LOS NIÑOS DEL «CASO PADILLA»

«¿Lo así perdido?»
Marcel Proust

En el zoológico.

En algún sitio leí que los niños, a diferencia de los adultos, se adaptan mejor a las circunstancias del lugar en donde crecen. Sin embargo, no fue mi caso: desde muy pequeña di síntomas de rebeldía a través de un comportamiento retador, que encontró en las muñecas, de pelo sedoso y cachetes de rosa, una forma de bajar la tensión. Confieso que las despedazaba sin misericordia alguna.

Ofelia, mi madre, que guardaba como prueba de mi «desequilibrio» una bolsa enorme de extremidades separadas de sus troncos, llegó a la conclusión de que su hija estaba necesitada de un médico para el alma. Mis padres pensaban que mi actitud de rebeldía provenía de una mente desordenada. A ellos les costó darse cuenta de que su primogénita era una esponja absorbiendo emociones adultas, agitaciones desatadas por las represalias políticas que el régimen infligía a quienes señalaba como ovejas peligrosas y descarriadas.

Yo con una de mis «víctimas».

El psiquiatra concluyó que mi «problema» no era mental, sino real; sin embargo, el diagnóstico no cambió mucho la relación con mis padres. El doctor, pocos días después de emitir su sentencia, se largó a Miami —le cerraron la consulta. Era privada—. Se largó sin tiempo para hacer entender a Manuel y a Ofelia que los tormentos que se habían apoderado de la casa eran los culpables de mis desafíos. La consecuencia para mí fue que el viejo refrán que dice que «la letra con sangre entra» continuó siendo una realidad hasta la llegada de mi adolescencia.

Había en el salón de casa un butacón, tapizado en rojo, que ayudaba a rematar la penitencia. ¡Cuántas horas no pasé allí sentada con el único fin de arrancarme un arrepentimiento! Pero debo decir, en honor a la verdad, que esas largas horas se debían a que la retractación nunca llegaba: el castigo se levantaba porque había que comer, o que dormir, o que salir…

El butacón de los castigos y de las fotos de cumpleaños.

No recrimino a mis padres, porque sé que nos mostraron más amor que dolor. Pero eran personas que sobrevivían al acoso psicológico que llegó, incluso, a obligar a mi madre a sesiones de electroshock con el fin de que olvidara su origen burgués y se sintiera un «pino» martiano, si no nuevo al menos reverdecido. Aviso que no lo consiguieron, aunque fue enorme el sufrimiento que padeció y, por tanto, todos padecimos.

Mi padre, que alzaba su cinto para intentar controlar a una niña que era como potra desbocada, tenía su cuerpo invadido por la psoriasis. Recuerdo cuando regresó de uno de los castigos aplicados. Recuerdo que tocó la puerta en la noche y que yo abrí y grité con alegría: «¡Mami, es papi!». Regresaba de la zafra antes de lo esperado. Lo habían devuelto a casa a causa de aquella erupción que, por no haber medicamentos, lo hizo estar meses tirado en el fresco suelo de mármol de nuestro salón.

Mi papá y yo.

Amigos, si comparto estos retales de vida con ustedes es porque quiero que cuando se hable, se estudie y se muestre el «Caso Padilla» se piense no sólo en las secuelas que para la cultura tuvo la política castrista, sino también en sus repercusiones familiares. 

Los intelectuales afectados por la censura y por el acoso no sólo tuvieron que batallar por sus ideas, también tuvieron que defender sus hogares. Tenían niños que sufrían por ser señalados como hijos de progenitores castigados por sus rebeldías. Las cuestiones cotidianas se hacían, doblemente, penosas.

Voy a detenerme para mirar hacia atrás, hacia la infancia. 

Vuelvo a verme en mi hogar, vestida con la ropa que mi madre, siempre pendiente de nosotras, nos hacía deshaciendo las amplias faldas que bailaron con ella en las fiestas de su soltería, cuando aún la isla mayor de las Antillas presumía de grandes almacenes, como El Encanto o Fin de Siglo.

Vuelvo a verme con los zapatos que, en uno de sus viajes, Nicolás Guillén me trajo para mi graduación de Sexto grado. ¡Qué guapa estaba ese día con mi vestidito de tul salmón y mis zapatitos negros de charol! Vuelvo a los domingos con mi padre en el Zoológico. Era él quien solía llevarnos, mientras mi madre limpiaba, cocinaba, remendaba y blasfemaba por no haberse ido del país, como lo hicieron sus hermanas.

En el Zoo de La Habana.

Y vuelvo al Coppelia, sin importarme las largas colas, ni si se ha terminado el helado de chocolate o el de mango… Vuelvo al Coppelia a tomarme una Canoa india con mis padres y mi hermana. El Coppelia, donde más tarde terminaríamos las noches mis amigos de juventud, también ha sido sentenciado por el régimen. ¿Qué es lo que esa dictadura ha tocado y no ha convertido en calabaza?

Mi tierra, arrasada por el miedo desde 1962 hasta la fecha, tiene nombres de intelectuales que intentaron dialogar con un régimen sordo a toda expresión de libertad. Algunos de esos intelectuales fueron apresados, otros marcharon al exilio y otros se quedaron simulando que gozaban del guateque fidelista.

Con mi mamá.

Todos son víctimas de la dictadura y padecieron, al igual que el resto de la población ajena a la élite militar, el hambre impuesta por la Libreta de racionamiento, la falta de agua potable en las casas, la acumulación de las basuras en las esquinas de las calles, el llanto que los zapatos pequeños sacaban a sus hijos, los calcetines con zurcidos reincidentes, la piñacera en las colas por una macarela, la guardias cederistas, la peste a grajo en las guaguas…

¡Oh…!, pero los intelectuales «tendenciosos» sufrieron, además, el hostigamiento de la Seguridad del Estado. Y sus hijos padecimos el acoso de los profesores. Ir al colegio era un martirio. Fui a cinco distintos durante la Primaria, porque ninguno me quería. No me veían como a una niña: yo era un problema que les impedía cumplir los requisitos que les permitían optar por algunas prebendas.

En el cumpleaños de mi hermana con nuestra prima María José, con Julito y con María Josefina («Pucha», la hija de la poetisa Belkis Cuza).

Recuerdo una escuela en particular, que estaba a dos pasos de mi casa. En la Miguel Fernández Roig una maestra, con la intención de que entrara por el aro, ponía chapas de refresco al sol para, posteriormente, obligarme a arrodillarme en ellas durante largo tiempo. Recuerdo el día en que mi padre descubrió que mis rodillas sangraban. Ese día, Digna, que así se llamaba la profesora, no encontró sitio donde esconderse. Mi padre no paró hasta que la echaron del colegio. Pero a mí tuvieron que llevarme a otro nuevo. Y del nuevo a otro…, porque, para añadir más leña a la hoguera, me negué a ser pionera.

Un aroma, un sabor, la fachada de una casa, una antigualla en la esquinita de un escaparate, el crepúsculo de un día, la manera de andar de alguien que por nuestro lado pasa, un álbum de fotos… y descubrir, recordando, que, de pronto, el tiempo anda hacia atrás y que los años añejos están escondidos, pero no perdidos.

Mi hermana y yo en el malecón.

El «Caso Padilla», de Pavel Giroud, me ha devuelto a mi infancia. He saboreado el arroz con leche que Baldomera me ofrecía, mientras Lezama Lima y mi padre susurraban sus desgracias. He visto a Virgilio Piñera y a mi madre hablando de neorrealismo italiano en la apretujada guagua que los llevaba a sus desdichas rutinarias. He garabateado en las cuartillas de papel que los poetas Luis Marré y Marcelino Arozarena hurtaban a la UNEAC para que yo coloreara.

Más allá de la cinta de Pavel he visto a mi madre y a Reinaldo Arenas cuchicheando en el Patricio Lumumba, mientras mi prima, mi hermana y yo llorábamos porque no queríamos bañarnos donde ellos se veían, porque allí el mar era todo roca y queríamos ir a la piscina —era un lugar poco pisado, por eso era el sitio preferido de ambos. Creo que ahora es recreo de militares.

Con nuestra madre en el comedor de casa —al fondo está la hermosa sirena de Arturo Buergo.

El documental de Pavel me ha hecho saborear las croquetas de comino que se servían en el mismo lugar donde Heberto Padilla, magistralmente, parodió al Comandante de la Muerte. Me ha sentado debajo de la hermosa mangifera, el mayor tesoro de los niños de la UNEAC. Había otros frutales. Estaba el de mamey, siempre deshijado, el de chirimoya, el de aguacate… Pero el de mango era especial. Ahí nos hermanábamos los hijos de los bendecidos y los de los apestados. 

En uno de mis cumpleaños, con los Capablanca, con Liana y con Lourdes, las hijas del poeta Armando Álvarez Bravo y unas amiguitas del barrio. 

También he vuelto al domingo en el que la mata de plátanos le costó a mi padre un buen disgusto, pues, mientras él cumplía la guardia dominical se me ocurrió llamar a los Capablanca para que vinieran a jugar en los jardines que, ¡por fin!, eran sólo nuestros.

Hice entrar a mis amigos sin que él se diera cuenta —mi padre estaba sentado en la centralita telefónica que, entresemana, era controlada por Mario o por Esther—. Una vez juntos, nos fuimos directos a la platanera y nos colgamos del hermoso racimo hasta arrancarlo. Luego, nos lo llevamos a la casa de Mercedes, la viuda de Capablanca, quien nos estuvo haciendo tostones hasta reventar. Me acuerdo que, mientras comíamos platanitos, le dábamos a la manivela de un antiguo tocadiscos que había en el salón. ¡Hay que ver lo bien que nos lo pasábamos los Capablanca, mi hermana y yo!

Mi padre no se dio cuenta de nada, porque dejaba pasar el tiempo… leyendo. Al día siguiente, Bienvenido, el administrador del emporio Guillén, lo estaba esperando con sus grandes fauces, vomitando porquerías.

Imagínense, ¡hubiese podido entrar cualquiera a desvalijar la UNEAC y Díaz Martínez tan pancho! Pero, realmente, ¿quién fue el responsable de esta realidad vivida? ¿La niña, que vio la oportunidad de darse un festín que en su casa no tendría, o el padre, obligado a defender el torreón desde donde lo invalidaban? ¿O, acaso, la culpa recae sobre los que han convertido la isla de los zunzunes en una absoluta ruina moral y física?

Un día en el Zoo.

La cinta de Pavel Giroud, como lo escrito acerca del caso Padilla, no muestra la parte oculta de la tragedia diaria. Belkis Cuza tenía a «Pucha», mi mejor amiga de infancia —no pudo crecer en el hogar de su madre—, el novelista César Leante tenía un hijo, de igual nombre, obsesionado con encerrar avispas en botellas y en perseguir gatos —¿se acordará?—, Ofelia y Manuel nos tenían a nosotras. Y así, y así, y así…

Me acuerdo, aunque sus padres no estuvieron presentes el día de la teatralización de la autocensura, de otras grandes amigas que también sufrieron las consecuencias de ser hijas de nombres señalados: las hijas del poeta Armando Álvarez Bravo, la hija del poeta Lorenzo García Vega y las de la actriz Ingrid Gonzáles. Me acuerdo siempre de ellas. Y de mi indomable e inteligente prima María José, hija del poeta José Álvarez Baragaño.

Aquí están Maite y Lolita, las hijas del escultor José Antonio Díaz Peláez, y Judith, la hija de Lorenzo García Vega.

Somos los hijos de la tragedia que asoló a la intelectualidad rebelde de la era castrista. Y en esa lista incluyo a los niños cuyos padres soplaron las velas con el tirano. Esos niños, algunos de ellos también amigos de infancia, sufrieron, además, los tormentos que a los adultos provocan los cargos de conciencia.

Crecimos en la ladera de un volcán activo, aunque mi madre nos construyera un teatrillo de cartón para entretenernos; aunque jugáramos como lo hacían nuestros vecinos: con yaquis y con palitos chinos; aunque los gatos de mi padre nos dieran tantos maullidos zalameros como quebraderos de cabeza —estaban «enteritos» y se pasaban las noches callejeando y ligando por La Habana.

Mi padre con Misu, que sólo era manso en apariencia.

El Caso Padilla me ha traído a la memoria, porque el universo Heberto está guardado en los albores de mi subconsciente, a mi abuela Titica abriendo la ventana y cantando óperas en la madrugada para interrumpir el sueño del presidente de su CDR. A la negra Fela limpiando pescado y tirando las cabezas al suelo para que yo con ellas jugara. Al jardinero Evelio cumpliendo la orden de Guillén de despoblar de adelfas los jardines de la UNEAC —decían que el olor de la flor envenenaba. Eran las adelfas que suministraban avispas al hijo de Leante.

El Caso Padilla me ha llevado a mi primer jardín infantil, que un buen día cerraron porque la educación privada era malsana y estudiar francés cosa de burgués. Me ha sentado en el despacho del doctor Vilá, al que la consulta hurtaron. Ha hecho que escuche al barbero que, para quitarme el miedo a las tijeras, me cantaba Aurora de mayo —el Estado le cerró el negocito y confiscó la sillita niquelada, de cabeza de caballito, que sigue viva en mi memoria.

El documental de Pavel abrió una ventana por la que se han colado mis cumpleaños, con su «rabo al burro» y su sabroso cake merengado, la enorme biblioteca de mis padres, que nunca nos fue vetada, y los años y años de idas a la playa Santa María, donde siempre por la arena un tamalero pasaba.

Nuestro arbolito era una rama que mi abuelo Manolo pintó con cal. Sus adornos, que eran de antes de la Revolución, eran de cristal y cuando alguno se rompía el llanto nos invadía porque no había cómo reponer las figuritas.

La ventana que mi madre cerraba para que no nos vieran festejar la Navidad, porque estaba prohibido, la ha abierto Pavel con su cinta. Mis padres celebraban la Pascua, cayeran truenos o centellas. Encendían el árbol, cuya guirnalda tenía sólo tres bombillitas, colocaban el mantel bordado y los vasos de la fina ponchera, herencia de una bisabuela. Y aquel comedor elegante, de cuyas paredes colgaban cuadros de Servando Cabrera, Abela, Arturo Buergo, Víctor Manuel…, se llenaba de encanto, a tal punto que los vistosos platos semivacíos parecían rebosantes. 

El Caso Padilla me devuelve las visitas nocturnas del escritor Oscar Hurtado —no me acostaba sin que él me llenara la cabeza con marcianos— y las del narrador José Lorenzo Fuentes y su esposa Lida, con sus naipes y su magia, con vestidos hechos con sus propias manos. ¡Oh…!, pero también por la ventana, que me lleva a la infancia, se cuelan las ansiedades y las depresiones, hijas de la frustración, de unos padres a los que el Estado no les dio tregua.

La cinta de Pavel me ha hecho paladear las ruedas de pargo que los pescadores, al amanecer, destripaban en las rocas del malecón. Esto, por «orden de arriba», también desapareció. Y me ha traído el olor de la noche camino a casa: un olor ajazminado, con su yodo esparcido por las olas y su toque de comino, típico de la sazón cubana —la hora del regreso a casa la marcaba el ajedrez, de modo que hasta que no caían agotados los últimos de la «chapuza» no había nada que hacer. 

En el salón de casa.

En fin…, que en lo que somos… ¡está lo que ha sido! Y el asunto Padilla para los niños que lo sufrimos tiene dos orillas: una es intelectual, y a ella se llega con la adultez, y la otra, que es la que aquí bosquejo, es emocional y tiene que ver con el sentimiento directo y espontáneo de la primera etapa de la vida. El mismo sentimiento que me hizo llorar a mares cuando supe que nunca más volvería a ver a los hermanos Pepe y Carucha Camejo representando en su guiñol la Cucarachita Martina —otra felicidad arrebatada a nuestra infancia. 

Yo, intentando ver «la bola azul del mundo».

El documental de Pavel Giroud, al permitirme contemplar en movimiento lo que tanto he escuchado mientras crecía, estimuló mi memoria y ha hecho que de las profundidades resurja lo que Marcel Proust definió como «lo así perdido».

Y en lo «así perdido» también se encuentran estos momentos de entrañable amor que las fotos nos revelan, confirmando que somos, como mi padre me anunció en Fantasía para Gabriela, «el envés del infinito, / la negación del silencio, / el reverso de la nada».

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