LOS SOLITARIOS
«Todo es prestado».
El Talmud.
Tronco amarillo, óleo sobre lienzo, Edvard Munch, 1912.
El hombre, de gabardina con capucha, deja entrever los abundantes bucles de su pelo cano. Es alto y desgarbado, tiene la barba larga y se dirige, cabizbajo, hacia el callejón que desemboca en el molino. El zurrón que descansa sobre el hombro izquierdo parece pesado, tan pesado como el cuerpo que se apoya en la cachaba que guía su otra mano.
Ayudada por las sombras malvas y rosas de la tarde, que compensan un mediodía ardiente, Desideria intenta llamar su atención, pero el paseante ni se detiene, ni alza la mirada.
(En la finca de enfrente, un perro hunde los morros en un cubo sucio).
Desideria lleva un collar de cuentas y tiene las manos tendidas hacia el caminante —la buganvilla siempre está en flor.
Desideria corta sus trenzas rojas y las lanza al paso del extranjero —quiere que los rayos del sol hagan fuego con su pelo bermejo.
Desideria suelta a sus gallinas en medio del callejón —ha puesto huevos de porcelana para aves ponedoras.
Desideria hace chirriar las bisagras de su cancela, sacando música de ellas cuando los pájaros no cantan —el perro sucio no ladra.
Desideria deja que el agua de la manguera corra hasta moldear un arroyito en el camino empedrado por donde pasa el hombre de barba larga y pelo cano —el viento no zumba.
Desideria adorna su cintura con hortensias trepadoras —anidan las hormigas en las corazas de las babosas.
Él, el hombre del morral, se muestra indiferente a los reclamos de la mujer y mantiene la intención de seguir su camino bajo el cielo del amanecer, el arrebatado sol del mediodía y la noche morada y fría.
Desideria, agotada, deshoja, bajo la atenta mirada de un gato atigrado a punto de saltar sobre sus amputadas trenzas rojas, todas las alegrías blancas plantadas en el tinajón.
En verdad os digo: los rizos del hombre no son tan níveos y su ropa está raída y húmeda. La buganvilla no es más que un tronco torcido de ramas quebradizas, la verja está herrumbrosa, en el tinajón crecen zarzas y el satén del vestido de Desideria hace tiempo que no susurra cuando baila.
En verdad os digo: Los grajos aletean… ¡sobre las tumbas de ella y de él!
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