobres Hugh y Brook! ¿Has olvidado que tienes tres hermanos? ¿Es que no tienen derecho, ellos también, a escoger fotografías? Dije: «Los niños», es verdad. Pero tú dirás tal vez que Herbert y tú sois los únicos dos niños y que ellos son dos pequeños ancianos. Bueno, bueno, quizá tengas razón, y en ese caso ¡qué les va a importar la fotografía!; pero, en fin, yo diría que su aspecto es muy joven.

Al día siguiente de tu visita, pasé por vuestro jardín y vi al perrillo ir de un lado a otro y se volvió para husmearme. Yo me acerqué a él y le dije: «¡Eso de ir husmeando a las personas mayores no es signo de buena educación!» Los ojos se le llenaron de lágrimas y me replicó: «¡No lo husmeaba a usted, señor! Lo hacía para no llorar.» «¿Y de qué lloras, perrito?», le pregunté. Con las patas se enjugó las lágrimas y añadió: «Por mi Ex…» «¿Por tu extravagancia te has arruinado?», pregunté. «Si es eso, voy a darte un consejo para no ser extravagante: no gastes ni un céntimo». «No, es otra cosa —dijo el pobre—. Es por mi Ex…» «¿Porque se ha ido tu excelente dueño y señor, Mr. Kitchin?» «¡No! —agregó—. ¡Déjeme acabar! ¡Es porque Exie se fue sin darme un beso!» «Bueno, ¡tampoco es para tanto! —le consolé—. ¡Un beso sólo es un beso! ¡No es un hueso!»

«Es cierto —dijo el perro—, no es un hueso…»

«Ahora, dime la verdad —le pregunté—. ¿Qué prefieres? ¿Xie o un hueso?»

Se lo estuvo pensando un rato y me contestó: «Es un uasó (ya sabe, eso significa «pájaro» en francés), porque Xie vuela y desaparece; ¡pero no es tan sabrosa como un hueso!»

¿Qué te parece la conversación? ¿Interesante? Dime qué fotografías eligieron Hugh y Brook. A ellos mi cariño, y a Herbert y a ti una minúscula tajadita.

Muy afectuosamente tuyo,

C.L. Dodgson

Alice Liddell (1852-1934).
(En esta niña se inspiró Lewis Carroll para crear su «Alicia» y a ella está dedicado el libro. Era hija del decano de Christ Church y tenía dos hermanas, Lorina y Edith, también amigas de Carroll.)

A AGNES HULL
Christh Church, Oxford
19 de febrero de 1882

Queridísima Aggie:

Me acabo de dar («¿puede uno mismo darse algo?», te preguntarás, «porque para que uno dé algo tiene que haber otro al que dar; ¿y cómo puede ser dado a uno lo que a uno ya no le pertenece?», a lo cual contesto: «si nos ponemos a discutir desde el mismísimo comienzo de la carta, ¿cómo diablos vamos a concluirla?») un plazo de quince días para comprender el sentido exacto de la carta de Jessie; pero tras no pocas angustias, me veo forzado a desistir y acudir a ti en busca de explicación. Jessie afirma (en respuesta a mi observación sobre la «inclinación» de las casas en tus dibujos —asunto que más concierne por supuesto al arquitecto que al artista—: si las casas se construyen inclinadas, ¿qué puede hacer el artista sino dibujarlas tal cual?): «Agnes no dibuja casas sino cabezas, y las cabezas siempre se inclinan del lado que es debido». Y ahí está el origen y la causa de mis angustias.

¿Hacia qué lado debe inclinarse una cabeza? Veo venir tu respuesta: «Si me ofrecen confites, mi cabeza se inclinará hacia delante; si es un cigarro, se inclinará hacia atrás; si me dejan elegir entre hacer o no los deberes, se inclinará hacia la derecha, y si de una manzana cogen la mitad y me preguntan cuál me queda, se inclinará hacia la izquierda.» Todo eso está muy bien, pero sólo muestra hacia qué lado se inclina tu cabeza, no hacia cuál debe inclinarse. Por tanto, ya es hora que arrimes el hombro y me ayudes a salir de este atolladero, meditando con un dedo en la frente (de acuerdo al ademán canónico de Shakespeare) sobre tal abstruso problema: coge luego papel y lápiz y dame por escrito la explicación. Cuando sepa a qué lado debe inclinarse la cabeza, ya no tendré que seguir privándome de la luz del día sino que podré atreverme a pasear con plena libertad por Hight Street… porque al fin sabré qué posición ha de adoptar mi cabeza. ¡Ay, qué sufrimientos! Dile a Jessie, sin embargo, que la perdono; y considérame tu cariñoso y fiel amigo,

C.L.D

Nota: Agnes Hull (1867-1936) fue una de las niñas preferidas de Lewis Carroll. A ella le escribió un cuaderno con acertijos y poemas que no se conserva. No he encontrado ninguna fotografía suya.

RECUERDOS DE NIÑAS QUE YA NO LO ERAN CUANDO ESCRIBIERON SUS TESTIMONIOS SOBRE LA RELACIÓN QUE MANTUVIERON CON LEWIS CARROLL

Gertrude Chataway (1866-1951). Dibujo de Lewis Carroll.
(Fue una de sus amistades más duraderas. A ella dedicó su poema «La caza del Snark».)

GERTRUDE CHATAWAY

Conocí a Lewis Carroll en Sandown, pueblo costero de la isla de Wight, el verano de 1875, cuando yo era muy niña.

Nos habían llevado allí para cambiar de aires, y teníamos por vecino a un señor mayor —en todo caso a mí me lo parecía— que me interesó profundamente. Él salía al balcón, unido al nuestro, aspirando el aire marino con la cabeza echada hacia atrás, y bajaba las escaleras para pasear por la playa, con la barbilla en alto, apurando la fresca brisa, como si nunca tuviera suficiente. No sé por qué suscitaba esto en mí tanta curiosidad, pero recuerdo bien que siempre que oía sus pasos, volaba para verlo llegar y, cuando al fin un día me habló, mi alegría fue completa.

Así nos hicimos amigos, y al poco tiempo, el interior de su casa me resultaba tan familiar como el de la mía.

Yo tenía la afición normal de los niños por los cuentos de hadas y maravillas y, naturalmente, su facultad para contar cuentos me fascinó. Solíamos estar horas seguidas sentados en los peldaños de madera que de nuestro jardín conducían a la playa, mientras me contaba los más deliciosos relatos que yo pudiera imaginar, no pocas veces ilustrando a lápiz las situaciones más apasionantes a medida que avanzaba.

Una cosa que hacía sus historias particularmente atractivas para una niña era que a menudo se las ingeniaba para reanudar el hilo de su relato a partir de una observación: una pregunta mía podía aportarle toda una nueva serie de ideas, de forma que una tenía la impresión de que, en cierto modo, había contribuido a crear la historia y le parecía su propiedad. Sus cuentos eran los más deliciosos disparates que una pudiera imaginar y, naturalmente, al oírlos, me regocijaba. Su vívida imaginación volaba de un asunto a otro y en ningún momento se sentía atado a las leyes de la verosimilitud.

Para mí todo esto era perfecto, pero lo asombroso es que él nunca me pareciera cansado o deseoso de otra compañía. Le hablé de ello una vez, cuando fui mayor, y me dijo que su mayor placer era conversar libremente con una niña, y sentir las profundidades de su mente.

Solía escribirme, y yo a él, después de ese verano, y la amistad, así iniciada, perduró. Sus cartas constituían una de las mayores alegrías de mi niñez.

En mi opinión, nunca llegó a comprender que nosotras, a las que había conocido de niñas, podíamos dejar de serlo. Hace pocos años estuve con él en Eastbourne, y a su lado me sentí niña una vez más. Nunca pareció darse cuenta de que había crecido, excepto cuando se lo recordé, y entonces me comentó simplemente: «Da igual; para mí seguirás siendo una niña, aunque tengas canas».

Edith Blakemore (1872-1947).
(La llamaban Dolly. Se conservan varias cartas del escritor a la niña y de esta a Carroll. También se conservan cartas del escritor a la madre de la pequeña.)

ISA BOWMAN (1874-1958)

(Debido a la extensión de este texto sólo transcribo una parte. Quizás, en otro momento, dedique una entrada del blog a todo el documento —incluido el diario que él redactó para ella y que recoge una de las visitas de la niña a Oxford en 1888—. Isa Bowman es la destinataria de «Silvia y Bruno» y representó el papel de Alicia en la versión teatral de Henry Savile Clarke. No he localizado ninguna fotografía de esta chica, así que acompaño el texto con el dibujo que Carroll hizo a Edith Blakemore.)

(…) Por la mañana me despertaban las campanadas de «Great Tom», convocando a Oxford a iniciar el nuevo día. Aquellos tiempos eran muy dichosos y su recuerdo aún perdura conmigo. En la época en la que me refiero, Lewis Carroll tenía dos minúsculas habitaciones torreadas, una a cada lado de la escalera en Christ Church. Siempre me decía que cuando creciera y me casase me daría las dos habitaciones para que, si alguna vez discrepaba con mi marido, pudiera cada cual retirarse a una torre hasta que hiciésemos las pases.

¡Y qué habitaciones las suyas! No creo que para uno niño haya existido un país de hadas semejante. Estoy segura que contenían una de las mejores colecciones de cajas de música del mundo (…) A veces una de las cajas de música no funcionaba bien, y eso me excitaba tremendamente. El tío iba al cajón de la mesa, sacaba una caja de destornilladores y punzones pequeños y, mientras yo estaba sentada en sus rodillas, destornillaba la tapa y extraía las ruedas para ver de qué se trataba. Debía de ser un hábil mecánico, porque el resultado era siempre el mismo: tarde o temprano volvía la música. A veces, cuando las cajas de música habían dado todas sus melodías, las ponía dentro de la caja al revés y tanto a él como a mí nos encantaba el efecto cómico de la música «cabeza abajo», según decía.

Había otro juego maravilloso que a veces me presentaba y que se llamaba «El Murciélago». El techo del cuarto en que vivía entonces era muy alto y se ajustaba a la perfección a los propósitos de «El Murciélago». Era un juego ingeniosamente construido con gasa y alambre, que realmente volaba por la habitación como un murciélago. Actuaba mediante una pieza en espiral elástico y podía volar durante cosa de medio minuto.

Este juego, de tan natural, me daba cierto reparo, pero también una terrible alegría. Cuando ya empezaba a cansarme de las cajas de música, él se levantaba de la silla y me miraba con una sonrisa comprensiva. Incluso antes de que empezara a hablar, ya me sabía de antemano lo que se avecinaba y me ponía a dar saltos.

«¡Isa, querida —solía decir—, había una vez uno que se llamaba Bob el Murciélago! Y vivía en el cajón superior izquierdo del escritorio. ¿Qué podía hacer él cuando el tío lo hacía girar?»

Y entonces yo me ponía a chillar jadeante: «¡Ni más ni menos que VOLAR!»

Bob el Murciélago tenía muchas aventuras. No había forma de controlar la dirección de su vuelo, y una mañana, una calurosa mañana de verano en que estaba de par en par abierta la ventana, Bob salió volando fuera al jardín y aterrizó en una fuente de ensalada que llevaba un criado al cuarto de alguien. El pobre se asustó tanto ante la repentina aparición del ser volador que dejó caer la fuente y se rompió en mil pedazos.

¡Vaya! Ya escribí «en mil pedazos», y una impremeditada exageración de este tipo era algo que detestaba Lewis Carroll. «¿En mil pedazos?», me habría dicho; «tú sabes, Isa, que si una fuente se rompiera en mil pedazos, estos serían tan minúsculos que a duras penas podrías verlos».

Recuerdo qué incomodado estuvo una vez cuando, después de un baño matinal en la playa de Eastbourne, exclamé: «¡Oh, esta agua salada me vuelve el pelo tan tieso como un atizador!»

No sin cierta irritación me subrayó que no hay pelo de niña capaz de volverse tan tieso como un atizador. «Si hubieras dicho «tan tieso como alambres» habría sido más verosímil, pero aún eso sería una exageración». Y entonces, viendo que yo estaba un poco asustada, me dibujó la imagen de «la niña llamada Isa cuyo pelo se transformó en atizadores porque ella siempre exageraba las cosas.»

Evelyn Hatch (1871-1951).
(Como más arriba tienes la fotografía de Beatrice Hatch, utilizo ahora la de su hermana Evelyn, la responsable de la primera antología de las cartas de Carroll destinadas a sus pequeñas amigas.) 

BEATRICE HATCH

(…) Es desde el punto de vista de una «niña amiga» que deseo trazar un esbozo de Mr. Dodgson, y mostrar algo de lo que fue realmente, no como profesor o matemático, sino como amigo.

Son muchísimas las que podrían trazar de él un retrato similar, pues jamás, seguramente, hubo un hombre que entablara más amistad con las niñas que él, durante las dos primeras partes de su vida. En su última etapa no incrementó mucho el número de sus amistades, pero siguió honrando con el título antiguo a las «niñas amigas» de los pasados años, incluso aunque en ellas la niñez ya hubiera quedado muy lejos. ¡Los niños no compartían este honor, ni los bebés! Eran sólo tolerados por amor a sus hermanas. Estas, pequeñas o grandes, en seguida accedían a su amistad. Unas veces en la orilla del mar, otras en un vagón de tren, se iniciaba un poder magnético que, en muchos casos, duraba toda la vida.

Mr. Dodgson era incapaz de perder la menor ocasión para hablar a una niña, y con su atractivo conquistaba los corazones, y generalmente las lenguas, de quienes conocía (…).

Acertijos y problemas de todas clases constituían para él una delicia. Muchas noches de insomnio las dedicaba a lo que él llamaba «discutir con la almohada». De hecho, su mente matemática parecía estar siempre trabajando, y le encantaba discutir y argumentar algo relacionado con la lógica, siempre que encontrara a un oyente dispuesto. A veces, en el curso de una visita por la tarde, pedía un trozo de papel y escribía ingeniosos diagramas o acertijos verbales para entretener a sus pequeñas (…).

Mis primeros recuerdos de Mr. Dodgson se asocian con la fotografía. En aquel tiempo él era muy aficionado a este arte, que luego abandonaría enteramente. Guardaba diversos vestidos y «accesorios» con los que nos disfrazaba, lo cual, por supuesto, acrecentaba la diversión. ¿Qué niña no iba a disfrutar vistiéndose de japonesa o de mendiga, de gitana o de india? A veces nos trasladábamos al tejado del College, al que se accedía fácilmente desde las ventanas del estudio. O podíamos permanecer a su lado, en el interior de la pequeña cámara oscura, y lo observábamos mientras vertía el contenido de una botellitas intensamente olorosas sobre un negativo de cristal, donde una se veía tan divertida con su cara negra. Y cuando se cansaba una de esto, quedaba siempre la posibilidad de encontrar toda clase de maravillas en el armario de la habitación grande de abajo. Cajas de música de diferentes colores y diferentes tonos, el viejo oso de lana que se ponía a pasear cuando él le daba cuerda, juguetes, libros con láminas y montones de fotos de otras niñas que también habían tenido la fortuna de pasar esas mañanas con él (…).

El principal entretenimiento de Mr. Dodgson durante los últimos años de su vida consistía en ofrecer cenas. No se me interprete mal, imaginando una enorme fila de invitados a cada lado de una mesa alegremente decorada. Mr. Dodgson tenía la teoría de que era mucho más placentero reunirse por separado con sus amistades. En consecuencia, a esas cena asistía un solo invitado, y ese invitado era siempre una de sus niñas (…).

Supuesto que la niña acepta la invitación, penetremos ahora en las estancias de Christ Church donde Mr. Dodgson vivió y trabajó durante más de cuarenta años. Después de entrar por la puerta n.º 7, y de subir por una escalera algo empinada y tortuosa, nos encontramos ante una puerta maciza y negra, de aspecto un poco carcelario, en cuya parte alta se lee: «Rev. C.L Dodgson». Luego hay un pasillo, después una puerta con paneles de cristal y, por último llegamos a la habitación tan familiar y querida por nosotras. Es grande, alta y muy alegre. Por todas las paredes hay librerías, bajo las cuales están los armarios a que ya me he referido y que nosotras, incluso ahora, deseamos ver abiertos, para que puedan arrojar sus tesoros.

Frente al ventanal, con su asiento lleno de cojines, está la chimenea, la cual es digna de mención a causa de los preciosos azulejos rojos que representan la historia de La caza de Snark. Sobre la repisa de la chimenea están colgados tres retratos pintados de niñas: la del centro lleva un abrigo azul, sombrero y un par de patines. La habitación es un estudio, no un salón, y las mesas grandes y los altos pupitres para leer evidencian su genuina función.

Mr. Dodgson hace sentar a su invitada en un extremo del sofá rojo frente a la chimenea y, durante los pocos minutos que preceden a la cena, cuenta anécdotas referidas a otras «niñas amigas», pequeñas o grandes, o algo especial que a él le haya ocurrido, como las solicitudes de entrevistadores, coleccionistas de autógrafos y demás perseguidores, todos ellos igualmente aborrecibles para él. Mr. Dodgson nunca satisfacía tales demandas, porque le horrorizaba ser tratado como una celebridad. Para hacer callar a sus torturadores, fingía ingeniosamente que Lewis Carroll, el autor de Alicia, y Mr. Dodgson eran dos personas distintas. El segundo nunca había puesto su nombre a una obra de ficción publicada; y a Lewis Carroll no se le podía encontrar en Christ Church, Oxford.

La cena se sirve en una habitación más pequeña que está asimismo atestada de estanterías y de libros. Pero imaginemos que aquella ha concluido, pues quienes tuvieron el privilegio de disfrutar una cena suya el en College no necesitan que les pondere sus excelencias, ¡y no debemos excitar la envidia de quienes no tuvieron tal privilegio! El resto de la velada transcurre para la invitada volando, de tantas y tantas opciones como se le ofrecen. Puede optar por una partida de algún juego creado por Mr. Dodgson, como Mish-Mash, Landrick u otros; o puede ver láminas, preciosos dibujos de hadas, mientras oye que su anfitrión le dice: «Tú no tienes ninguna seguridad de que no existen»; o puede, si así lo desea, escuchar música (que toca el propio Mr. Dodgson). Si la invitada es nueva, buscará en torno suyo el piano. No lo hallará. Pero de pronto verá delante una gran caja cuadrada que contiene un organillo. Otra caja tiene las melodías en unas tarjetas circulares perforadas, todas ellas cuidadosamente catalogadas por su propietario. Una de sus favoritas es «Santa Lucía», que es la que abrirá el concierto. Se fija la manivela en un agujero a un lado de la caja, y el tapete verde que la reviste sirve para modular el sonido. La imagen del autor de Alicia, disfrutando inmensamente cada nota mientras gira la manivela con solemnidad, y abre o cierra la tapa de la caja para variar el sonido, produce aún más placer que la música misma. No hubo nunca un anfitrión más delicioso, ni nadie que se tomara tantas molestias para entretener hasta el final, con interés siempre renovado, a sus amigas…

ÁLBUM DE FOTOGRAFÍAS HECHO EN VÍDEO

 

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