MÁS ALLÁ DEL PAPEL PINTADO
«No podemos decir hasta qué punto nos unimos».
Hannah Arendt
Estudio para el cartel «Carnaval», Pablo Picasso, carboncillo sobre papel verjurado, finales de 1899.
I
Vivió entre abetos, prados y cielos azulados hasta que un mes de octubre, a las afueras del pueblo, donde el camino vuelve a ser de tierra y piedras, la casa abandonada fue adquirida por un forastero que la destinó a bar sin apenas adecentarla. Hasta la apertura de aquel lugar, el protagonista de esta historia vivió un tiempo de paz.
Ha pasado un año desde que visitó por primera vez la cantina que, por cierto, era atendida por su propietario, un ser enjuto y parco en palabras que no hacía nada por evitar a su cliente el molesto zumbido de las moscas y el ladrido incesante del perro que tenía atado al tronco seco de un árbol.
Cuentan que uno, sólo uno, fue tentado.
II
(Se escucha el tintineo producido por el camarero al colocar tan juntos los vasos. El hombre entra y se sienta en la mesa que se ha asignado y, como siempre, pide un trago que nunca llega).
«Bah…, no es para tanto. Todo el mundo fija su mirada en algo», piensa sin quitar la vista de la pared vestida con ese maldito papel pintado. Desde la primera vez que visitó el bar alguien que aparece en la historia del papel lo atrajo. Entonces, no era más que una distracción, un juego. Ahora, un año después, es una obsesión y nada de lo que ha intentado ha conseguido alejarlo de la imagen que lo apresa.
En el papel se representa una escena de caza donde aparecen señores con sus galgos y con sus escopetas echadas al hombro, caballos blancos, damas vestidas de ojeadoras y un grupo de sirvientes. De todos los que integran la excursión, sólo una silueta parece moverse: se trata de una mujer morena con ojos de víbora. Ladeada, dibujada con posibilidades de fisgar lo que sucede en la cantina, la morena lo encara. «Bah…, no es para tanto, no es más que un paisaje coloreado», piensa, nervioso.
Cuentan que uno, sólo uno, fue tentado.
III
«Cerramos», avisa el camarero a su único cliente. «Lo siento, cerramos», se escucha por segunda vez, esta en tonos más graves. Las pupilas del cliente, atrapadas en una esclerótica púrpura por la falta de sueño y la implacable orden de vigilar a la mujer tostada del papel pintado, hacen un último esfuerzo por desprenderse de la imagen. «Cerramos», avisa el camarero por tercera vez —sonríe.
Pero esta vez, el amo del local no se ha dirigido a la mesa, sino a la pared. Allí, enroscado en el vientre de la dama, nadando en veneno de áspid, se encuentra el tenaz concurrente. Ella, Eva, al sentir la mirada de él clavada en su imagen, aquella mirada que lo daba todo, que no le permitía, siquiera, mirar de soslayo al resto de los sujetos que la acompañaban, interpretó el delirio del hombre como un acto de consagración. Y lo devoró. Ahora Adán también forma parte del empapelado de una casa abandonada.
Cuentan que uno, sólo uno, fue tentado… ¡por Satán!
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