MAQUIAVELO, SU TIEMPO Y EL PRÍNCIPE

PARTE II

«Procure, en consecuencia, el príncipe, vencer y conservar el Estado y los medios serán considerados honrosos».

Cosme I de Médicis con armadura, Bronzino, óleo sobre tabla, h. 1545.

«EL PRÍNCIPE»

A pesar del Asno de oro, de las Historias Florentinas, de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y de otras obras entre las que no es posible olvidar La Mandrágora, se diría que Maquiavelo fue hombre de un único libro. El panfletario Príncipe, creador de un imperecedero adjetivo calumnioso, opacó todo el resto de la obra del gran pensador y prosista florentino.

Escrito durante 1513-1514, el libro vino a ver la luz unos quince años más tarde, cuando ya había muerto su autor; y no parece haber certidumbre de que llegase, en su oportunidad, al Magnífico Lorenzo de Médicis, a quien aparece dedicado. Lorenzo que no es, por supuesto, Lorenzo el Magnífico, nieto del Cosme de Médicis Padre de la Patria, muerto en 1492 cuando Maquiavelo apenas contaba veintitrés años, sino Lorenzo II, duque de Urbino, sobrino del Papa León X y gran figura de la restauración medicea en la Toscana.

Ese retorno de los Médicis es lo que ocasiona a Nicolás Maquiavelo la pérdida de sus cargos públicos, la prisión, la tortura y el destierro al campo. Lo que ha hecho que pueda verse en esa dedicatoria una muestra más de maquiavélica ausencia de integridad moral.

Cierto es que en carta a Francesco Véttori, cuando aún pensaba dedicar el libro a Juliano de Médicis, el autor declara que aspira a que su obrita lo ayude a conseguir algún empleo que le suavice la pobreza y el ocio a que se ve condenado («me gustaría que esos Signori Médicis me emplearan en algo, aunque sólo fuera en hacerme rodar una piedra») pero quien contemple la situación italiana del momento y recuerde, al propio tiempo, los criterios de Maquiavelo en relación al individuo y al Estado, podrá ver en la discutida dedicatoria algo más que el simple deseo de agradar al gobernante de turno para obtener alguna pequeña migaja de sus festines.

Como se sabe, César Borgia es el gran modelo político que se propone al nuevo príncipe para obtener éxito en sus empresas. «Yo no sabría qué mejor consejo dar a un príncipe nuevo —estampa Maquiavelo con el mayor desparpajo— que la imitación de sus hechos, dado que, si no le dieron resultados, no fue por su culpa: se debió a una extraordinaria y extrema malignidad de la suerte».

La carrera triunfal de César se hace posible porque es hijo de Rodrigo Borgia; y porque este, convertido en Alejandro VI, coloca todos los resortes políticos, espirituales y materiales del pontificado romano a disposición de las principescas aspiraciones de su heredero. Para Maquiavelo es indudable que, de no haber sobrevenido con tanta rapidez la muerte de Alejandro, y todavía más, de no haber estado César grave y largamente enfermo a raíz de la muerte de su padre, este diplomático sin escrúpulos, este guerrero que sabía pelear al frente de tropas propias, habría sometido a toda Italia a su mando absoluto, llevando a cabo la unificación nacional que ya resultaba indispensable.

Si el Papa era ahora un Médicis, si León X había hecho duque de Urbino a su sobrino Lorenzo, a quien amaba, si con el apoyo de Roma los Médicis habían recuperado su dominio florentino, ¿no cabía pensar que lo que no pudo ser consumado por los Borgia fuera conseguido ahora por la dinastía medicea?

Maquiavelo está seguro de contemplar una conjunción de fuerzas extraordinariamente favorables que podrían poner término a una anarquía que conduce al país a la destrucción:

«Se debe recordar que, cuando el imperio empezó a ser rechazado de Italia y el Papa adquirió mayor prestigio en lo temporal, Italia se dividió en varios estados, porque muchas de las grandes ciudades tomaron las armas contra los nobles, quienes, favorecidos antes por el emperador, las mantenían oprimidas; y la Iglesia, para acrecentar su dominación temporal, favorecía esas rebeliones. De otras, ciudadanos pertenecientes a ellas mismas, se declararon príncipes. De esta suerte, Italia llegó a estar casi en manos de la Iglesia y de algunas repúblicas; y como ni los ciudadanos ni los eclesiásticos estaban habituados al uso de las armas, comenzaron a tomar a sueldo tropas extrajeras…».

(El Príncipe, Cap. XII).

Por una parte, estas tropas mercenarias no estaban dispuestas a hacerse matar así como así, y peleaban mal; por otra, reinaban divisiones «que no favorecen» y que un principado fuerte jamás toleraría porque podían llegar, como más de una vez había sucedido, a que ciertas repúblicas y ciertos señores promoviesen la invasión extranjera con la idea de perjudicar a sus rivales en la península. Con lo cual «como consecuencia directa de sus dotes, Italia ha sido recorrida por Carlos, saqueada por Luis, violada por Fernando e injuriada por los suizos».

(El Príncipe, Cap. XII).

Si César Borgia hubiese triunfado, eso habría terminado con toda seguridad. Terminaría, si Lorenzo de Médicis llevase a cabo la obra.

Ante eso, poco importa a un patriota cualquier resquemor personal. Si Lorenzo es quien tiene posibilidades de hacerlo, hay que sugerir a Lorenzo lo que es preciso que se haga, y hay que prestarle una colaboración sin cortapisas. Aunque uno haya sido puesto por los suyos, más de una vez, en el potro del tormento; aunque uno haya sido antes antimédicis. ¡Si hasta consumada por franceses, la unidad italiana es deseable! Aquello uniría a todos contra los invasores; como italianos —no florentinos, genoveses o romanos— pelearían entonces todos contra ellos. Y, al final, Italia unida arrojaría a los franceses y quedaría ya, para siempre, unificada y libre.

Es una idea fija, que puede llevar al extravío en cualquier charla con un cardenal de Rohan; y que puede arrastrar al utopismo, al sueño, al más realista de los cerebros del Renacimiento: Lorenzo convertido en guerrero invencible; la Iglesia Católica dominada por el nuevo príncipe y convertida en instrumento al servicio del nuevo Estado; el añejo cesarismo romano, remozado, puesto a la altura de los tiempos, construyendo una gran Italia como la siente y la quiere Nicolás Maquiavelo en su rincón de San Casciano.

O se comprende a Maquiavelo de este modo o no se le comprende de ninguna manera. Si no se admite que en El Príncipe todo se supedita a la «razón de Estado» y que en él se preconiza conscientemente la inmolación de todo interés individual en aras de un supremo interés colectivo, no queda más remedio que concluir que sus máximas constituyen, en verdad, el código del crimen y la apología de la opresión.

El autor habla, a veces, como si así fuera; porque habla para que sus ideas sean aceptadas y puestas en práctica por quien sólo puede ser inducido a ello si cree que le va en el asunto una ganancia personal; pero persigue un súper objetivo que sabe que habría de cumplimentarse históricamente, con independencia de lo que creyese estar haciendo el brazo ejecutor de su plan.

Una vez más, Nicolás Maquiavelo toma como punto de arranque lo que es, y no lo que debe ser. Aunque, si el lector se fija, verá que casi siempre, delante de sus mayores enormidades, el consejero principesco dice que ojalá fuera posible que las cosas se llevaran a cabo de otro modo:

«Considero que un príncipe debe preferir ser tenido por clemente antes que temido; sin embargo, debe cuidarse de hacer buen uso de su clemencia. César Borgia era tenido por cruel; pese a esto su crueldad estableció el orden en la Romaña, la unió y la volvió a la paz…».

«Todos saben cuán laudable es en un príncipe ser cumplidor y vivir con integridad, lejos de la astucia; sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos nos hace ver a príncipes que realizaron grandes hechos sin tener en cuenta la palabra empeñada… No puede ni debe un príncipe sensato cumplir su promesa cuando su observación lo perjudica y desaparecieron las razones que se la exigieron. Si todos los hombres fueran buenos, no lo sería este precepto; pero desde que son malvados y no lo observarían con el príncipe, este no debe observarlos con ellos».

El que gobierna ha de ser «bueno pudiéndolo, y malo si la necesidad se lo impone»; y para mantener a sus súbditos unidos y fieles, ha de despreocuparse de la reputación de cruel:

«… porque con poquísimos castigos ejemplares será más clemente que aquel que por demasiado humano da curso libre a los desórdenes de que surgen las muertes y los robos, porque estos afectan a todos, mientras que las ejecuciones ordenadas por el príncipe van en contra de uno».

La clemencia, la bondad, la sinceridad, la integridad, hasta la religiosidad son convenientes o desfavorables según contribuyan o no a la conservación y al bienestar del Estado. Según la ocasión, el mal puede venirle a este «lo mismo de las buenas obras que de las perversas»; y lo opuesto también puede darse.

La regla del príncipe ha de ser, pues, cuidarse «de los vicios que lo privarían del Estado»; y no temer incurrir «en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado». Lo que interesa aquí es el resultado; y además, en asuntos públicos es este el que, en definitiva, orienta la opinión:

«Procure, en consecuencia, el príncipe, vencer y conservar el Estado y los medios serán considerados honrosos».

Ahí estallan muchas voces. «¡Como entre los jesuitas, en Maquiavelo, el fin justifica los medios!»

Pero hay que ir despacio. La verdad es que Maquiavelo no justifica nada. Acepta, escuetamente, los medios que impone una determinada realidad histórica. Situado el problema en medio de la vida pública, echa a un lado la moral individual; y si los medios sirven —de otro modo no serían útiles— a un fin, este es también un imperativo histórico que tampoco admite alternativas.

Como ha hecho observar Francesco de Sanctis, en Maquiavelo hay una lógica formal y un contenido. Los mecanismos de esa lógica formal —que, sin duda, más tarde fue aprovechada por los jesuitas— puede servir, indiferenciadamente, a un contenido o a otro.

Pero Maquiavelo tiene el suyo, que—«antipapal, antimperial, antifeudal, civil, moderno y democrático»— dista mucho de ser, dicho sea con perdón de Arnold Hauser, la concepción del realismo político y de la doble moral que poseyó el Concilio de Trento. Sobre esto, precisamente, no se equivocaron los jesuitas.

En Maquiavelo no hay doble moral alguna: hay una única revolucionaria moral de guerra, destinada a llevar a cabo una transformación social que con nuevos organismos políticos, nuevas costumbres, nuevos caminos económicos, creará también sobre nuevos principios, una moral nueva.

«El moderno Príncipe, desarrollándose —ha precisado A. Gramsci— perturba todo el sistema de relaciones intelectuales y morales, en cuanto su desarrollo significa que cada acto es concebido como útil o dañoso, como virtuoso o perverso, sólo en cuanto tiene como punto de referencia al moderno Príncipe mismo y sirve para incrementar su poder u oponerse a él». Y el moderno príncipe no es más que «una forma imaginativa y artística, donde el elemento doctrinal y racional se personifica en un condottiero que representa, en forma plástica y antropomórfica, el símbolo de la voluntad colectiva».

En cuanto al realismo político de Maquiavelo, hay que observar que consiste en el reconocimiento de las condiciones dadas, no para adaptarse a ellas sino, justamente, a fin de asegurar las mejores vías contra el fracaso del intento de su transformación. Si el Papado es fuerte, nada más aconsejable, para emprender la obra unitaria italiana, que aprovechar el instante en que es posible embaucarlo para que preste a ella su contribución o, al menos, su neutralidad. Pero el poderío pontificio tiene que ser liquidado:

«Los italianos debemos… a la Iglesia y a los sacerdotes de Roma, en primer lugar, el vivir ayunos de religión y corrompidos. Pero les debemos, además, otro daño, todavía mayor y que es la causa de nuestra ruina. Me refiero a la división de Italia, que ha sido provocada y es mantenida hoy por la Iglesia… ha impedido la unión de nuestro país bajo una cabeza y nos ha mantenido divididos entre una muchedumbre de príncipes y señores. Los cuales han sido causa de tantas discordias y de tal debilidad, que Italia se ha visto convertida en presa, no sólo de los poderosos bárbaros sino de cualquier asaltante. Y eso se lo debemos única y exclusivamente a la Iglesia».

(Discursos, N. Maquiavelo, Libro I, Cap. 12).

El realismo maquiavélico consiste, sí, en «proceder de acuerdo a las condiciones de los tiempos», en «acomodar los procedimientos a las condiciones de los tiempos»; pero Maquiavelo no aconseja tan sólo al príncipe, como habría hecho la Compañía, el aprovechamiento de esas condiciones sino el no perder de vista su existencia, a la hora de actuar para crear otras más avanzadas. En Maquiavelo, gran pensador militar, se trata de estrategia y de táctica, de decisiva batalla política y de lo que permitirá ganarla. No es la reaccionaria pequeñez jesuítica del fin justificador de los medios: son el fin y los medios objetivamente, ineluctablemente prefijados por un medio social dado.

Es la hora histórica la que dice lo que hay que hacer y la que impone cómo hay que hacerlo, so pena de que el príncipe —voluntad, necesidad colectiva— fracase. Lo que es bien diferente a lo que, por ejemplo, se predica en el Oráculo Manual y Arte de Prudencia del jesuita Baltasar Gracián, tan saqueador de El Príncipe para mezquinas aplicaciones.

Los procedimientos maquiavélicos son de anticipación al adversario. En la superficie de los hechos, esto es indiscutible. Mas, en el fondo, son procedimientos de riposta. Hay que ser el primero en dar el golpe que, si no es asestado, será recibido: «Las guerras no se evitan sino que se difieren, en beneficio de los demás». O bien este precepto terrible, inexplicable si no se recuerda cuándo se dice y por qué se dice: «El que se vuelve dueño de una ciudad habituada a vivir libre y no la destruye, espere a ser destruido por ella».

(El Príncipe, Caps. IV y V).

PRÍNCIPE Y PUEBLO

Lorenzo el Magnífico, Giorgio Vasari, témpera sobre tabla, h. 1533.

Maquiavelo vive entre 1469 y 1527. No podemos esperar de él, hace quinientos años, nuestra sensibilidad ni nuestro criterio político. Su grandeza ha que medirla conforme a su época. Gramsci lo elude, probablemente, cuando quiere dar al príncipe un carácter alegórico. Así podemos y debemos entenderlo hoy, si tratamos de hacer transbordos contemporáneos. Pero es preferible admitir, sin «barnizamientos», que el enérgico político florentino pensaba en un concreto ser de carne y hueso, Lorenzo u otro, que realizara la unidad italiana y redujese a la obediencia al levantisco amasijo integrador —desintegrador, más bien— de la península. Aspiraba, y con mucha razón puesto que aspiraba a ello hace cinco siglos, a que alguien dijese en Italia: «El Estado, soy yo».

De todos modos, en ese singular príncipe absolutista, encarnaba él los destinos colectivos: «Un príncipe—dice— debe contar con la amistad de su pueblo: de otro modo, no podrá hacer frente a las adversidades».

Maquiavelo no concibe al pueblo en el viejo sentido florentino de popolo grasso y popolo minuto, como no nobleza. Lo entiende sólo como masa, muchedumbre, como lo opuesto a «los grandes», de cualquier tipo que estos sean. Y si el fundamento de un principado nuevo puede situarse tanto en el pueblo como en los grandes, según se presente la oportunidad, «quien alcanza el principado con la ayuda de los grandes se mantiene en él con más dificultad que quien lo obtiene con la ayuda del pueblo». Porque «el fin del pueblo es más digno que el de la nobleza: esta quiere oprimir; aquel, no ser oprimido».

Además, si no queda más remedio que tomar partido por un bando, es mejor tomar partido por el más numeroso que, claro está, es el pueblo. «También debe tener en cuenta el príncipe que ha de vivir siempre con el mismo pueblo, pero no con los mismos grandes, pudiendo diariamente crear otros nuevos o deshacerse de los que tenía…».

Es importante tener claro esto porque, de hecho, hay que pronunciarse por un sector o por el otro. Antes que Cervantes, Maquiavelo sabe que «dos linajes solos hay en el mundo, que son el tener y el no tener».

En los Discursos sobre Tito Livio se reconoce que no hay más que dos clases de hombres: los ricos y los pobres; se señala que el devenir histórico no es sino el resultado de una perenne lucha entre ambas, y que los regímenes políticos tienen por básica finalidad el apaciguamiento de esa contienda; y se ha descubierto que la libertad no es más que una palabra vacía allí donde no existe la equidad, por lo que tiene que faltar donde se pasee el gentilhombre:

«Son llamados gentileshombres los que, ociosos, viven holgadamente del producto de sus riquezas, libres de toda preocupación a que consagrarse o de cualquier otro esfuerzo para vivir. Son perniciosos… Tales generaciones de hombres son enemigos de la civilización».

(Discursos, Cap.I).

Lo que hace, pues, al hombre estimable y útil a la civilización, es el trabajo. Nicolás Maquiavelo no puede decir todavía, por supuesto, que el que no trabaje no debe comer. Pero el que no trabaja es, para él, un elemento antisocial. En cualquier parte. Y más que en ninguna otra, allí donde puede tener «súbditos que le presten obediencia», y, consiguientemente, tributos.

Esto no es sólo antifeudal sino que alcanza, sin esfuerzo, hasta nuestros días. Razón por la cual, acaso, más que por ninguna otra, cuando la censura eclesiástica, tras el Concilio de Trento, concedía permisos para leer libros prohibidos, exceptuaba siempre de esa licencia a los de Maquiavelo.

No en esos ociosos caballeros, no en los grandes debe buscar el príncipe su salvaguardia. Puesto que este ha de temer, sobre todo, los ataques extranjeros y las conjuraciones internas, debe ponerse a salvo de las últimas «manteniendo al pueblo satisfecho de él». «Poco han de preocuparle al príncipe las conjuraciones mientras cuente con la benevolencia del pueblo». Esto importa tanto, que más necesario es satisfacerlo a él que satisfacer a los soldados, «porque los pueblos cuentan con más poder que ellos».

Construir fortalezas, dotadas de sus correspondientes guarniciones puede ser útil a quien tema más a su pueblo que a las invasiones extranjeras. «Pero la mejor fortaleza consiste en no ser odiado por el pueblo».

Buenas leyes y buenas tropas constituyen el fundamento de todo estado sólidamente constituido. Las buenas tropas no son, por supuesto, como ha demostrado el curso de los hechos bélicos en Italia, las mercenarias, que acaban por hacer de la guerra una farsa, ni las provenientes de aliados que, al fin y al cabo, sólo a sus propios señores responden. Buenas tropas son las formadas por el pueblo propio, cuya masa está llena de virtudes y sólo demanda príncipes a su altura, aptos para marchar personalmente a su frente como capitanes, lo que haría que las colas marchasen unidas con las cabezas.

El príncipe, salvo ocasiones especiales, no tiene por qué temer al pueblo armado. Basta con que el pueblo le tenga afecto o con que, al menos, no lo deteste. Y puesto que el pueblo únicamente demanda que no lo opriman, no es difícil para el príncipe conducirse de manera «que, si no conquista el amor, ahuyente el odio»:

«… lo cual conseguirá siempre que respete los bienes y las mujeres de sus conciudadanos y súbditos. Y si necesita derramar la sangre de alguno, debe hacerlo justificadamente y con causa manifiesta…».

Lo que subraya Maquiavelo, por algo hijo de la mercaderil Florencia, con esta adición:

«Pero debe, sobre todo, respetar los bienes ajenos, porque los hombres olvidan más fácilmente la muerte del padre que la pérdida del patrimonio».

(El Príncipe, Cap. XVII).

Suena cínico, pero es histórica sabiduría venida de la reiteración de la experiencia y expuesta, por absurda que pueda sonar la frase, con franqueza maquiavélica.

En el capítulo XV de El Príncipe, el autor declara que su intención es escribir cosas útiles «para quien lo entiende». Quienes las tenían por ocupación comprendieron perfectamente el libro ya que, con mayor o menor crueldad y astucia, hacía mucho tiempo que venían aplicando lo que en él se sistematizaba y se constituía en un todo orgánico. Que muchos no comprendieran, no ha de haber sorprendido demasiado a quien decía que existían tres clases de cerebros:

«… El primero discierne por sí mismo; el segundo entiende lo que otros disciernen; y el tercero no entiende por sí mismo ni lo que otros disciernen».

(El Príncipe, Cap. XXII).

Si se quiere ser justos, hay que reconocer que no es a esa última clase de inteligencias a las que hay que adjudicar el mito del Nicolás satánico. El largo y rencoroso encono mantenido durante siglos contra el autor de El Príncipe tiene que haber provenido de quienes entendían lo que peligrosamente —para ellos— discernía uno de los más cristalinos cerebros de la Italia renacentista.

MAQUIAVELISMO Y SOCIEDAD

Anatomía del pie, Leonardo da Vinci, boceto, tinta y papel, 1485.

Ese cerebro pertenecía ya, casi por entero, al pensamiento moderno. Mucho antes de que asomara Descartes se había pronunciado por la racionalidad, por el análisis, por el valor de la verdad evidente como brújula orientadora de la conducta; y había proyectado sobre el existir social lo que Descartes profundizaría y metodizaría en el individuo. Y porque más que la fe en el otro mundo, la parecía necesaria la observación de este, había descubierto, también antes de que naciera Bacon de Verulania, la aplicación del método inductivo a los fenómenos sociales.

Toda la teoría política de Maquiavelo descansa sobre principios derivados de la observación experimental. Maquiavelo supo, cuando lo científico todavía andaba en pañales en el terreno de los naturales, que para señorear sobre las fuerzas que determinaban los acontecimientos sociales, era preciso conocerlas y, más aún, obedecerlas. Y que sólo a través del conocimiento esa obediencia podía llegar a transmutarse en dominación. Por eso rechazaba el utopismo y preconizaba una acción que tomase en cuenta y ordenase en su favor lo que realmente era, y no lo que ojalá hubiera sido.

Aplicado a la ciencia natural, eso fue la base de su progreso; aplicado al egoísta interés particular, fue el jesuitismo. En lo que toca al estudio y al manejo del existir social, sentó postulados de innegable vigencia histórica que nadie puede regatear a Nicolás Maquiavelo.

Se conoce el río. Se sabe que se embravece, que inunda las llanuras, que derriba los árboles y las casas y conduce la tierra de un sitio para otros. ¿No es lógico que los hombres tomen precauciones «con reparos y con diques, de manera que, cuando el río vuelva a crecer, se deslice por un canal o su ímpetu no sea tan desenfrenado y dañoso»?

Eso es la virtud. No abstención de hoja librada a la tormenta ni vencimiento beato de las propias pasiones sino control de las que perturban la vida, social: trabajo, energía, coraje y masculina admisión del riesgo.

Por eso se escribe El Príncipe, uno de los pocos libros en los que un hombre ha dicho, de veras, todo lo que pensaba. Lo que induce a otorgar al maquiavelismo una buena cuota de honradez y de sinceridad, y hasta considerarlo un poco cándido.

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