MARCELINE DESBORDES-VALMORE. POEMAS

«¡No he sabido sino amar y sufrir:
mi lira es mi alma!»
(Elegías y romanzas.)

Marceline Desbordes-Valmore, fotografía, Nadar —Félix Tournachon—, 1854.

Hoy dedico este espacio a Marceline Desbordes-Valmore (1786-1859), poetisa romántica, leída en su tiempo y admirada por grandes nombres de las letras decimonónicas, como Charles Baudelaire, Alphonse de Lamartine, Arthur Rimbaud, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Honoré de Balzac y Paul Verlaine, quien la incluyó en Poetas malditos. Verlaine escribió sobre la única mujer que aparece en su ensayo:

«… Marceline Desbordes Valmore es sencillamente —con George Sand, tan diferente, dura, no sin encantadoras indulgencias, dotada de un alto sentido común, de arrogante y hasta podríamos decir de viril continente— la única mujer de genio y de talento de este siglo, y de todos los siglos, en compañía de Safo, quizá, y de Santa Teresa».

Retrato, Francisco de Goya, h. 1823-1828.
(Se cree que es un retrato de Marceline Desbordes-Valmore. La fotografía se encuentra en el tercer volumen de «Mansiones inspiradas y sitios románticos».)

Las alabanzas a su obra hicieron que el Tiempo no le perdonara la osadía de tener un talento que lo retara, de modo que épocas posteriores, no menos convulsas que la de Marceline —tenía tres años cuando estalló la Revolución Francesa—, apilaron sus poemarios en desvanes y en libreros polvorientos de bibliotecas huérfanas de lectores. Sin embargo, como toda persona bendecida por un don, la autora de elegías, idilios y romanzas, sólo ha tenido que esperar, como la Bella Durmiente, que llegara quien la despertara.

La encomienda de interrumpir el sueño de Marceline Desbordes-Valmore ha sido tarea de Somos Libros. La editorial ha publicado una antología bilingüe que recoge 22 poemas, traducidos por Valèria Gaillard, algunos manuscritos, dos fotografías y un breve prólogo de Pere Gimferrer. Poemas elegidos inicia una colección, titulada Mitades de una gota, que tiene la intención de desempolvar obras de vates femeninas. Es un proyecto muy atractivo y al que sólo le pido una letra algo más grande.

Perdónenme la deformación profesional, pero voy a acercarme a los versos de Marceline desde detrás del telón, pues pienso que de la mano van su vocación poética y su oficio de actriz y cantante de ópera. Ella formó parte del elenco del Teatro Nacional de la Opèra-Comique de París y del Teatro La Monnaie, ubicado en Bruselas y también destinado al mismo género musical.

La interpretación tiene sitio en su poesía, al menos es lo que siento cuando la leo. Marceline fue autodidacta, sus estudios académicos eran casi nulos. Fue su bonita voz la que le abrió las puertas de los escenarios, donde se ganó la vida hasta que decidió —y pudo— dedicarse a escribir sobre el amor pasional, maternal, de hermandad y sobre las injusticias sociales. Marceline Desbordes-Valmore estuvo interpretando personajes de ficción hasta que dio a sus sentimientos un espacio independiente donde revelarse.

Cristo en la Cruz, Eugène Delacroix, óleo sobre lienzo, 1846.
(Marceline consiguió que su hijo Hippolyte entrara en el taller de Delacroix, a quien apreciaba mucho. A este lienzo le dedicó un largo poema  que tituló «Un Cristo en el Salón de 1847». Así muestra sus sentimientos ante el Señor:
«¡Oh Cristo! ¡Oh pies sangrientos! ¡Oh cara inclinada!
¡Oh grandeza! ¡Oh Dios muerto que para nosotros nació!»)

El amor, la amistad y los problemas de su sociedad, como he dicho, son temas representados en su obra, pero desde lo particular. Los conflictos vivenciales y de conciencia dan argumentos a su poesía. Por eso es que también evoca a la libertad, que encuentra en el desamparo una forma de reclamo —Una carta de mujer comienza así: «Te escribo, aunque ya sé que ninguna mujer / debe escribir…».

Marceline Desbordes recibió una herida de amor que se extiende por sus versos como una planta carnívora. La otra gran afrenta existencial que tuvo que sobrellevar fue la muerte de sus hijos —Hippolyte fue el único que sobrevivió a su madre—, pero Marceline encontró en Dios, a quien incluye en su obra, consuelo para sobrellevar tantos duelos.

Al leer los elogios que Verlaine y Baudelaire dedicaron a la poesía de Marceline percibimos el tono paternalista con que se acercaron a su obra. Sin embargo, el hecho cierto es que su poesía es poderosa por sí misma; es decir, fructifica al margen de las honestas y merecidas alabanzas. Un ejemplo es que su decisión de negarse a encorsetar lo subjetivo, su necesidad de volcar en el tintero las emociones nacidas de sus experiencias —a diferencia de los parnasianos que priorizaban la estructura del poema—, no pasó inadvertida a los simbolistas.

Marceline representada en la pintura del techo de la sala del «Teatro Municipal de Douai», en Francia. 

Cuando leo los versos de Marceline Desbordes me parece estar viéndola en un escenario. La escucho —actriz interpretando—, a la vez que la asocio con el personaje que declama. ¡Es la suya una poesía tan abundante en interrogaciones y en exclamaciones! —las frases interrogativas y exclamativas permiten al actor enfatizar dudas, inseguridades, asombros, congojas, alborozos…

El tránsito del teatro a la poesía no la hizo renegar de su pasado dramático. No. Es algo que siento cuando la leo. En sus poemas hay conflicto, hay ritmo, hay pasión. Y diría que hasta hay un nudo que conduce a un desenlace. Son recursos de la dramaturgia de su tiempo —ella conocía muy bien el lirismo trágico de Jean Racine y Pierre Cornielle, los príncipes del teatro dramático del Siglo de Oro francés.

En la poesía de Marceline Desbordes-Valmore conviven la estructura de la escritura poética y de la escritura escénica, que, por entonces, era intencional y hecha para declamar —la carga anímica es condición fundamental en el trabajo actoral.

¡Oh…, cómo el teatro se deja seducir por las expresiones de las heridas del alma! Pero, amigos, en Marceline no hay academicismo. No hay artificialidad. Brotan sus versos como burbujas de manantial, alejándose de otros autores románticos que estaban tan urgidos de mostrarse sufridos y melancólicos que convirtieron sus obras en espejos de su «postureo».

Creo que Poemas escogidos es un volumen para atesorar. Para que puedas comprobarlo, y aunque es necesario leerlo en su conjunto para escucharla declamar, para verla interpretarse en un proscenio iluminado por lámparas de gas, escojo cinco poesías que haré acompañar con arpas. ¿Por qué con arpas? Porque me acordé de Gustavo Adolfo Bécquer, otro romántico, este español. Me acordé de estos versos que dicen:

RIMA VII

Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.

¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!

¡Ay!, pensé; ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz como Lázaro espera
que le diga «Levántate y anda»!

Marceline Desbordes-Valmore, como el arpa olvidada de Bécquer, ha estado esperando un nuevo amanecer, que le ha llegado con Poemas elegidos.

POEMAS

Niño con arpa, George Frederick Harris, óleo sobre lienzo, 1882.

REMORDIMIENTOS

¡Todo lo perdí! Mi hijo, por la muerte,
y, ¡en qué momento!, mi amigo, por la ausencia,
no me atrevo a decirlo, ¡ay!, por la inconstancia;
esta duda será el único bien me que dejó la suerte.

Pero este hijo, orgullo de mi alma,
sólo lo debo a los errores del sueño;
de sus bellos ojos vi morir la llama,
sellados por el reposo sin despertar.

Huiste, de una madre tesoro de alegría,
prenda adorada de mis tristes amores;
tus bellos ojos, abriéndose a la luz un día,
condenaron los míos a llorar abrasadores.

A mis arrebatos tú venías a sonreír,
mis brazos rodeaban tu cuna temblorosos;
en este delirio feliz me sorprendió el dormir…
me desperté en una tumba entre sollozos.

Aquí, bajo estas flores, me espera, descansa;
es aquí donde mi corazón se consume con él.
Amor, ¿temes los males que tu delirio amasa?
¡No! huyes, ingrato, cuando la vida es cruel.

Retrato de una muchacha tocando el arpa, Robert Home, óleo sobre lienzo, sin fecha.

EL CONCIERTO

¡Dios mío, qué velada! ¡Cuánto sufrí!
Embriagada por la emoción, seguí la Esperanza,
que embrujaba para mí el entorno del concierto,
¡Y cuánto debía yo llorar tu ausencia!

Entre el gentío, cien veces me pareció verte;
mi deseo siempre burlado sólo besaba tu sombra;
el amor de repente me la dejaba atisbar,
¡para arrastrarla veloz al más oscuro rincón!
Seducida por mi corazón siempre agitado,
veía en la confusión errar tu dulce imagen,
como un astro adorado envuelto en una nube,
perfora la oscuridad con sus rayos vacilantes…

Por primera vez insensible a tus encantos,
arte de Orfeo, arte del corazón, no reconocí tu ley:
pertenecía entera al Amor, mi único rey y señor,
y él, cruel, mis lágrimas me hizo verter.
De un canto divino, ¿saboreamos la dulzura
cuando la voz de nuestro amado oímos?
Temía tu seducción suprema,
encendía demasiado mi languidez.
Las notas de una arpa melancólica,
al golpear mi pecho, lo hacían temblar;
abrumaban mis oídos atentos,
y me sentía desfallecer.

¡Y tú! ¿qué hacías tú, ídolo adorado,
cuando tu ausencia eternizaba el día?
Mientras todo mi ser al amor yo ofrecía,
¿me diste acaso tus fantasías?
¿Lloraste por la lentitud del tiempo?
¿por una tarde… por un siglo entero esperando?
¡No! Su peso doloroso aplasta al más tierno;
sola, he contado las horas, los instantes:
he languidecido sin tregua, arrancada de mí misma;
y tú, ¡ni siquiera me buscaste!

¡Y qué! La impaciencia llenó mi pecho,
harta de ruborizarme por mi dulce infortunio,
me escapo al fin de este ruidoso enjambre
de mariposas nocturnas, cuyo homenaje importuna.
La hora, hoy tan lenta de pasar,
sigue sin querer avanzar con más agilidad,
pero al menos estoy sola, sola con mi tristeza,
y esbozo, soñando, esta carta para ti,
tú, ¡a quien yo esperaba, a quien yo acuso, a quien yo amo!
tú, ¡mi único deseo, mi tormento, mi felicidad!
Y sólo a ti quiero entregarla,
para que la leas en mi corazón.

La marquesa de Northampton tocando un arpa, Sir Henry Raeburn, óleo sobre lienzo, 1820.

EL ADIÓS DEL ANOCHECER

¡Dios, qué tarde! ¡Qué sorpresa!
El tiempo huyó como un rayo;
las campanas sonaron doce veces,
y cerca de ti todavía estoy sentada,
lejos de presentir la hora de dormir,
¡todavía creía atisbar un rayo de sol!

¿Puede ser que el pájaro duerma ya en el follaje?
¡Ah! ¿Cómo dormir con este buen tiempo?
Las estrellas encendidas brillan en el arroyo,
y el cielo no muestra ni una nube.
Se diría que es por el Amor,
¡que una noche tan bella el día remplazó!
Pero debes volver a tu cabaña,
vigila no despiertes el perro dormido;
no reconocería a su amigo,
y delataría mi imprudencia a mi madre.
No me respondes, ¡apartas los ojos!
¡Ay! ¡En vano quieres esconder tu tristeza!
Todo lo que falta a tu ternura
¿no falta acaso a mis deseos?
Dame valor para abandonarte;
escucha a la razón, vete. ¡Suelta mi mano!
Medianoche; el pueblo entero descansa,
y nosotros aquí estamos hasta el alba.

¡Escucha! Si el anochecer nos hiere,
pronto el día sabrá reunirnos,
y la felicidad del recuerdo
se confundirá otra vez con la dicha.
Veo que, a pesar de confiar en tu regreso,
diciéndote adiós cada noche, suspiro;
¡Ah, si pudiéramos pronto desaprender a decirlo!
¡Triste palabra no apta para el amor!

Sarah Curran tocando el arpa, William Beechey, óleo sobre lienzo, 1805.

EL ALMA ERRANTE

Soy la plegaria que pasa
por la tierra despojada;
soy esa paloma airosa,
y busco, Amor, tu morada.
Emprendo la ruta fecunda,
colecto la vida aquí y allí,
voy por el mundo vagabunda,
del soplo de Dios me así.

El soplo depuró el amor
que vertía mi hondo cantar
y repartía su santo fervor
para el pobre cautivo ofrendar.
Y aquí estoy alabando ahora
mi único haber, el pasado,
volando de aurora en aurora,
hacia un futuro indescifrado.

Voy al desierto de aguas vivas
para lavar mi corazón alado,
porque sé que hay otras orillas
¡para los que no te han encontrado!

Y veré alzar las falanges
de pueblos famélicos, muertos;
como se van los ángeles,
expulsados y por fin devueltos.

Soy madre, dejadme pasar,
pediré de nuevo a la suerte
los frutos de una flor al azar,
niños robados por la muerte.
Creador de sus tiernas gracias,
tú que cuentas los lamentos,
dime si con un mar de lágrimas,
¡mis hijos me serán devueltos!

La sala de música, George Goodwin Kilburne, óleo sobre tabla, sin fecha. 

LAS DOS AMISTADES

A mi amiga Albertine Gantier

Hay dos Amistades como hay dos Amores.
Una se parece a la imprudencia;
hecha para la edad feliz que la ignora,
es un niño que siempre ríe.
Ruidosa, cándida, ligera,
es un estallido de alegría.
A los prejuicios del mundo indócil, ajena,
confunde las clases y juega con ellas.
La intuición del corazón es su ciencia,
y su guía, la confianza.
La infancia no sabe odiar;
ignora qué es traicionar.
Si la ira en sus ojos (se siente a cualquier edad)
hace verter algunas lágrimas,
la Amistad las detiene y cubre esta nube
con otras flores.
La vemos correr hacia el niño que ama,
acariciar el dolor sin comprenderlo aún,
lanzarle flores menos risueñas que ella,
obligarlo a huir y tomar posesión.

Es ella, ¡oh, mi primer amiga!
cuyo lazo se extiende para unirnos siempre.
Embellece para ti la aurora de mi vida,
adornará también mis últimos días.
¡Oh! ¡Qué amable es su imperio,
que expande un encanto inefable
sobre la juventud y el porvenir,
dulce reflejo del recuerdo!
Ese sueño puro de la infancia
prolongó su inocencia.
El Amor, el tiempo, la ausencia, la desdicha,
parecen respetarlo en el fondo de mi corazón.
Atraviesa con nosotros las tempestades,
cual rayo de cielo que nos guía e ilumina:
es, querida mía, un día sin nubes
que prepara una noche de dulzor.

La otra Amistad, más grave, más austera,
avanza con lentitud, escoge misteriosa;
observa en silencio y teme precipitarse;
aparta las flores por miedo a herirse.
Escogiendo la razón por consejera y guía,
ve por sus ojos y sigue de cerca sus pasos:
se aproxima recelosa, mira con timidez;
ella espera, y no previene.

ENLACES RELACIONADOS

Victor Hugo. Poemas de amor.

Rimbaud y Kiefer y «El durmiente del valle».

Baudelaire y «Las flores del mal». Poemas.

Percy Shelley. Poemas.

Poemas (John Keats).

Lo cómico y la caricatura (Baudelaire).

Katherine Mansfield. Poemas.

Penas de amor de una gata inglesa (Balzac).

Claude Monet. Obras del Musée Marmottan.

Toulouse-Lautrec. Carteles.

Las letanías de la Virgen (Armand Godoy). Poemas.

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Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914.

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