LYONEL FEININGER
«Se puede ser a la vez dibujante y colorista, pero en cierto sentido. Así como un dibujante puede ser colorista por las grandes masas, un colorista puede ser dibujante por lógica completa del conjunto de líneas, pero una de estas cualidades absorbe siempre el detalle de la otra».
Baudelaire (Salón de 1846).
Flota de guerra, óleo sobre lienzo, 1920.
Lyonel Feininger (1871-1956) me ha retado a través del tiempo. Su arte es un desafío para alguien como yo, que busca emocionarse frente a un cuadro, que se aproxima al arte buscando agitación, emoción, una conexión más espiritual que racional.
Lyonel Feininger me quita lo que me ofrece con sus tiras cómicas y los personajes histriónicos de su época expresionista: la posibilidad de soñar una historia, de construir un relato a partir de lo que veo. Soy una observadora dominada por los instintos.
Boulevard Saint-Michel, tinta y acuarela, 1915.
Su apuesta por un cubismo unidireccional centrado en conseguir, mediante el trazado de líneas rectas, formas prismáticas que le permitieran reproducir sus obsesivos temas, entibia mi ánimo, a pesar de que en sus geometrías están las huellas del magnífico autor de tiras cómicas que fue. Feininger trabajó durante diez años para diferentes medios de comunicación humorísticos. De ese período de su carrera se conservan más de dos mil dibujos.
Con el cubismo, la arquitectura, que en su etapa expresionista comienza a destacar, se vuelve el asunto principal de su obra, y las marinas, ciudades, pueblecitos medievales e iglesias góticas, puertos, puentes, ferrocarriles, paisajes y trenes se desconectan de la figura humana extravagante de su época anterior.
El artista se vuelve recurrente, busca en las líneas, en el dibujo, en la geometría, pilares para levantar los cimientos de sus construcciones; es como un arquitecto construyendo planos con rectas al que regala veladuras y transparencias para crear una colonia espacial, armónica y, en ocasiones, fantasmagórica, pero siempre a través del estricto dibujo, que es el esqueleto que sostiene su obra.
Cinco continentes, tinta y acuarela sobre papel, 1944.
Reflexión es la palabra con la que lo identifico. En su trabajo todo es razonamiento trasladado al soporte. Se cuentan por miles sus esbozos de escenas cotidianas tomados in situ, instantáneas llevadas al papel. Estos bocetos, que nacieron de la espontaneidad, son retocados, corregidos, hasta que parecen salir de una fábrica de arte gráfico —sí, ya sé, me dirás «¡qué dices, esto es arte!», pero será que a mí la geometría no me inspira tanto como para gritar ¡guau! (lo que me llevaría a visualizar arte con mayúsculas), soy, como se dice popularmente, de letras. Y no es que no me guste el cubismo. Encuentro en Los tres músicos de Picasso, por citar sólo un ejemplo, lo que no hallo en Feininger: inspiración, emoción.
Sin embargo, este artista capta mi atención, admiro el conjunto de su obra. Me gusta el contraste que resulta de la unión entre una trabajada escena y el vigor de su trazo. Reconozco al magnífico dibujante que fue.
Ciudad con iglesia iluminada, grabado en madera a la fibra sobre papel, 1918.
(Entró como profesor en 1919 en la Bauhaus y pasó a ser director del taller gráfico en 1921. Durante este tiempo se centró en la técnica del grabado en madera a la fibra, técnica que le permitió explorar el juego de planos).
Falta tensión emocional en su cubismo; a pesar de que las transparencias que emplea crean un ambiente singular, la intención de utilizarlas me parece que tiene que ver con una cuestión técnica y no con la necesidad de crear ilusiones. El artista gráfico que llevaba dentro no lo abandonó ni en sus obras más indefinidas que, por lo que he podido observar, suelen concentrarse alrededor de la Primera Guerra Mundial, época en la que también vemos —es una excepción— dibujos más sueltos, con una directa influencia del mundo infantil en cuanto a la forma; pero donde encontramos un sentimiento expreso, pues los personajes ingenuos han sido coronados por la tristeza.
El arcoíris, tinta y acuarela sobre papel, 1918 (De su proyecto La ciudad en los confines del mundo).
Al acercarnos a su expresionismo y su cubismo no necesitamos leer el título de la obra ni la leyenda que la acompaña para saber qué es lo que está representado en el cuadro. Su cubismo es una exposición de perfiles que funcionan como estructuras que levantan la construcción; no hay fondo, si entendemos el fondo como el cofre que guarda historias, hay geometría. Su mente lúcida impide que mi imaginación vuele, que intente descubrir en su cubismo qué objeto descompuesto tengo ante mí. Es un arquitecto de escenas de la vida cotidiana, que controla su lápiz, que disecciona el papel o el lienzo con su pluma, convirtiendo ésta en un bisturí que surca acuarelas, carboncillos y óleos.
Viaducto, tinta y acuarela, 1925.
No encuentro en Feininger el Grito de Munch, ni la pincelada gruesa y fogosa de Kokoschka, ni los acertijos coloridos de Kandinski; no posee las claves para desentrañar las profecías de Odilón Redon, ni el despelote anguloso de Las señoritas de Aviñón de Picasso, ni los collage de Brake, ni esos arlequines entrañables de Juan Gris, ni siquiera veo en su etapa expresionista la pasión de Otto Dix -Dix, excelente dibujante que marcaba sus cuadros con fuego.
Pero me gusta. No por apasionado, realmente su obra no me transporta, sino que me retiene; me obliga a quedarme frente a ella, estudiándola, hurgando en su equilibrada composición modelada, coagulada. Sus estructuras, de tan pensadas, manoseadas, retocadas, transmiten su querer, llevan consigo un ansia dentro que las convierte en cubos apreciados por mí, aunque las deformaciones de su etapa expresionista, que tanto le deben a sus viñetas, son mis preferidas.
Süssenborn, tinta y carboncillo sobre papel, 1913.
(Comenzó a trabajar con carboncillos en 1912. «Necesita las posibilidades de modelado de la superficie que ofrece el trazo ancho del carboncillo para plasmar en sus dibujos la reducción del modelo al natural que tiene en mente», comenta Uldrich Luckhardt).
En mi segunda visita a la exposición, observando una de sus litografías, en concreto Pueblo con molino de viento, pensé en Vsévolod Meyerhold (1874-1941) y en Bertolt Brecht (1898-1956), dos revolucionarios de la puesta en escena que compartieron con Feininger la olla burbujeante donde se coció ese período de la historia del arte.
En 1912, Meyerhold escribió Lo grotesco del teatro. En este texto, el director y actor ruso, que acogió en sus escenarios los nuevos movimientos simbolistas, surrealistas y expresionistas, nos dice: «El pálido Pierrot de largas piernas se desliza a través de la escena sugiriendo por sus gestos la eterna tragedia de la humanidad, y, enseguida, le sucede el ritmo endiablado de la vivaz arlequinada; lo cómico sigue a lo trágico y la canción sentimental hace sitio a la brutal sátira». ¡Cómo me recuerda este Pierrot a los personajes burlescos que aparecen en las viñetas y en la fase expresionista de Feininger! Lástima que el artista alemán decidiera jubilar a los esperpénticos y enigmáticos actores de su pintura; esos ágiles figurines que muestran prisa por ir a ninguna parte, que unas veces aparecen dominando con su altura la arquitectura y otras se manifiestan diminutos, humillados por la monumentalidad de los cubos; esos hombres modernos, rescatados de sus tiras cómicas, pasan, en su etapa cubista, a ser una excepción y, sin embargo, ¡cómo despiertan la imaginación!
Pueblo con molino de viento, litografía sobre papel, 1910.
En 1929, Brecht expresó: «El arte ha de encontrar siempre la renovación de las formas». A esta tarea, a la búsqueda continua de un lenguaje gráfico, se dedicó Feininger. Las formas épicas de Brecht buscaban, a diferencia de las formas dramáticas convencionales, un resultado reposado; el dramaturgo buscaba sacar al espectador de la acción representada para colocarlo frente a ella, buscando no simpatía, sino análisis de la situación simbolizada; el espectador debe estar frente y no dentro de lo que sucede.
Y esto es lo que me ocurre con la pintura de Feininger a pesar de sus transparencias, que consiguen imprimir en la obra extrañeza, salvándola de lo evidente. Este tipo de arte, donde también hay que decir que todo está previsto de antemano, despierta en el espectador la parte objetiva, lúcida, de su mente. El pintor y el dramaturgo mostraban su obra, pero no vivían en ella. Ahora bien, Brecht renunció a la representación emotiva de la estética expresionista alemana, no al asombro. Y a mí me cuesta viajar en uno de los barcos cubistas de Feininger.
El pintor norteamericano radicado en Alemania fue un reformista de sus formas. Y como hijo de músicos, y músico que fue, controló el tempo de cada una. Nada dejó al azar: composición, distribución de espacios, trazos y masas, todo estaba bajo control. No hay llama, su pintura va dirigida a la razón.
Resulta curioso ver cómo durante los años de la Primera Guerra Mundial, viviendo en Alemania bajo medidas que coartaban su libertad individual, continuó trabajando —descartando algunos dibujos infantiles- los mismos temas de siempre, alternando prismas, trazando líneas con tinta.
La euforia de la victoria, tinta, acuarela y aguada sobre papel, 1918.
(Firmaba, fechaba y ponía el título en la parte de abajo del papel. Solía trazar una línea alrededor del dibujo, enmarcándolo).
Cuando llegó la Segunda Guerra Mundial, Feininger ya había sido señalado por los nazis como «artista degenerado». Su situación era tan delicada que en 1937 se vio obligado a regresar a su tierra natal. Llegó a Estados Unidos acompañado de su familia como un emigrante más.
Una vez establecido —ahora utilizando acuarelas y formatos más pequeños por un problema de espacio- se dedicó a dibujar los mismos asuntos, sólo que, en vez de torres góticas y pueblecitos rurales alemanes, los americanizó. Un ejemplo son sus rascacielos neoyorkinos.
Centro de Manhattan, tinta, carboncillo y acuarela sobre papel, 1952.
(¡Qué bonitas transparencias!)
No es hasta unos años después que retoma los escenarios de antaño. Feininger tuvo la precaución de llevarse una gran cantidad de bocetos, de apuntes del natural, de instantes congelados, que le permitieron retomar las escenas alemanas que dibujó en sus cuadernitos de notas. Y vuelven, con un poco más de color, las figuras delineadas de buques y barcas de pescadores, remolques, puentes y puertos, mares en calma o inquietos de su país europeo.
Y las tintas y acuarelas, los carboncillos y las plumillas, los colores disueltos en aceite -que incorpora a su obra a partir de 1907-, continúan mostrando sus cubos controlados, salvo en contadas ocasiones en que apreciamos un cubismo más salvaje. Feininger acentúa las formas pero éstas no llegan a convertirse en una realidad autónoma, la escena que representa es identificable por parte del espectador. Kandinsky, su compañero de la Bauhaus, sí llegó a la abstracción.
Sin embargo, Feininger consiguió que su cubismo fuera único, pues, consciente o inconscientemente, aportó a este movimiento sus dotes de dibujante de tiras cómicas. Ese poder de síntesis que requiere la viñeta, esa picardía, esa exigencia de agrandar lo singular, esa necesidad del trazo exacto que define la imagen, están presentes en su obra.
Casas parisinas, grabado en madera a la fibra sobre papel, 1919.
¿Y el color? Su color en general es apagado —incluso en sus pinturas expresionistas—, frío, clásico cubista, muchos verdes, marrones y grises, con transparencias muy bonitas y, a veces, toques de rosa. Creo que lo utilizó para conseguir grandes masas, para pegar lo que antes había medio descompuesto. El suyo es un color controlado, ceñido a un fin determinado.
Comienzo esta reseña con un fragmento de un escrito de Baudelaire donde el poeta afirma que aunque el dibujo y el color pueden coexistir uno siempre termina tragándose al otro. Pienso que este es uno de los casos a los que puede aplicarse la sentencia de Baudelaire.
Ni siquiera su período expresionista destaca por la explosión del color. No es colorista, está muy lejos de los fuertes contrastes de los fauves. Él se centra en la descomposición de imágenes a través de líneas rectas y delimita el uso del color dándole un fin únicamente utilitario. Feininger es, por sobre todas las cosas, dibujante, es el dibujo la matriz de todo su arte. Pero eso sí, ¡qué dibujante!
Embarcaciones de recreo, óleo sobre lienzo, 1929.
(A partir de 1915 las formas cúbicas se apoderan de su obra. Había estado en 1911 en el Salón de Independientes de París donde tuvo contacto con este movimiento que proponía descomponer las figuras para reconstruirlas desde diferentes perspectivas).
Lyonel Feininger nos ofrece un arte que denominaría cuerdo. Es la razón y no el espíritu quien le toma la delantera al ojo ante el desfile de escenarios ficticios que conforman el universo del artista alemán, cosmos que termina esclavizando el relato a la forma.
Me atrae su obra, me gusta, pero yo busco en una obra de arte complicidad, que despierte mi fantasía, que me obligue a imaginar historias, que motive mi deseo de dar vida a los personajes que deambulan por los lienzos y, si no los hay porque son paisajes no pisados, que me permita, en un salto, introducirme en ellos, o espantarme como si estuviese atrapada en la batalla de Howard Pyle, que consiga en mí lo mismo que provoca el aquelarre de una noche loca y negra de Goya. No obstante, repito, y a pesar de que no me hace cantar bajito, la obra artística de Feininger me gusta.
Quiberville, lápiz sobre papel, 1906.
La magnífica exposición que la Fundación Juan March ha organizado nos da la oportunidad de acercarnos a todas las facetas de la obra de Lyonel Feininger, pues reúne casi cuatrocientas obras del artista. Una sala entera está dedicada a la primera parte de su carrera, la de caricaturista. A este espacio le siguen otros dos que recogen su etapa expresionista, una habitación más pequeña exhibe dibujos y juguetes tallados en madera para su proyecto La ciudad en los confines del mundo y el resto de las salas se centra en su época cubista. Hay que decir que el orden no es del todo lineal, pues Feininger navegó constantemente alrededor de la ínsula que construyó con prismas.
VIÑETAS
Concentración de las izquierdas, impresión fotomecánica, 1903.
Boceto para The Kin-derKids, 1906.
(Sus tiras Los niños Kin-der y El mundo del pequeño Willie Winkie son pioneras del cómic internacional. Por cierto, Libros de Papel editó, en el 2010, en español, la historieta completa de Los niños Kin-der).
Bocetos de personajes de la serie Los niños Kin-der, lápiz, tinta y ceras, 1906.
EXPRESIONISMO
Los que desprecian, aguafuerte sobre papel, 1911.
Hombre de blanco con paraguas rojo y mujer verde, óleo sobre lienzo, 1926.
Carnaval de Gelmeroda, óleo sobre lienzo, 1928.
CUBISMO
Gelmeroda, óleo sobre lienzo, 1921.
Hastiales antiguos, tinta y acuarela sobre papel, 1935.
Fénix, óleo sobre lienzo, 1954.
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