LOS ESTUDIOS DE PLANTAS Y ANIMALES

«En verdad el Arte está implícito en la Naturaleza; el que puede extraerlo de ella, ése la posee».
Alberto Durero

Autorretrato, óleo sobre lienzo, 1493.
(Aquí se nos muestra con veintidós años y vestido con un ropaje algo pobre, aunque pretencioso. En la mano derecha tiene una flor de cardo. En la pintura gótica el cardo suele simbolizar el sufrimiento de Cristo y, también, la fidelidad conyugal —Durero se casaría al año siguiente de pintar este cuadro—. El cardo en su mano también es visto como símbolo del interés del artista por la Naturaleza). 

De los doce hermanos Ajlos, hijos del  artesano platero Alberto Ajlos, uno destacó tanto que a día de hoy es más famoso de lo que ya fue en vida. Sus santos y vírgenes, sus monstruos marinos y animales de fábula, inmortalizados en grabados y pinturas, son reproducidos, una y otra vez, en libros y estampas que se revalorizan por el mero hecho de llevar en sus créditos el nombre del artista nacido en Núremberg. Ni qué decir del precio que podría llegar a pedir un anticuario si se le da el milagro de encontrar una xilografía original de Alberto Durero (1471-1528).

Durero, joven que con trece años se autorretrata como un adulto. Durero, que ingresa con quince años en el taller de Michael Wolgemut (1434-1519) para adquirir maestría en el arte de la pintura, la viñeta tipográfica y el grabado. Durero, que se echa la manta a la cabeza y emprende un viaje de cuatro años por la Alsacia, Basilea e Italia para aprender el arte de esos lares. Durero, que en esa primera travesía descubre la obra de Martín Schongauer (1448-1491), el más importante grabador y pintor alemán del flamenco gótico.

Autorretrato realizado con mina de plata sobre papel, 1484.
(Durero tenía ¡trece años! cuando hizo este bello dibujo que tiene el encanto añadido de lo «íntimo», pues no lo concibió para ser expuesto, sino para sí mismo, para entrenar su técnica).

Alberto Durero, asiduo viajero y, como el resto de las personas curiosas de su tiempo, coleccionista de tallas y de animales disecados traídos de países entonces recién conquistados —Durero llamaba al Nuevo Mundo, que se descubría ante la mirada atónita de los hombres europeos, «la nueva tierra del oro».

Los nuevos países colmaban las tertulias renacentistas con conversaciones centradas en historias fantásticas, fábulas medievales y descubrimientos científicos: de esa rica y peculiar combinación dan fe los grabados de Durero.

Alberto Durero fue un estudioso de la Naturaleza. Fue un observador minucioso de los animales, las figuras humanas y el paisaje. Para el grabador, el estudio de las cualidades de la materia era condición necesaria en la creación artística. Con su buril trazó en el cobre líneas llenas de expresión y fuerza, trazos que deben a la mirada intensa de Durero su grandeza.

La interpretación de la naturaleza en la obra de Durero la apreciamos, por un lado, en sus grabados y pinturas, donde reinterpreta lo que observa aportándole elementos subjetivos, y, por otro lado, en los dibujos que hizo de plantas y animales. Los dibujos son imágenes naturalistas. Durero lleva al papel, ayudándose de la acuarela, la realidad que tiene frente a sí tal cual es. Es al dibujo realista, tan poco conocido en comparación con sus magistrales grabados, al que dedico la entrada de hoy.

Desde la época egipcia se utiliza la acuarela. Los egipcios la empleaban para pintar paredes de yeso y de arcilla, y usaban el lavado de acuarela para las tallas que hacían en las piedras. A comienzos del medievo, la acuarela se usaba en los grabados de libros iluminados. Pero el siglo XV alumbró a Durero, quien revolucionó esta técnica pictórica con su método de aguadas transparentes superpuestas, consiguiendo en sus trabajos profundidad y efectos de color. Durero aplicó la acuarela y la aguada a los dibujos que hizo de plantas y animales. Bellos dibujos, delicados, que manifiestan una ejecución impecable.

Alberto Durero fue, por sobre todas las cosas, dibujante. Su trabajo minucioso y detallista debe consideración a la pintura flamenca primitiva y al espíritu gótico de los germanos, pues de ellos se alimentó.

Rinoceronte, dibujo a tinta, 1515.
(Escojo este dibujo para que podamos observar la diferencia entre el rinoceronte y las acuarelas que dejaré acompañando el texto transcrito. Durero no tuvo contacto con este animal, no pudo verlo, lo creó de oídas. Por tanto, no es un boceto que parte de un modelo; de ahí sus deformaciones, que convierten al rinoceronte en un animal fantástico. Pero, eso sí, fiel representante de la imaginación gótica del pintor.
El pobre rinoceronte existió. Viajó desde la India a Portugal, allí se convirtió en estrella de espectáculo. Más tarde viajó encadenado a Roma, al Vaticano, como regalo del rey portugués Manuel I al Papa León X. Murió ahogado cuando el barco donde viajaba naufragó. El rinoceronte era tan famoso y su pérdida fue tan dolorosa que no pararon hasta rescatar su piel).

Esta entrada está dedicada, como he dicho antes, a los estudios del natural que Durero hizo de plantas y animales. Veremos en las ilustraciones la prolijidad del dibujo y la copia fiel del natural. En todas menos en el escarabajo, donde encontramos algo más. El escarabajo no oculta su toque gótico, el insecto muestra la mano imaginativa que lo inmortalizó, hace alarde, como el resto de los dibujos que veremos, de ejecución y observación, pero revela su interior.

El arte de Alberto Durero es un ejemplo que marca la diferencia entre lo extraordinario y lo bien ejecutado, entre un espíritu grandioso, capaz de captar la esencia misma de las cosas, su razón de ser, y un artista que sólo muestra un talento adquirido. Durero es grande porque supo crear una conexión íntima entre la destreza técnica, la emoción, el instinto y la observación, cualidades todas que Delacroix le alabó.

Los estudios de plantas y animales de Alberto Durero es un ensayo publicado por Orbis en 1943. El texto está dividido en dos capítulos. El primero está dedicado a la vida y al arte de Durero, el segundo desarrolla la materia en cuestión. He decidido copiar para ustedes la parte correspondiente al estudio de plantas y animales. Creo que este ensayo, del que algunos se han servido sin siquiera mencionarlo en sus trabajos, merece ser rescatado del olvido por ser un texto interesante y bellamente escrito. Francisco Pérez-Dolz (1887-1958) y Manuel Gutiérrez-Marín (1906-1988) bien se lo merecen.

Alberto Durero, el más importante artista del Renacimiento alemán, ocupa escaño en la misma tribuna que el italiano Leonardo da Vinci.

*

Nota: He dividido el texto en pequeños capítulos que nombro con la planta o animal descritos en ese momento. Así, por ejemplo, podemos leer sobre los frágiles tallos de los lirios de Durero y contemplarlos a la vez.

*

LOS ESTUDIOS DE PLANTAS Y ANIMALES
ALBERTO DURERO

Muchos calificativos elogiosos se han añadido al nombre del artista Alberto Durero; pero entre todos ninguno hay tan justo y brillante como el que le presenta como «el dibujante de plantas, flores y animales». Si se preguntara, por ejemplo, en Alemania, patria del maestro, qué obras suyas han arraigado más profundamente en el sentimiento general, es indudable que el resultado sería ver la enorme popularidad de sus acuarelas «La liebre» y el «Trozo de césped», trabajos cien veces más populares que el magnífico lienzo de los «Cuatro Apóstoles» (que es una verdadera confesión de fe), obra en que Durero quiso demostrar la plenitud de aquellas facultades pictóricas que Dios le concediera.

Realzó Durero en todos sus trabajos la naturaleza, sabiendo perfectamente que no pintaba las cosas tal como son. No obstante, sus estudios de plantas y animales son expresión —lo mismo que sus paisajes acuarelados— del verdadero concepto que él tenía de la naturaleza.

La decisión con que el pintor se entregó a estos estudios, dedicándose exclusivamente al objeto, y, por otro lado, su soberana capacidad de reproducirlos, siempre impresionarán vivamente aun al menos perito en la materia. Y es que el pueblo acierta al estimar sobremanera esos trabajos emanados de una profundísima contemplación de la naturaleza; pues el hecho es que no tienen igual, ni en su espontaneidad ni en la fuerza del ambiente en que figuran. Como artista, Durero es, sin duda alguna, grande en sus cuadros y aguafuertes, mas, pese a ello, son sus estudios de la naturaleza los que nos le hacen más familiar y, por eso, también más querido.

Hasta ahora, la crítica artística apenas se ha ocupado de estos estudios; y de aquí se explica la divergencia de opiniones acerca de cada uno de ellos. Por otra parte, el monograma y la fecha que suelen llevar no corresponden siempre al año en que hizo el dibujo e incluso, a veces, no fueron puestos por el mismo Durero, sino por algún discípulo o amigo suyo que compraron las hojas o las recibieron de regalo de manos del pintor. El que «La liebre» y el «Trozo de césped» fueran pintados en 1502 y 1503 respectivamente no significa que los demás estudios sean también de esa época. Hay críticos de arte empeñados seriamente en hacernos ver que Durero a los treinta años de edad perdió por completo su inclinación por los dibujos de plantas y animales, y que, por consiguiente, esos estudios que conocemos fueron una especie de cuerno de la abundancia logrado en pocos años y del cual el artista sacó todo lo necesario para el resto de su vida.

*

Acuarela sobre pergamino, 1503 aproximadamente.

RAMILLETE DE VIOLETAS

El «Ramillete de violetas» es como un saludo de bienvenida que recibimos al entrar en el mundo de estos estudios, morada de Durero. No se verá en esa delicada acuarela el menor atisbo de un fondo, a no ser el color natural del pergamino sobre el que está pintada. Se trata únicamente de unas florecillas rodeadas y sostenidas por siete hojas; y todo ello aparece fijado con minuciosa delicadeza.

Tienen esas flores lo íntimo de un claro día primaveral del año 1503. Seguramente saldría el artista a coger las florecillas que tan a su mano estaban; pues, según el humanista Conrado Celtis dice en su libro «Norimberga, 1495», la ciudad contaba con numerosos jardines. «Desde las ventanas, que ofrecen un cuadro de inextinguible primavera, esparcen las más diversas flores y plantas exóticas sus dulces aromas, que al menor soplo del viento penetran hasta las alcobas y los aposentos interiores de la casa». Se comprende, pues, que, moviéndose en tal ambiente el joven Durero, se dedicara frecuentemente a pintar flores.

Dibujo a pluma acuarelado sobre papel, 1498-1500.

MELERAS O LENGUA DE BUEY

No cabe duda de que sólo se ha conservado una reducida parte de sus acuarelas de flores, figurando entre las más antiguas esas dos plantas de la «Melera o lengua de buey», cultivada por aquel entonces con preferencia en los jardines, como planta de adorno y medicinal.

Durero ha reproducido con todos sus detalles característicos esas dos plantas verdiazules, que con sus numerosas hojas rizadas en espiral habían de corresponder al sentido gótico de la última época. Y no sólo vale decir esto de las flores que profusamente surgen del tallo, sino también de las hojas inferiores, y ya secas, cuando la planta está en plena floración. Esta acuarela data seguramente de los años 1495 al 1500. Dedúcese esto de que la melera, dotada de una movilidad natural y briosa, parece corresponder al estilo gótico de aquellos tiempos, de lo cual ofrece buena muestra aquella planta florida del aguafuerte titulado «El paseo».

Todo pintor alemán siempre es, a la vez, paisajista. En los años de su aprendizaje, Durero tuvo ocasión de ver en los cuadros que se ejecutaban en los talleres de Peydenwurf y Wolgemut aquellos paisajes de fondos diminutos y fríos, contrastando con las hermosas flores y plantas grandes en primer plano. Claro es que el incipiente maestro logró, como paisajista, mucho más que el bello detalle que ofrecían aquellas obras. Y por lo que al detalle respecta, pasó de la reproducción de flores y hierbas, presentadas sin orden alguno, a la unidad que guarda el crecimiento simultáneo de la alfombra de plantas y flores.

El «Trozo grande de césped» no es únicamente una maravilla de finísimo trabajo pictórico, sino al mismo tiempo el más importante documento que pregona un nuevo adelanto en el conocimiento de la naturaleza, adelanto que Durero conquistó no sólo por el paisajismo alemán, sino también para la pintura de paisaje europea en general. Conviene recordar que Durero, en su primera época, al pintar una rosaleda lo hacía sumariamente. Por ejemplo: en su primera «María con la mariposa» o en su «María con el mono», hojas numeradas con la cifra 44 y 22, respectivamente, y dibujadas alrededor de 1498.

Acuarela sobre papel blanco.

TROZO GRANDE DE CÉSPED

¿Y qué decir de «Trozo grande de césped»? Con sumo cuidado arrancólo el artista del prado, y, al reproducirlo, nos reveló toda la belleza de los capullos, de los brotes, de la floración de una pradera húmeda de rocíos primaverales. (La fecha de 1503 figura en el dibujo abajo, a la derecha, y es apenas visible). Posee esta acuarela una atmósfera de lirismo, y muestra, a la vez, el venturoso brotar en el microcosmos, un brotar muy alemán, que el joven Goethe interpretara de manera sentimental al poner en labios de Werther aquella exclamación: «¡Quién pudiera ser abejorro!»

A vista de rana podría decirse que ha sido observado ese diminuto bosquecillo, de hierbas y plantas, que Durero colocara cuidadosamente sobre el tablero de dibujar sin quebrar una sola brizna. Porque se trata de un trozo únicamente limitado en primer término y al fondo, mientras que a derecha e izquierda sólo se prolonga aparentemente. Si se extrema la atención, puede observarse que las pinceladas del límite izquierdo y del que forman la planta de zaragatona, a la derecha, no son copia de briznas u hojas del modelo, sino que han sido añadidas de memoria para dar sobre el pergamino la sensación de una naturaleza pródiga y superabundante.

Lo mismo cabe decir del agua turbia del primer plano, a la izquierda. Es un agua que no refleja nada; sencillamente, por haber sido inventada para completar el dibujo. Entre la verde espesura, en donde se alza un tallo de escorzonera con muchas hojas —entre el diente de león, a punto de florecer, y la plantaina grande—, se yerguen numerosas hierbas altas con sus racimitos de flores.

Se advierte la mano maestra creadora de tales cosas, no tanto en la matemática exactitud con que muchas están dibujadas, sino, mas bien, en el conjunto, el cual constituye una unidad singularmente clara y formada, a pesar de la impenetrabilidad natural de un trozo de césped como el acuarelado.

Ese detalladísimo trozo de césped, así como también otros estudios de plantas y flores son de la misma época en que Durero dibujaba «Vida de la Virgen», tan abundante en detalles de la naturaleza. Era el año 1503, y de esta fecha datan igualmente los «Lirios», pulquérrimo dibujo acuarelado que muestra la azulada flor en tres ejemplares y algunos capullos.

Dibujo a pluma acuarelado, 1503 aproximadamente.

LOS LIRIOS

Trátase, en realidad, de un estudio preliminar para un lienzo de grandes proporciones: «La Virgen sentada sobre el césped», cuadro hoy conocido por «La María de lirio» —figura en la colección Cook, en Richmond—. Se ha tachado, sin razón, a ese dibujo (en este cuaderno no está reproducida la parte inferior con sus hojas) de falta de airosidad y decisión, aduciendo que se trata de uno de los primeros dibujos de flores del artista.

Tal opinión ha podido formarse únicamente por carecer del conocimiento de la obra total del artista: de aquí que se afirmara también que Durero, cuando todavía era estudiante y se veía desprovisto de medios pecuniarios, tuvo ocasión de hojear en Venecia —en el año 1495— un apunte en color de un lirio que figuraba en aquel cuaderno de apuntes de Jacobo Bellini, hoy conservado en París. El joven estudiante, dicen, cobró tal admiración que sintióse impulsado a practicar por sí mismo los estudios de flores.

Pero, preguntémonos, ¿es que acaso la pintura nurembergiana del siglo XV no era ya riquísima en flores? ¡Incluso en el retablo de los Reyes Magos de Pleydenwurf, ejecutado en 1470, pueden admirarse los magníficos lirios de las tablas laterales! ¿Cómo podía Durero desconocer estos trabajos? No sólo los conocía, sino que, además, se adentró por sí mismo en la naturaleza.

Pintura a la aguada sobre pergamino, 1525.

AGUILEÑAS

Ya maestro hecho, en plena madurez de su edad y de su arte, Durero acuarelaba sus amadas flores, como lo vemos en los estudios de «La aguileña» y de la «Celidonia menor». La fecha de 1526 que ambos ostentan es de mano ajena; pero esto no es obstáculo para suponer que se trata de trabajos ejecutados alrededor de tal fecha, ya que, comparados con acuarelas anteriores, como la «Lengua de buey», el trozo de tierra en estos dibujos no aparece insinuado como mera superficie, sino que, por un lado, la estructura se muestra cuidadosamente calculada y, por otra parte, el terrón y las raíces adquieren forma plástica.

Y es que en estos estudios la planta ha sido «sentida» por el artista, no sólo a partir del suelo —tallo, hojas y flores—, sino con aquel conocimiento profundo que sabe de la conexión íntima entre las raíces y la planta, o sea: sabiendo que esta constituye una unidad desde su raíz hasta su floración.

Contemplando «La aguileña», parece como si Durero se hubiese complacido en reproducir el fenómeno de los dos tallos nacidos de una misma raíz: el tallo grande y fuerte coronado por la flor grande de profundo azulvioleta y el otro tallo, más pequeño, también con una flor rellena, pero de tinte más pálido. Sobre el mismo suelo crecen algunas hierbas, y a un lado se alza otra alta y florecida. Entre los tallos y en su derredor se yerguen numerosas hojas de aguileña, y, junto a ellas, una «francesilla» con raíces. Sin embargo, esta serie de detalles no menoscaba la fluidez y transparencia del conjunto.

¿Y qué decir de la flor grande que se mece en lo alto de su tallo? ¿No es, acaso, una completa obra maestra, sobre todo, en el modo en que sus pétalos se extienden?

Pintura a la aguada sobre pergamino, h. 1525.

CELIDONIA MENOR

La acuarela de «La celidonia» pregona igualmente un conocimiento profundo del organismo de las plantas. El esbelto tallo, rodeado de varias hojas en él crecidas, se alza del suelo, y al bifurcarse vuelve a mostrar nuevas hojas, mientras en el extremo de la ramita más alta se abren dos flores amarillas.

Es de suponer que el maestro, rebasado ya el límite de la edad madura, no recogiera esa insignificante planta, incluso con raíz, para detenerse a dibujarla con todo detalle —por ejemplo: el vello del tallo— atraído por la escasa belleza de ella, sino, antes bien, porque la celidonia era considerada como hierba de grandes cualidades curativas. Los herbarios medievales mencionan la celidonia como planta aplicable contra las enfermedades de la vista, apoyando esta opinión en el testimonio de los naturalistas y médicos antiguos, como Plinio, Macero e Isidoro.

Es, pues, perfectamente admisible que Durero se ocupara de esta planta con tal detención debido a sus propiedades terapéuticas, así como también la usaría, sin duda, como remedio casero. Esto permite conocer algo de la vida del gran artista y de las ideas que con sus contemporáneos compartía respecto a la naturaleza.

*

Durante toda su vida Durero no dejó de dibujar y pintar animales, de modo que esta parte de su labor nos permite observar tanto la evolución de sus conocimientos referentes a la naturaleza como también el estupendo vigor de su capacidad creadora pictórica. En todo momento se revela aquella facilidad suya, facilidad genial, de adueñarse por entero al primer golpe de vista de las característica de la vida interna del animal, cómo se manifiestan en su postura, en su mirada y en su manera de moverse.

La sensibilidad del nervio óptico de Durero debió ser agudísima en momentos así; pues hasta entonces nadie había conseguido, sólo con mirar, abarcar y adentrarse tanto. En posesión de una materia soberana llegó a alcanzar también aquella maravillosa certeza en la caracterización de la fauna, pudiendo decirse que nada hay más vivo o más muerto que los animales que él pintara.

Del año 1495, fecha en que partió para Venecia, datan los primeros estudios de animales. Arrebatóle el extraño encanto de la ciudad latina; y se dejó ganar por él como por la originalidad del arte que ante sus ojos se ofrecía. Pero lo que mayormente subyugaba al artista de tierra adentro era el grandioso espectáculo del mar latino de enormes dimensiones y remotos horizontes, cuyo eco volvemos a sentir en los paisajes al aguafuerte y xilografiados que fue ejecutando en los diez años siguientes a su viaje. Lo que más excitó su sensibilidad de artista fueron, sobre todo, los pequeños monstruos marinos que se vendían en el mercado: la langosta y el cangrejo de mar. Hasta entonces, ningún pintor alemán los había dibujado.

¿Quién no conoce su dibujo de la langosta? Está modelado con pocas y breves pinceladas y acusa ya la inusitada maestría del artista, que, a la sazón, era un joven de veintidós años. La otra famosa acuarela es la del cangrejo de mar, tomado también directamente del natural: A esto, precisamente, se debe que en los dibujos se refleje la vida de estos crustáceos en toda su intensidad o su pereza.

Pintura a la aguada sobre pergamino, 1512.

ARDILLA

Bien puede aplicarse lo que acabamos de apuntar a la «Ardilla», que el artista parece haber pintado gozándose en la gracia del roedor, ocupadísimo en devorar sus avellanas. Por el rojo collar que lleva, se ve que el vivo animalejo está domesticado, lo cual explica, asimismo, su grosura, poco común entre sus semejantes. No deja de contrastar la redondez de sus formas con la agilidad y la avidez, reflejadas en la postura del simpático roedor. También aquí se reveló el maestro como creador de un estilo —acusado en la curva de las formas y de la línea y en el minucioso trazado del pelo— que pudo servir de modelo a otros pintores de menor talla.

Regresado Durero a su ciudad, empezó a ocuparse artísticamente de la fauna de su patria, consiguiendo notabilísimos apuntes sueltos o que, luego, empleó como figuras complementarias en otros trabajos.

Recordemos, por ejemplo, aquella acuarela de la Virgen rodeada de diversos animales (año 1503) o el aguafuerte de «Adán y Eva» (año 1504), trabajos en fin, que pregonan el cariño del artista por la fauna de su patria. El árbol prohibido del Paraíso se levanta en la linde de un bosque típicamente alemán, de cuya penumbra surge el elche que avanza hacia un claro de la selva; y en ese claro brinca un lebrato, mientras una vaca, echada, rumia tranquila y mansamente. Durero haría, sin duda, estudios de todos esos animales; pues, por ejemplo, el elche, el lebrato y el papagayo se han hallado en antiguos álbumes de dibujos en Londres y Milán respectivamente. Otros apuntes se han perdido.

Pintura a la acuarela y a la aguada, 1502.

LA LIEBRE

El más famoso de todos los dibujos de animales es el estupendo de «La liebre», que se guarda hoy en Viena. El tímido animal está echado, las orejas enhiestas y olfateando. Durero, al pintarlo, quiso hacer alarde de su maestría en el manejo del pincel fino al tratar la pintura de detalle. Pero lo admirable al contemplar el dibujo en total no son ya las pinceladas y toques casi innumerables, sino la reproducción original y a simple vista realísima de la piel que recubre el cuerpo caliente, vivo. Se sienten deseos de pasar la mano por encima de su lomo muellemente curvado, cuyos fuertes pelos le hacen diferir de la panza y, a la vez, de las aterciopeladas orejas provistas de pelo cortísimo.

Pintura a la aguada sobre papel, 1505.

CIERVO VOLANTE (ESCARABAJO)

También en esta época fueron los insectos objeto del placer, al parecer, insaciable, de Durero por hacer suyos la forma y el color de todas las criaturas. Entre todas ellas demostró singular preferencia por el escarabajo, llamado ciervo volante. En el mencionado dibujo de la Virgen, rodeada de numerosos animales y en la «Adoración de los Reyes Magos» de 1504, colocó dicho insecto, en tamaño bien visible, precisamente en primer término.

Un año después de dibujar la «Adoración de los Reyes Magos», Durero logró hacerse con un ejemplar de la bestezuela que la lengua popular bávara denomina «Donnerguggi», o sea ,«enviado de Dios Donar» (el dios del trueno), y dibujó el cuerpo muerto y como dividido en tres partes sobre el pergamino; y lo hizo con tanta expresión que el animalejo, colocado con la cabeza erguida y los cuernos tanteando el camino, parece emprender su recorrido a través del papel. El colorido de color azul negro y achocolatado reproduce con rara finura la materia de la caparazón áspera y frágil de la cornamenta y, también, las patitas finamente articuladas y las antenas.

Pintura a la aguada sobre pergamino.

EL ABEJARUCO (AZULEJO)

Idéntica maestría, que podría calificarse de infalible, es de admirar en el ave muerta, «El abejaruco» (coracias gorrulus). Es verdaderamente maravillosa esa pasión con que Durero ejecuta estos estudios de animales, subrayándolo todo con la misma intensidad y no dejando detalle alguno por concluir.

Y no menos admirable es, asimismo, que su retina no se fatigue de pintar con tal delicadeza. Se comprende el orgullo con que el artista puso en este dibujo su monograma y, al lado, la fecha de 1512. Del dibujo se desprende que el ave estaría seguramente colgada, lo cual explicaría la posición de las patas y de las alas, que penden lacias y pesadas.

Todo su conocimiento del color lo aplicó Durero al reproducir el magnífico plumaje de ese pájaro, que es el más bello de la familia de los cuervos. Con un arte que no conoce dificultad alguna, ha conseguido filar el metálico brillo de las plumas remeras, el verde de la cola y los suaves tonos de la pechuga. El erizado plumón del cuello parece encenderse bajo la luz y da una impresión de tenue resplandor, logrado en el dibujo plenamente con un poco de oro.

Ese estudio incesante de la naturaleza hacía fructificar también sin tregua la fantasía artística de Durero. Y si, por acaso, dibujó en alguna ocasión algo sin haberlo visto en realidad (como el rinoceronte dibujado en 1515, según un apunte que un amigo le envió desde Lisboa), resulta siempre ajeno a la naturaleza y exagerado fantásticamente. Sin embargo, lo que Durero había observado en los animales y había retenido bien en la memoria, podía volver a representárselo siempre y cuando quería, y era capaz de dibujarlo con toda exactitud. El devocionario del emperador Maximiliano es una muestra de la ingeniosidad y libertad con que la fantasía del gran artista volvía a reproducir animales ya vistos por él, dotándolos de una vida animadísima al dibujarlos.

ENTRADAS RELACIONADAS

El Renacimiento en Venecia. Triunfo de la belleza y destrucción de la pintura.

Lorenzo Lotto y el retrato en el Renacimiento.

Louise Labé, la “Belle Cordière”. Sonetos.

Delacroix. Pinturas y pasajes de su “Diario” (1822-1863).

La Biblia Políglota Complutense: la obra más representativa del Renacimiento Español.

Boccaccio humanista y su penetración en España (Joaquín Arce). Texto íntegro.

Bartolomé Bermejo, maestro de la pintura antigua.

Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Dos pintoras del Renacimiento.

Del Renacimiento a las Vanguardias.

El Greco y el Manierismo.

El árbol encantado que crece en el Parque del Retiro.

Flores y paisajes de Vicent van Gogh.

Carlos V y la música.

El lenguaje de las flores.

Las mejores historias sobre caballos. Relatos.

«El Santo Rosario». Primer libro impreso en América.

El primer maniquí de la Universidad de Salamanca.

La margarita.

Las dos caras de un espino.

Y llegó la primavera.

Museo vivo de los insectos (Francois Lasarre – Anne de Angelis).

Fra Angelico y el Renacimiento.

Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana.

Doce fábulas escritas por Leonardo da Vinci.

Fra Angelico y el Renacimiento.


Compártelo con tus amigos: