LECTURA DE PASCUAS. CUENTOS.

«… había vivido demasiado en la naturaleza, y sabía, quizás, reconocer la zarza, pero no conocía al hombre».

Mi propósito hoy es llenar una de tus pausas con buena lectura. Hoy copio para ti las tres narraciones incluidas en Lectura de Pascuas, libro publicado en La Habana en 1899, casi un año después de finalizada la Guerra de Independencia de Cuba.

Época turbulenta aquella en la que Esteban Borrero Echeverría editó Lectura de Pascuas, primer libro de  cuentos publicado en la isla. A esta novedad hay que añadirle una curiosidad: Lectura de Pascuas fue ilustrado con dibujos a lápiz realizados por Juana Borrero y Dulce María Borrero, poetisas integrantes del parnaso modernista e hijas del autor.

Pero, ¿quién fue Esteban Borrero Echeverría? En pocas líneas nos saca de dudas José Lezama Lima. En la Antología de la Poesía Cubana (1965), escribió nuestro Cervantes tropical:

«Borrero fue un excepcional ejemplar de aquel energetismo intelectual, que hemos señalado en algunos románticos como Teurbe Tolón; fue combatiente en 1868, estudiante, causeur, médico, pedagogo, emigrado revolucionario y fundador de un hogar donde la poesía se mostraba extraña y fascinante. Su actividad intelectual era incesante y del más variado registro.

»No fue el verso la modalidad donde su expresión logró su plenitud. El prosista de La aventura de las hormigas, no se iguala con su labor poética, no obstante, su excepcional temperamento, imbuido, como el de Varona, de un hondo pesimismo, logra en algunas de sus poesías una expresión atormentada y potente».

Lectura de Pascuas incluye tres narraciones: Una novelita; Machito, pichón y Cuestión de monedas. Las tres historias están escritas con el corazón. Las tres nos descubren el alma sensible del autor que las creó y su amor por la naturaleza.

Esteban Borrero Echeverría

No hablan de guerras, no. Hablan de ilusiones y desengaños. Son experiencias personales de Esteban Borrero Echeverría hechas ficción. Una novelita trata del primer amor. Machito, pichón describe la primera estafa, la primera burla sufrida, la que nos arrebata la inocencia. Cuestión de monedas denuncia la corrupción social a través de un personaje que, al perder la fe en sí mismo, lo pierde todo.

Una novelita es un texto poético. También es una obra curiosa, pues tiene un final abierto. Actúa a modo de introducción —presenta solamente el tema—. El propio autor te dice que no dará continuidad a su historia, pues la trama la construye el lector aportando su propia experiencia de vida. Podría decirse que se trata de un texto interactivo.

Machito, pichón es un relato de hondura emocional —mi preferido— y Cuestión de monedas es un cuento con moraleja. En cada una de las historias el hombre es el centro. En cada una están el hombre y su conciencia: la conciencia del amor, la conciencia de la frustración y la conciencia de la soledad. Y, sobre todo, la conciencia de que con la experiencia se marchita la ingenuidad. «La dicha tiene su fiebre…», afirma en uno de sus «juguetes literarios» —así  llamó a sus bellas y melancólicas narraciones.

Amigos, los dejo en la tierra fértil de la literatura romántica cubana, tierra que, para entonces, va siendo hollada por el Modernismo.

CUENTOS

Un ejemplar cubano. Potente, hermoso y peligroso… como el primer amor.

UNA NOVELITA
CAPÍTULO I
AMOR

Era una mañana de invierno, pero de ese benigno invierno de Cuba que reúne a los encantos de la más hermosa primavera, la frescura y suavidad de la temperatura que se hace entonces menos ardiente. El sol inundaba en torrentes de luz los campos, siempre verdes; y en aquellos instantes espléndidos, como si hubiesen mudado o retocado por la noche su vestidura de esmeralda. Había llovido mucho los días anteriores, y las hojas, limpias, tersas y brillantes, se dejaban acariciar por el hábito tibio de un hermoso y deseado día de sol.

El aire, diáfano; azul y puro el cielo; olía el campo a flores recién abiertas, y se respiraba ese vapor cálido y reparador que se desprende después de la lluvia, de las praderas en donde crecen plantas aromáticas.

Respiraba el pecho con avidez aquel aire puro, y con él se sentía penetrar en la sangre y en el espíritu como una ola de vida nueva y ardiente. Los sabios han descubierto que se forma en ciertas ocasiones en la atmósfera un gas que cuando se respira, convida a la alegría y al contento.

Desvelado desde la madrugada, salió temprano al campo el soñador Enrique, y atento al espectáculo que hemos bosquejado, participaba de su belleza con esa fruición con que saben comprender y sentir la naturaleza los poetas. Recogía en su alma toda aquella luz y aspiraba, embriagándose, las emanaciones de que estaba impregnado el ambiente. Pero él llevaba otra luz en el alma, y sentía más dulce embriaguez: la luz y la embriaguez del amor. Enrique amaba; amaba quizá por vez primera y, como si la naturaleza celebrara con aquella fiesta matinal el amor que él sentía en su pecho, se desbordaba de él el sentimiento que se desborda siempre de nosotros en los momentos de las grandes emociones estéticas, como si nuestra personalidad se derramase sobre el mundo para compenetrarlo y confundirse en él.

¡Oh, amada mía, pensó, si pudiera compartir contigo las emociones de mi alma! ¡Si pudiera compartir contigo las que me dominan en este momento; si pudieran confundirse nuestras almas en el sentimiento de una misma belleza! Y requiriendo las riendas del caballo que montaba, y que había detenido por algunos segundos, le dejó en libertad, excitándole a correr por la calzada que se ofrecía a su vista. ¡Corre! En aquellos instantes se sentía animado de la necesidad de moverse; su espíritu, que vagaba en las regiones del ensueño, hubiera querido devorar el espacio, escalar en vertiginosa carrera una montaña alta, alta como su anhelo; ¡y correr de nuevo; siempre adelante, como el joven viajero de Longfellow! El hombre ha hecho del caballo un auxiliar poderoso, no sólo de su cuerpo, sino de su espíritu; si el vigor del uno no se ve acrecentado empleando en su servicio las fuerzas del bruto, el espíritu sabe asociarlo también a sus pasiones, pedirle movimiento y energía; y el corcel siente a veces la espuela del jinete, como este el acicate de la pasión que lo domina.

Pocos minutos después descubría Enrique, con el corazón antes que con los ojos, una casa medio perdida en medio del camino entre los árboles que crecen a la orilla de este. ¡Qué emoción! ¡Allí, bajo aquel techo, ella, Emelina, piensa tal vez en él! ¡Quisiera descubrirla, adivinarla, verla, mandarle en un movimiento todos sus pensamientos, toda su alma, la expresión más cariñosa de su amor!

A la vuelta, cuando sus ojos envolvían, ya sin esperanza de ver el objeto de su anhelo, la casa aquella, un lienzo blanco ondea en el aire por entre una reja. ¡Es ella! ¡Ah!, si has amado, tu corazón ha vivido esta vida llena de encantos, de temores, de alegrías súbitas, de hermosas y santas puerilidades del enamorado, tú, lector, comprenderás la emoción dichosa con que vio tremolar Enrique, con todas las palpitaciones de la pasión, el blanco pañuelo; tú sabrás por qué, en aquel momento, como tiende el vuelo el ave que se siente contenta con su presa, se alejó a toda rienda el caballero… ¡Oh, amor!, inspirador de los hechos generosos; divino revelador de la existencia: tú das luz a las tinieblas, tú pueblas de risueñas visiones los desiertos: tú animas con tu exuberante vida a la naturaleza y operas en el mundo como en el alma del hombre, metamorfosis imposibles a toda otra pasión. Tú haces que el filósofo llore sobre una flor seca, reliquia de su primera pasión; y guardas y das a beber a raudales a tus elegidos el agua que devuelve la juventud y el sentimiento al corazón más árido.

Era la tarde: una tarde digna hija de aquella mañana; un jinete cruzaba el camino, el mismo camino que recorrió Enrique cuando asomaba el sol. Enrique era también el caballero; pero sus ojos no se atrevieron a mirar esta vez hacia la pintada casita; sabía que estaba allí, de pie en la puerta, y saboreaba con ruboroso placer el encanto de adivinarla sin ser osado a fijar en ella descubierta la mirada. ¿Por qué en los momentos del goce de un bien codiciado se experimenta casi siempre una timidez que retarda voluntariamente su posesión? Díganlo todos aquellos que hayan sentido el rubor de la dicha cumplida. El día tiene su albor que lo precede y prepara; la dicha no hace tampoco su irrupción en el alma de un modo súbito; hay siempre en ella ese momento de vacilación que es como su aurora. Enrique atendía sólo a refrenar el corcel que se encabritaba. De súbito, y de un recodo del camino, se adelanta una mujer que deja ver de intento un papel blanco plegado entre sus manos. Enrique se aproxima a ella; no cruzaron los dos una palabra, y un instante después la carta, oprimida por la mano trémula de Enrique, no hubiera podido ser visible en aquellos contornos: el caballo corría, volaba por el campo.

—Aquí, se dijo Enrique deteniéndose bajo un grupo de acacias, aquí podré leerla; y paseó en torno una mirada inquieta y recelosa; sentía como si lo persiguieran, como si alguno le disputara el blanco pliego. El camino estaba desierto; pero Enrique no leyó allí la carta. Después, allá, a lo lejos, donde estaré más solo; allá la leeré, pensó: y castigando sin saber por qué al caballo, corrieron y corrieron, incierto siempre el jinete, cubierto ya de sudor el bruto.

El camino conduce a una quinta, lugar un tiempo de recreo, hoy ruinosa, que dejan entrever las ramas de álamos y laureles de rica y salvaje vegetación. Mucho tiempo hace que está inhabitada aquella casa; por doquiera crecen altas y tupidas las yerbas que borran los senderos. En este lugar había detenido el caballo su carrera. Enrique, soltando las riendas, se dispuso a romper el sobre, que oprimía entre sus manos como si sintiera bajo la cubierta los estremecimientos de la mano de su amada. Temblaba y no acertaba a rasgar el papel; echó pie a tierra y abrió al cabo la carta. «¡Amado mío!». Esta frase, no más, pudo leer; palpitaba con violencia su corazón: creyó oír en aquellos instantes el sonido melodioso de cien instrumentos que hubieran estallado de súbito en un concierto de indecible armonía. «¡Amado! ¿Conque soy amado? ¡Alma mía!», dijo con voz penetrante y acercando a sus labios la carta, la besó una y muchas veces en la efusión de su contento. Así, absorto en la contemplación de su propia alma, cuyas potencias se exhalaban, dominado por venturosa alucinación, se creyó transportado a un mundo nuevo, todo luz, todo belleza, todo suavísima paz; y entregó su espíritu al feliz deslumbramiento de la dicha que alcanza su plenitud.

El sol había desparecido ya del horizonte, y comenzaban a lucir las primeras estrellas, cuando tornó Enrique en su acuerdo: aún estaban húmedos de lágrimas sus ojos. Miró en torno, y se aproximó a pasos lentos, casi maquinalmente, al lugar en donde el caballo, libre, pacía la abundante grama.

Una hora después penetraba en su morada el caballero, se encerraba en su habitación y se recogía.

—Debe de estar malo Enrique, decía su hermana; ha venido tarde; le he interrogado y no me ha contestado una palabra; pero tenía las manos ardiendo al llegar.

Sí; Enrique estaba enfermo; la dicha tiene su fiebre, y tiene también sus desfallecimientos de felicidad.

Nota: No aguardes, lector, el segundo capítulo ni otro alguno: tú, si has cumplido ya los dieciocho años, puedes continuarla si te place; hay siempre una novela en el primer amor; recuerda la tuya, o prepárate a realizarla.

El tomeguín, sólo podrás escucharlo en Cuba.

MACHITO, PICHÓN

Fui siempre grande aficionado a los pájaros, pero me dominaba, a tal punto, en mi niñez, esta afición, que llenaba por entero mi alma: era en mí y fue una verdadera pasión con todos sus anhelos, con sus fruiciones todas; con sus amarguras y dolores también.

El canto de un pájaro, de una de nuestras aves canoras, sobre todo, me embelesaba: la emoción que en mí producía era tan intensa, tan dulce, tan misteriosa, que tenía mucho del arrobamiento: comparándola con otras emociones, de que todos somos por igual capaces, y que experimenté en otra edad, conserva para mí el recuerdo de aquélla un carácter de profundidad y de dulzura tal, tan inefable, que supera en mucho a todas las demás. Fue mi primera pasión; el primer aspecto del amor que había de inspirarme más tarde la Naturaleza, y que comenzaba a sentir así, dentro de mi condición psíquica, embellecido por el candor de la infancia, lleno de vagas presciencias de panteísmo, el carácter indiscutible y absoluto de lo fatal.

Muchas veces después, ya hombre, pretendí descubrir en mí la génesis de aquellos sentimientos; y los encontré siempre en lo más remoto, como fundamento de mi personalidad consciente: mi primer recuerdo puede ascender hasta ellos: nada más allá. No se hace, en vedad, sin cierto sentimiento de amarga fruición mezclada de enternecimiento esta pesquisa; ni es dable tampoco hacerla en todas ocasiones.

Vivía en el campo y me criaba al suave calor de las costumbres patriarcales del Camagüey; mi mayor goce consistía en vagar por la huerta en donde pasaba horas enteras, perdido entre las plantas; había entre ellas un frondoso limonero que me atraía con el misterio de su sombra, y allí me sentaba de ordinario, dominado por la sensación de la soledad y me dejaba penetrar de no sé qué vago sentimiento de prematura melancolía lleno para mí de deleite: bajo aquel árbol vi muchas veces un pajarillo que me fascinaba: no estaba solo, me emocionaba al verlo: mi alma comunicaba con la chispa de vida que bullía en él: era para mí como una revelación de los secretos de la selva distante de donde venía: el alma del bosque umbrío y rumoroso hasta donde yo no había podido ir solo todavía. Todo esto, que se rememora mal, podrá parecerte, lector, quizás demasiado lírico, enfadosamente subjetivo acaso… Siéntelo por ti: yo sólo me duelo de no poder reproducir en toda su sinceridad y su intensidad virginales aquellas primeras emociones de mi espíritu. Recordando aquellas escenas quise pintar mis sentimientos de entonces en estos versos, fragmento de una larga composición inédita:

¡O la emoción dichosa de mi alma
Cuando en un tiempo fatigué la selva
Tras el brillante tocoloro, al seno
Con efusión dulcísima volviera!
Bien lo recuerdo: a veces tembloroso,
Reprimido el aliento, oí las quejas,
Del viento al susurrar, absorto y mudo
Bajo las lianas, en ardiente siesta;
O el cercano piar del pajarillo
Latir hizo mis sienes con violencia,
Y oí sobresaltado el ruido leve
Que forma el pie sobre las hojas secas.
Por corrientes ocultas y sutiles
Penetraba en mi ser la viva esencia,
El cálido vapor, el suave aroma,
El alma de la gran Naturaleza;
Y todo en mi redor se estremecía
Y se animaba con la llama inquieta
De la vida inmortal, y oía voces
Como de amigos labios por doquiera.

De vuelta a la ciudad me acompañaba el recuerdo, melancólico siempre, de mi vida en el campo: parecíame entonces que había logrado los goces mejores, que no había sabido disfrutar de todos ellos: que había dormido mucho la mañana cierto día; que puede tal vez visitar cierto sitio agreste y no lo hice… ¡qué sé yo! Todo eso que deja tras sí siempre el bien perdido. Sentía en mí, además, como si se hubiesen roto los lazos que me unían a la vida, a aquella vida casi cósmica en que se desarrollaba contemplativa a mi alma, y a la cual ha tendido después siempre con todas sus secretas energías; y así me apartaba confuso en la ciudad de toda diversión objetiva: huía del ruido y gustaba de los sitios agrestes que en medio de la población, en nuestros grandes patios arbolados se hallaban a la veces: la intensa luz solar obraba seguramente sobre mi cerebro imprimiendo en él movimientos febriles de embriaguez y de ensueño, en medio de los cuales, viviendo al unísono con el medio ambiente, creía oía como el suspiro vago de la tierra en el hervor de su eterna germinación tropical: el canto del tomeguín mil veces oído en medio de aquellas contemplaciones las reproducía en mi espíritu: ansiaba tener uno como ansiaba reproducir a voluntad aquel ensueño, como hubiera querido poseer encarnado, más cerca de mí, hablándome a través de una forma viva, con todos sus misterios todavía, el espíritu de la agreste soledad, teatro de mi vida.

Lo codicié tanto, deliré tanto con ello, como después, adulto, con mi primera pasión amorosa; y es cierto que no tuve antes el pajarillo, porque la emoción misma con que lo codiciaba me cohibía en cierto modo y no me dejaba libertad para procurármelo: el alma vacila así muchas veces ante la realización de uno de sus sueños, y, la turbación que precede al goce anticipado de la posesión real, la paraliza en el éxtasis ruboroso de la posesión puramente espiritual. Hay en ese estado psíquico pasional punzantes y secretas fruiciones que bien pudieran ser la raíz del ascetismo. Pero ¿a qué ahondar más en la esencia de estos sentimientos?

En sazón ya, seguramente, en su forma más humana, mi deseo, supe adquirir una jaula para el pajarillo, y más tarde, merced a la solicitud de mi excelente madre, pude salir un día, un sábado por la tarde, a comprar mi pájaro y me dirigí a casa del maestro Marcelino, gran pajarero que vivía en el Barrio de Santa Ana en un callejón próximo a la Iglesia; no estaba lejos de casa: alguna vez había pasado yo por allí y había oído las voces de tanto pájaro como tenía. Era este hombre un mulato de hasta cincuenta años de edad, alto y grueso, de voz y ademán reposados, hombre muy conocido y objeto de envidia de todos los que como yo amaban los pájaros; porque poseía a la verdad los mejores: su casa estaba atestada de jaulas, de todo forma y tamaño, y en ellas se movían y cantaban representantes de todas las especies de pájaros cubanos capaces de domesticidad: era fama que había logrado tener un tocororo, ave delicadísima que pocos han visto en jaula: él sabía en qué época había de dar caza a cada especie codiciada; cuándo llegaba de la Florida la mariposa; en qué estación bajaba el chambergo; si tal especie se cogía en trampas, con señuelos o con liga; dónde anidaba el tomeguín o el negrito; era entre nosotros el árbitro supremo de todas estas cosas, y tenía a nuestros ojos de niños un carácter casi sobrenatural. No sin emoción, pues, entré en casa del maestro Marcelino. ¿Qué quiere el niñito?, me dijo. Yo no acerté a hablar en el primer momento, medio aturdido por el ruido que hacían cien pájaros distintos cantando a la vez, y turbado por el sentimiento de codicia que en mí despertaba su vista. ¿Viene a comprar su pajarito, verdad?, agregó viéndome callado.

—Sí, señor, yo quiero un tomeguín cantador, le dije, ya más repuesto.
—¿Del pinar o de la tierra?

—De la tierra.

—Pues aquí tengo lo que usted necesita, añadió descolgando una jaula en que había un pájaro de la especie que yo buscaba; aquí tiene usted su tomeguín.

—Lo quiero macho y que cante bien; repetí yo muy emocionado.

—Ya lo creo, niño; y que puede servirle hasta señuelo, dijo, ya con el pájaro en la mano y disponiéndose a echarlo en mi jaula: él mismo abrió la jaula y lo soltó en ella.

No sabía yo entonces distinguir el macho de la hembra; pero me pareció demasiado pálido el color del cuello del pajarillo y no sin cierta ansiedad ya, le dije:

—¿Pero es macho, maestro Marcelino?

—Ya lo creo, niño; machito, pichón, me contestón con tono insinuante; machito, pichón, vaya usted tranquilo; y diciendo esto me cobró el valor estipulado y me acompañó hasta la puerta de la calle. Miré a la luz mejor el pájaro, y me pareció más pálido que nunca, y muy arisco además, pero como yo no estaba del todo seguro de mí mismo y aquel hombre y aquel hombre me inspiraba cierto temeroso respeto, emprendí con mi pájaro, mi irresolución y mis dudas, el camino de mi casa. Cerraba, ya, cuando llegué, la noche; y pensé sólo en buscar sitio en la pared a mi jaula y en esperar el día para oír cantar mi tomeguín. Muy develado al principio, me dormí tarde hasta despertar antes del alba: cuando apuntaron los claros del día estaba yo en pie y vestido ya: salí al comedor en donde había dejado mi jaula; el tomeguín saltaba en ella; pero estaba mudo; en vano procuré excitarlo al canto llevándolo al patio entre los sembrados y flores del arriate: no pio siquiera aquel día. Vi, como era natural, al maestro Marcelino, dile mis quejas que no conmovieron seguramente, y lo explicó todo diciéndome que el pajarito extrañaba la jaula y la casa; no quiso cambiármelo por otro.

Como esperé aquél, esperé muchos días, entre ansiedades que llegaban a la angustia, el canto del tomeguín; no cantó nunca; era hembra y las hembras de esta especie son mudas: me habían engañado, abusando de mi inocencia: fue la primera burla y burla bien cruel por cierto, que me hizo otro hombre: el eterno conflicto de los intereses humanos en que el campo escabroso del egoísmo se reveló así a mi corazón de niño: al primer contacto de mi personalidad con el mundo sufrí un roce tan áspero que me dolió como una desgarradura; aquel hombre había envenenado, por pura malicia, la fuente del goce inocente y sereno que tanto codicié y cuya satisfacción le había comprado: el dolor del placer frustrado se unía en mi pecho el punzante sentimiento de la burla de que había sido objeto. ¡Cuánto goce sencillo y candoroso malogrado en un instante! ¡Machito, pichón!… Debajo de aquellas palabras cínicamente tranquilizadoras había oculta toda la bajeza de que es capaz el alma humana degradada. Muchas veces, después, en los momentos de las grandes decepciones y de las humillaciones que nos impone la vida, he sonreído amargamente recordándolas. La verdad es que yo no estaba preparado para tanto: había vivido demasiado en la naturaleza, y sabía, quizás, reconocer la zarza, pero no conocía al hombre…

Doblones.

CUESTIÓN DE MONEDAS
CUENTO
I

Cierto joven, inexperto sí, pero no pobre, porque llevaba consigo considerable suma de dinero, salió a correr el mundo y fue a pasar la noche de aquel día a una ciudad populosa en donde quiso proveerse de lo necesario; y era esto algo de comer porque se sentía con buen apetito, y una cama donde reposar porque estaba por demás fatigado del viaje, que fue largo y penoso. Pidió, pues, con qué pagar el hambre, en el primer restaurant que topó, y puso en la mesa un reluciente doblón diciendo: —¡Ea, ahí va el dinero! Miráronle sorprendidos y con ademán de gente incómoda los del restaurant, y le increparon que si era ésa la moneda que él usaba. —¿Cómo que no? —dijo el novel viajero—, y que es de oro y de buena ley. —Váyase noramala el estafador —le rugieron en los oídos, y le pusieron en la puerta de la calle. Desde allí oyó que se reían de él a carcajadas otros que le tomaban por loco y que daban a entender esto a los mozos del mesón. Perplejo se estuvo nuestro viajero algunos instantes, mirando alternativamente las estrellas y los adoquines, porque aquella ciudad estaba adoquinada, y era de noche, aunque no llovía; pero al fin, echó a andar y fue a parar a una casa de huéspedes que de allí no lejos alumbraba con una gran farola su tentadora muestra. Aquí, como pidiera cama y quisiera hacer la prueba de su dinero, acontecióle lo mismo que en la fonda. ¡Si me habrán engañado los que me enseñaron allá en mi casa que el oro era metal de gran precio, y me dieron ésta por buena moneda (dijo, como si desconfiase de la calidad de la que llevaba), y esta vez su perplejidad fue mayor y también mayor el número de adoquines y estrellas que pudo contar antes de resolverse a seguir adelante y a probar en otra parte la fortuna que en el restaurant y la hospedería le había faltado.

Caminando, caminando se encontró en medio de una gran plaza en donde se vendía de todo; comestibles y ropa, virtud y fama; que es decir que había de qué contentar las necesidades del cuerpo y las del alma. ¡Ah!, se me olvidaba decir que el amor estaba asomado al postigo de su tienda, que tenía en medio de la plaza, y que pregonaba con voz enfática su mercancía. Aquí seré sin duda más afortunado, se dijo, y parándose delante del primer escaparate pidió de lo primero que vio; y en llegando el momento de pagarlo le tiraron a la cara el dinero que ofrecía. Pidió explicaciones, y no se la dieron, y allí mismo se agruparon los de las tiendas convecinas que acudían como a defenderse de común peligro.

Huyó, esta vez huyó nuestro viajero, sintiéndose reo de un crimen que más podía sospechar por la opinión general que conocer por la revelación de su conciencia, y anduvo así vagando entre el lodo y la sombra de que estaba llena la ciudad hasta que apuntó el alba. No tenía hambre ni sed; que con el susto, junto con el cansancio, se le habían ido del cuerpo; pero le acosaba otra necesidad que le aguijoneaba el alma con la tiranía de un verdadero apetito.

He dicho que era nuestro viajero joven e inexperto, y no es extraño que sintiese necesidad de amar. Se le ocurrió una idea luminosa: si será el amor, dijo, lo único que se pueda comprar con este dinero mío, porque sea lo único que valga; pues que, a la verdad, y a pesar de todo cuanto me ha sucedido, tengo todavía por bueno mi dinero. Es, además de esto, tan sincero, leal, y desinteresado el vendedor de este sentimiento, que no pretenderá engañarme como esos otros comerciantes de víveres, de honor y de buena fama.
Y con el corazón más que con los ojos, vio la tienda que buscaba y en la cual había toda la noche encendido un candil que daba más humo que claridad. ¡Cómo le palpitaba el corazón a nuestro joven! (Pero advierto que no lo hemos bautizado todavía; llamémosle Apofemo, nombre aunque bárbaro, sonoro y que le cuadra bien, por otra parte). ¡Cómo le palpitaba el corazón a Apofemo cuando llegó a la puerta de la tienda! Ya allí, escogió entre sus monedas la mayor, de más precio y más luciente, y la arrojó con cierto atrevimiento sobre el mostrador. ¡Que se me dé en cambio lo que esto valga!, dijo. Y vino el dependiente, que era una muchacha, cogió la moneda, miró de frente al advenedizo, y rompió a reír en son de burla; a esto salieron otras que estaban en el interior de la tienda y le hicieron coro; tiraron por el suelo la moneda, pisoteándola y la echaron luego a la calle, deslustrada y sucia. Estaba Apofemo lívido como ladrón cogido in fraganti, y acercándose a la que parecía directora del establecimiento, en voz baja y balbuciente se excusó como supo de su falta, y le dijo por fin: —Decidme, señorita, cuál es la materia de que está hecha la moneda que circula en este país; y dejadme, por Dios, que vea vuestro dinero. Metieron las muchachas las manos en los bolsillos y sacaron de ellas unos pedazos informes de una cosa negra. ¡Mirad!, le dijeron con voz y ademán satisfechos. Tomó Apofemo uno de aquellos cuerpos y vio que eran hechos de lodo muy hediondo. ¿Conque es ésta vuestra moneda?, prorrumpió, entre asombrado y afligido; ¿conque es esto lo que preferís al oro? Ah, vosotras no conocéis su precio, no: desgraciadas, yo os diré… Las muchachas le cerraron el postigo en las narices y quedó Apofemo solo en la plaza con sus pensamientos que ya se iban oscureciendo con tantos disgustos, y con el día que aclaraba con el sol.

II

Al que me diga que la situación de Apofemo no era difícil y dolorosa, le diré yo que lo era, y mucho. Considérese si no la naturaleza de los contrapuestos afectos que en aquel trance se disputaban la atención de su juicio, mortificándole con dolorosísima obsesión. De una parte los aguijones de la necesidad, y de otra un sentimiento como de indignación y de temor, que se hacía lugar en su alma ante aquel desprecio que de todos había sufrido: el cuerpo que pedía pan y el espíritu que demandaba con no menor premura la reparación de una ofensa tan injustamente inferida a sus mejores y más sólidas creencias: dolor y disgusto, hambre y cólera, sobresalto y miedo, y todo esto con no sé qué vaguedad de pensamiento que abultaba los males de que se sentía aquejado. ¿Será posible, decía para sus adentros, que toda esta gente de esta ciudad se engañe o pretendan engañarme cuando desprecian mi oro, o será, por el contrario, que mis buenos padres y todos aquellos que me enseñaron a usar de esta moneda y me proveyeron de ella en abundancia, se equivocaron, y me dieron con una mala doctrina, tan despreciable materia como parece serlo aquí el oro? Y que no hay por donde pasar; que esto es lo que tengo, y no otra cosa para proveerme de lo necesario, y en esta ciudad no está en uso, y yo no puedo prolongar mi ayuno ni vivir así al raso como vivo. Buenos ojos tenía también la muchacha aquella de la tienda del amor… Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Será así todo el mundo?, se dijo. Y con esto le vino al pensamiento la idea de salirse de la ciudad, y así pensando tiró por una calle y luego por otra y anduvo todo el día vagando sin encontrar salida; que estaba encerrado como en un laberinto, y se le oscurecía, de la mucha hambre, la vista, y nadie quiso decirle por dónde se salía de aquella Creta.

¡Conque estoy prisionero en este maldito lugar!, exclamó el desgraciado Apofemo, dejándose caer sobre una piedra, y rompiendo a sollozar; conque no tendré más remedio que morirme de hambre; aquí en medio de la abundancia, de pobreza, viéndome rico, aislado como un leproso entre tanta gente que hace asco de mí y que me insulta con insolente satisfacción.

Un recurso le quedaba y era robar algo que comer; pero ni se le ocurrió, ni sabía qué cosa fuera a robar, ni lo hubiera hecho sabiéndolo. En medio de aquella tribulación desconfió por completo de sí mismo y procuró, escudriñando su conciencia, ver en ella su crimen; que tanta es la fuerza abrumadora del juicio del mayor número, cuando se ejerce sobre un espíritu débil o inadecuado en las artes de la vida. Mi oro no es oro, o el oro no vale lo que me dijeron, concluyó; porque todos aquí no pueden engañarse. Y estas reflexiones se las sugerían el aislamiento y el hambre que son poderosos a sugerirlas peores en todos casos. Estando en esto, acertó a pasar por allí un viejo de cara maliciosa y de cínico aspecto, y encarándose a Apofemo le dijo con burlona sonrisa: Sé lo que te pasa y eres un tonto si tanto te embaraza tu situación. Muchos otros como tú han llegado a esta ciudad y hoy se encuentran entre nosotros muy a su sabor y en vías de progreso. ¿Por qué en vez de estarte atormentando con inútiles preocupaciones, no tiras todo ese metal que llevas encima y que te embarga los movimientos? ¿Por qué no buscas aquí trabajo con que ganes la moneda que se usa en el país? ¿Por qué, en suma, no te acomodas a nuestros gustos y costumbres? Ya ves que aquí vivimos todos y que no eres mejor que nosotros.

Aquellas palabras cayeron como una descarga eléctrica sobre Apofemo; inquietóse más que estaba, y en punto sintió todas las turbaciones de la vacilación y las solicitaciones todas de sus no satisfechos apetitos con la fuerza de la gran tentación que se le ofrecía. Cerró los ojos, se incorporó como pudo, y dio al viejo una mano fría y sudorosa. Guiadme, le dijo.

III

Sin que supiera cómo, se encontró nuestro malaventurado viajero colocado en un establecimiento de los mejores de la ciudad, y vestido a la usanza y moda de aquel país. Las gentes que le rodeaban mirábanle con cierta sospechosa reserva, y el viejo había desaparecido. Dijéronle lo que tenía que hacer, y él lo hizo bien; que era hombre capaz en aquellos momentos de dar vueltas a una noria. Llegada la hora de comer, comieron, y comió un manjar desabrido que era el plato que allí más gustaba. Por la noche cayó rendido en su tarima, y el cansancio no le dio tiempo, ni la postración lucidez para reflexionar sobre su estado. Llamáronle al alba, y aquel día le hicieron trabajar tanto como el anterior, con lo cual se durmió también fatigadísimo aquella noche; y así fueron sucediéndose los días y las semanas y corriendo el tiempo, embotando su espíritu, por el dolor y la influencia insensible e incontrastable del hábito, todo sentimiento de disgusto y aun el de su propia existencia. Había sido dominado por el cuerpo, tirano tan brutal como absoluto.

Así y todo, y con haberse acomodado a los usos y costumbres de los hombres con quienes vivía, era escaso el jornal que le daban, y se lo pagaban en el peor lodo del país. No podían perdonarle que hubiera pretendido hacer valer en aquella plaza otra moneda, ni se avenían bien con cierto aire de candidez y de segura inocencia que Apofemo, a pesar de todo, conservaba. Dábanle valla; burlábanle de todos modos; y lograron infundirle un sentimiento de penosísima desconfianza de sí mismo. Vedábanle los goces más necesarios, a tal punto, que encarecían a sus ojos las groseras satisfacciones que sólo a hurtadillas podía proporcionarse. No hay para qué decir que todos allí disfrutaban en toda la plenitud del goce de aquello mismo que a él le estaba vedado; y que, en ocasiones, cuando tímidamente se atrevía a probar de lo que todos se hartaban, echabánselo en cara con mal encubierto espíritu de acusación, y con tal cinismo, que para él se convertía en espíritu de justicia a fuerza de ser, como era, audaz, soez y descocada la gente aquella. ¡Ay!, lector de mi alma, por salvación de ella, te juro que le pusieron en los labios y en el corazón más hiel y más veneno que se pudiera encontrar en los hígados de todos los tigres de la Hircania y en las hadas famosas del Calabar. Tornose en asustadizo de su genio: desconfiaba de todo, atrevíase apenas a respirar, medíase la luz que le era dado tener, y aún su sueño, con estar en él adormecida sus potencias, era inquieto, breve y lleno de horrorosas pesadillas. Hambriento así de todo, acarició alguna vez entre las sombras de su enflaquecida mente la esperanza de amontonar mucho lodo con qué saciar sus hambres, y guardó como un tesoro esta punzante fruición que para consuelo de sus cuitas le elaboraba todavía su lastimado cerebro.

Iba entre tanto pasando el tiempo y saliendo insensiblemente nuestro amigo de la estupefacción dolorosa en que le habían sumido sus desgracias, y con esto, como recobrasen su imperio las embotadas actividades de su espíritu, tuvo algunas vislumbres de su verdadera situación y conciencia de lo que le pasaba. Vio y conoció en toda su horrible fealdad el vicio que a todos corría y la disolución a que habían llegado los elementos de aquel extraño pueblo; supo darse cuenta de su propio valor; comparó, y la comparación le fue favorable, y se encontró mejor de lo que le habían hecho creer que era, y muy superior a todos los que le rodeaban. Metió los ojos en la hediondez en que vivían sumidos, y de asombro en asombro, hizo la repugnante disección del cadáver putrefacto de aquella sociedad.

Nada sé decirte sino que al tener conocimiento de ello fue su indignación tan grande como había sido su sufrimiento, y tan profundo el desprecio que sintió por todos, como había sido terrible el miedo y el temeroso respeto que supieron inspirarle. Apoderose de su espíritu un saludable horror que le dio fuerzas para romper los lazos que a aquella sociedad le ligaban, y una noche se salió despavorido por los tejados y se echó al campo y echó a correr como alma perseguida por el enemigo. Tropezó en el camino con un cuerpo duro, cayó, y reconoció al tocarlo que era el talego de oro que los de la ciudad habían tirado a un muladar: recuperaba intacto su tesoro.

Una cosa había perdido, que fue la inocencia y el vigor que le robaron en aquella vida; acompañábale un gran dolor, pero conservaba en el alma inexhausta las fuentes del consuelo: lloró, lloró mucho y se sintió fortalecido.

El recuerdo de su vida pasada ha ido desvaneciéndose en su memoria como el de un sueño penoso; y aunque a veces y cuando se revuelve el tiempo le lastiman el alma las cicatrices y costurones de sus viejas heridas, cúrase de estos dolores con el bálsamo de la experiencia, única cosa buena que había en el pueblo donde sufrió tanto.

Hoy vive en su modesta ciudad natal en donde corre con general aceptación la buena moneda; y ha conseguido del ilustrado gobierno de su país la creación de un cuerpo de vigilancia que vela constantemente porque no se introduzca en el mercado el lodo que circula en aquel otro maldecido lugar.


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