MAX BECMANN

«Entonces las formas se convierten en seres y me parecen comprensibles en medio de un gran vacío e incertidumbre espacial al que llamo Dios».
Max Beckmann

Descendimiento de la cruz, óleo sobre lienzo, 1917.

A este artista que tanto gustaba de autorretratarse con atuendos diferentes, en un afán de congelar en el lienzo distintas facetas de sí mismo, la fama le llegó en los años veinte del siglo pasado.

Desde el principio de su carrera, Max Beckmann (1884-1950) decidió volcar en imágenes sólo lo que sus sentidos le revelaban, consiguiendo así que los diferentes ismos no traspasaran las puertas de los estudios que abrió en Francfort, Amsterdam, San Luis y Nueva York, las ciudades que le dieron acogida cuando tuvo que exiliarse.

El artista alemán no tuvo silla asignada en las tertulias de los movimientos artísticos de su época, no colaboró en la elaboración de ningún manifiesto, ni siquiera mostró interés por participar en los proyectos de la puntera escuela Bauhaus. Popularmente hablando, podemos decir que Beckmann fue por libre, huyendo de lo que él consideraba el mayor peligro de la humanidad: el colectivismo.

Autorretrato como arlequín, óleo sobre lienzo, 1921.

De entre todas las manifestaciones de las artes plásticas, la pintura es para mí la que mejor representa la estrecha relación del hombre con su tiempo, la que evidencia con más contundencia las emociones que los acontecimientos de una época provocan en un autor. Pienso que la iconografía pictórica refleja los gozos y padecimientos vividos por el artista de forma más explícita que la arquitectura o la escultura.

Una exposición monográfica es como un gran álbum de fotografías familiar que muestra lo que para el espejo, objeto que devuelve la imagen de un instante, es inalcanzable: los ciclos por los que pasa un hombre. Un álbum fotográfico nos permite contemplar cómo el tiempo horada nuestra vida y una exposición monográfica nos permite conocer los ciclos de un artista.

Retrato de Minna Beckmann-Tube, óleo sobre lienzo, 1924.

La pintura de Max Beckmann, que se inicia bajo el mandato del último emperador alemán Guillermo II, es atravesada por varias saetas: la Primera Guerra Mundial, el período de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y el nuevo orden establecido una vez terminada la contienda. En concreto, Beckmann trabajó en sus obras hasta el 27 de diciembre de 1950, día en que su corazón dejó de latir —el artista se encaminaba al Metropolitan Museum de Nueva York, donde se exponía una obra suya, cuando sufrió un infarto.

Pero fue la Gran Guerra la que decidió su particular estilo. De la pincelada pastosa, de los colores terrosos y los asuntos baladíes de su etapa berlinesa, Beckmann pasó a la pincelada vigorosa, al dibujo perfilado, a los contornos definidos, al uso del negro y a colores más contrastados, adaptando sus imágenes a la conmoción del momento.

Doble retrato de carnaval, óleo sobre lienzo, 1925.

La Primera Guerra Mundial reduce sus materiales de trabajo a papel y lápiz, convirtiéndolo en equilibrista obligado a buscar la proporción entre el espacio reducido y la gran cantidad de información que quiere conservar de su experiencia como camillero militar. Beckmann, impactado por los horrores que conoce de primera mano, usa su arte para dar rienda suelta a las emociones provocadas por lo que ven sus ojos. Los paisajes, los desnudos, los motivos religiosos y las pinturas históricas de su primera época sufren el mismo estremecimiento que el pintor que les dio vida.

La mano delicada se vuelve garra.

Y así es como los desastres bélicos, el nihilismo de entreguerras, el surgimiento de los totalitarismos en Europa y su vida de emigrado absorben su obra, que no es más que la imagen visual de un siglo amenazante que obligó a sus hijos a saltar de drama en drama.

El pececillo, óleo sobre lienzo, 1933.

Pero el dibujo, como he dicho, lo reta a ser más exigente, a separar el grano de la paja. Beckmann, a raíz de la Gran Guerra, se compromete consigo mismo a narrar, mediante imágenes visuales, su interpretación de la realidad, dando todo el espacio a su «Yo».

A mediados de los años veinte, el pintor incorpora a su trabajo los grandes formatos y se va volviendo menos minucioso con los detalles y más amigo de los colores brillantes. Beckmann, en la medida en que pasa el tiempo, siente la necesidad de perfilar las imágenes con carboncillos o pinceles. Y deja de colorear para dibujar con colores, volviéndose menos quisquilloso con la forma definida —algunos cuadros parecen bocetos—. Pero, ojo, sin llegar a la abstracción, pues para el artista la pintura figurativa era la válida. Ni siquiera en su época americana, siendo profesor de alumnos que apostaban por lo novedoso, se dejó seducir por el arte abstracto.

Sus cuadros se vuelven misteriosos y retan al espectador, porque el pintor no da pistas, no está interesado en que su obra sea papilla para bebés, el pintor pretende que hagamos uso de nuestra imaginación como lo ha hecho él durante su proceso creativo.

Max Beckmann, poco a poco, fue liberando al lienzo del dibujo previo, regalándole al espacio bidimensional y blanco su pronto, lo que tenía adentro, el motivo de su inspiración, sin pasar previamente por consulta los sentimientos que se le revelaban. Pero Beckmann no es Otto Dix, aunque en ambos late el mismo nervio. Beckmann, más que dar fe de lo que ocurre —Dix se centra en los efectos—, busca reflejar las causas que conducen a resultados concretos. Es decir, si Otto Dix refleja la realidad, Max Beckmann se zambulle en los orígenes de esa realidad.

Despedida, óleo sobre lienzo, 1942.

Con el paso del tiempo, el tripartito integrado por negro, forma y color tuvo la responsabilidad de materializar la intención expresada por el pintor en 1938:

Partida sí; partida de la engañosa apariencia de la vida hacia las cosas esenciales en sí que están detrás de las apariencias.

Hombre cayendo al vacío, óleo sobre lienzo, 1950.

Hoy reproduzco el texto de la conferencia que Max Beckmann pronunció en Londres el 21 de julio de 1938 con motivo de la exposición Arte alemán del siglo XX.

Sobre mi pintura es, para mí, el escrito que completa el álbum pictórico de Max Beckmann. ¡Quién mejor que él para hablar de su obra! ¡Qué mejor que este texto para conocer al arlequín desvalido, con cigarrillo en la mano y mirada ida, de su Doble retrato de carnaval!

Algunas curiosidades: En su firma la letra mayúscula responde a la ciudad donde pintó el cuadro. Gustaba de los formatos largos y estrechos, de incorporar instrumentos musicales a su narrativa, de crear figuras escultóricas, de los maestros flamencos e italianos, de fechar los cuadros cuando se desprendía de ellos, no cuando los terminaba, que es lo habitual.

Pantalán, óleo sobre lienzo, 1905.

SOBRE MI PINTURA
(Texto íntegro).

Autorretrato con sombrero de jugador de bolos, punta seca y papel, 1921-1922.

Antes de que empiece a daros una explicación, una explicación prácticamente imposible de dar, me gustaría subrayar que nunca he intervenido en ningún tipo de actividad política. Lo único que he intentado es realizar mi concepción del mundo lo más intensamente posible.

La pintura es cosa harto difícil. Absorbe totalmente al hombre en cuerpo y alma, así que he pasado como un ciego por delante de muchas cosas pertenecientes a la vida real y política.

Creo sin embargo que existen dos mundos: el mundo de la vida espiritual y el mundo de la realidad política. Ambos son manifestaciones vitales a veces coincidentes, pero que difieren mucho en sus principios. Dejo a vosotros decidir cuál de esos mundos es más importante.

Lo que yo quiero mostrar en mi trabajo es la idea que se esconde detrás de lo que llamamos «la realidad». Busco el puente que conduce de lo visible a lo invisible, como dijo una vez el famoso cabalista: «Si quieres atrapar lo invisible, debes penetrar lo más profundamente que puedas en lo visible».

La sinagoga, óleo sobre lienzo, 1919.

Mi objetivo es siempre captar lo mágico de la realidad y trasladar ésta a la pintura. Hacer visible lo invisible a través de la realidad. Puede que suene paradójico, pero, de hecho, la realidad es la que conforma el misterio de nuestra existencia.

Lo que más me ayuda en esta tarea es la penetración del espacio. Peso, anchura y profundidad son los tres fenómenos que debo trasladar a un plano para formar la superficie abstracta del cuadro, protegiéndose así de la infinitud espacial. Mis figuras van y vienen, evocadas por la suerte o la desgracia. Trato de fijarlas despojadas de su aparente cualidad accidental.

 

Autorretrato con pañuelo rojo, óleo sobre lienzo, 1917.

Uno de mis problemas es encontrar la mismidad, que sólo tiene una forma y es inmortal; encontrarla en animales y hombres, en el cielo y en el infierno que, juntos, conforman el mundo en que vivimos.

Espacio y más espacio es la divinidad infinita que nos rodea y en la que nosotros mismos estamos contenidos.

Esto es lo que trato de expresar a través de la pintura: una función diferente de la poesía y de la música, pero, para mí, una necesidad predestinada.

Cuando entran en mi vida acontecimientos espirituales, metafísicos, materiales o inmateriales, sólo puedo fijarlos a través de la pintura. No es el asunto lo que me importa, sino el traslado pictórico del asunto a la abstracción de la superficie. Es por ello que apenas necesito abstraer las cosas, porque cada objeto ya es de por sí bastante irreal, tan irreal que sólo a través de la pintura puedo hacerlo real.

La noche, óleo sobre lienzo, 1918-1919.

A menudo, muy a menudo, estoy solo. Mi estudio de Ámsterdam, un enorme y antiguo almacén de tabaco, vuelve a llenarse en mi imaginación con figuras de los viejos y de los nuevos tiempos, como un océano agitado por la tempestad y con el sol siempre presente en mis pensamientos. Entonces las formas se convierten en seres y me parecen comprensibles en medio de un gran vacío e incertidumbre espacial al que llamo Dios.

A veces encuentro ayuda en el ritmo constructivo de la cábala, cuando mis pensamientos divagan desde Oannes Dagón hasta los últimos días de los continentes sumergidos. De igual sustancia son las calles, con sus hombres, mujeres y niños, grandes señoras y prostitutas, criadas y duquesas. Me parece encontrarlas, como sueños de doble significado, en Samotracia y Piccadilly y Wall Street. Son Eros y el anhelo de olvidar.

Baño de mujeres, óleo sobre lienzo, 1919.

Todas estas cosas acuden a mí en blanco y negro como la virtud y el delito. Sí, blanco y negro son los dos elementos que me afectan. Por suerte o por desgracia no puedo verlo todo en negro o todo en blanco. Una visión única sería bastante más sencilla y clara, pero entonces no sería real. Muchos sueñan con ver sólo lo blanco y auténticamente hermoso, o lo negro, feo y destructivo. Pero yo no puedo dejar de percibir ambos, pues sólo con los dos, el negro y el blanco, puedo ver a Dios como una unidad que crea una y otra vez un gran drama terrestre eternamente cambiante.

Así, sin quererlo, he avanzado desde el principio hacia la forma, hacia las ideas trascendentales, campo éste que no es de ninguna manera el mío, aunque esto no me avergüenza.

La familia, óleo sobre lienzo, 1920.

A mi modo de ver, todas las realidades artísticas importantes, desde la ciudad caldea de Ur, desde Tell Halaf y Creta, han sido siempre originadas a partir del más profundo sentimiento acerca del misterio del Ser. La autorrealización es el impulso de todos los espíritus objetivos. Ésta es la mismidad que ando buscando en mi vida y en mi arte.

El arte es creativo en aras de la realización, no de la diversión; en aras de la transfiguración y no del juego. La búsqueda de nuestra mismidad es la que nos conduce a lo largo del eterno e interminable viaje que todos debemos vivir.

Mi forma de expresión es la pintura; existen, por supuesto, otros medios como la literatura, la filosofía o la música, pero como pintor que soy, maldecido o bendecido por una sensualidad terrible y vital, he de buscar la sabiduría con los ojos. Lo repito: con mis ojos, porque no hay nada más ridículo e insignificante que un «concepto filosófico» pintado de forma puramente intelectual, sin que la terrible furia de los sentidos haga presa en cada forma visible de la belleza y fealdad. Si de esas formas que he hallado en lo visible resultan temas literarios —como retratos, paisajes o composiciones reconocibles—, todos ellos han sido originados por los sentidos, en este caso por los ojos, y cada motivo intelectual ha sido nuevamente transformado en forma, color y espacio.

Paisaje primaveral en el parque Louisa, óleo sobre lienzo, 1924.

En la pintura, lo intelectual y trascendental se unen entre sí gracias a la ininterrumpida labor de los ojos. Cada sombra de una flor, un rostro, un árbol, un fruto, un mar, una montaña, es percibida sin vacilaciones por la intensidad de los sentidos, a lo que se añade, de una manera inconsciente, el trabajo de la mente y, finalmente, la fuerza o debilidad del alma. Este genuino y eternamente inmutable centro de fuerza es el que capacita a la mente y a los sentidos para expresar realidades personales. Es la fuerza del alma la que obliga a la mente a un constante ejercicio para ensanchar su concepción del espacio.

Algo de esto contienen tal vez mis cuadros.

Salida, óleo sobre lienzo, 1933-1935.

La vida es difícil, como quizá todos sepan ya. Precisamente para huir de estas dificultades practico yo la placentera profesión de pintor. Admito que existen maneras más lucrativas de huir de las así llamadas dificultades de la vida, pero me concedo a mí mismo mi propio lujo particular: la pintura.

Desde luego es un lujo crear arte, y más aún insistir en expresar la propia opinión artística. No hay nada más lujoso que esto. Se trata de un juego, y de un buen juego por lo menos para mí; uno de los pocos juegos que convierten esta vida, a veces difícil y deprimente, en algo un poco más interesante.

Quappi con suéter rosa, óleo sobre lienzo, 1932-1934.

El amor, en sentido animal, es una enfermedad, pero también una necesidad que uno tiene que superar. La política es un juego extraño no exento de peligro —según me han dicho—, pero a veces ciertamente divertido. Comer y beber son hábitos que no hay que despreciar, pero que a menudo entrañan consecuencias desafortunadas. Circunnavegar la tierra en noventa y una horas debe de ser algo muy intenso, como participar en una carrera automovilística o escindir el átomo. Pero lo más agotador de todo es el aburrimiento.

Dejadme, pues, participar en vuestro aburrimiento y en vuestros sueños mientras vosotros participáis en los míos, que podrían muy bien ser los vuestros.

Para empezar, ya se ha hablado bastante de arte. Después de todo, debe resultar siempre insatisfactorio tratar de expresar los propios actos con palabras. Tenemos que seguir y seguir, conversando y pintando y haciendo música, aburriéndonos, excitándonos, haciendo la guerra y la paz tanto como dure la fuerza de nuestra imaginación. La imaginación es tal vez la característica más decisiva de la humanidad. Mi sueño es la imaginación del espacio, cambiar la impresión óptica del mundo de los objetos mediante una trascendental progresión aritmética del mundo del ser íntimo. Éste es el precepto. En principio, se admite toda alteración del objeto que tenga a sus espaldas un poder creativo lo suficientemente fuerte. Que esta alteración cause excitación o aburrimiento en el espectador es asunto vuestro.

Mujeres en la playa bajo las sombrillas, acuarela, 1936.

La aplicación uniforme de un principio de forma es la que me guía a la hora de alterar imaginativamente un objeto. Una cosa es segura: tenemos que transformar el mundo tridimensional de los objetos en el mundo bidimensional del lienzo.

Si el lienzo se llena tan sólo de una concepción bidimensional del espacio, tenemos el arte aplicado, el arte ornamental. Esto puede ciertamente producirnos placer, si bien yo personalmente lo encuentro aburrido, ya que no me proporciona una sensación visual suficiente. Transformar tres dimensiones en dos es para mí una experiencia mágica en la que vislumbro por un momento esa cuarta dimensión que busco con todo mi ser.

Quappi con loro, óleo sobre lienzo, 1936.

En principio, siempre he estado en contra de que el artista hable de sí mismo o de su obra. Hoy no me causa ni vanidad ni ambición el hablar de asuntos que por regla general no se deben expresar ni siquiera a uno mismo. Pero como el mundo se encuentra en un estado tan catastrófico y el arte está tan desorientado, yo, que llevo treinta años viviendo prácticamente como un ermitaño, me veo forzado a salir de mi guarida para expresar estas pocas ideas que, con harto esfuerzo, he llegado a comprender en el transcurso de los años.

El mayor peligro que amenaza a la humanidad es el colectivismo. En todas partes se están llevando a cabo intentos de rebajar la felicidad y el modo de vida del género humano al nivel de las termitas. Estoy en contra de estos intentos con todas mis fuerzas.

La representación individual de un objeto, tratada de forma indulgente o crítica, es extremadamente necesaria y constituye un enriquecimiento para el mundo de las formas. La eliminación de la realidad humana en la representación artística causa ese vacío que nos hace sufrir a todos en distinto grado: es necesaria una alteración individual de los detalles del objeto representado para mostrar en el lienzo toda la realidad física.

Bodegón con rosas amarillas, óleo sobre lienzo, 1937.

Hay que restablecer la afinidad y la comprensión humanas. Existen muchos modos y maneras para conseguirlo. La luz me es muy útil, por un lado, para dividir la superficie del lienzo, por otro para penetrar con profundidad en el objeto.

Como aún no sabemos en qué consiste realmente esta mismidad en la que vosotros y yo estamos expresados en nuestras diferentes maneras, hemos de escudriñar cada vez más profundamente hasta descubrirla. Porque la mismidad es el gran misterio velado del mundo. Hume y Herbert Spencer estudiaron sus distintas concepciones, pero al final no fueron capaces de descubrir la verdad. Yo creo en ella y en su forma eterna, inmutable. Su camino es, de una manera extraña y peculiar, el nuestro. Y por esta razón estoy sumergido en el fenómeno del Individuo, el así llamado Individuo pleno, y trato de explicarlo y presentarlo con todos los medios. ¿Qué eres tú? ¿Qué soy yo? Éstas son las interrogantes que constantemente me persiguen y atormentan, y que tal vez también jueguen algún papel en mi arte.

Guerrero y mujer-pájaro, óleo sobre lienzo, 1939.

El color, como la extraña y magnífica expresión del inescrutable espectro de la Eternidad, es hermoso e importante para mí en tanto que pintor; lo utilizo para enriquecer el lienzo y para explorar más profundamente en el objeto. El color también ha determinado hasta cierto punto mi visión espiritual, pero está subordinado a la luz y —por encima de todo— al tratamiento de la forma. Un color demasiado enfatizado a expensas de la forma y el espacio se manifestaría doblemente en el lienzo, y ello rayaría en la artesanía. Hay que utilizar juntos colores puros y tonos ásperos, porque se complementan unos a otros.

De todas formas, todo esto sólo son teorías y las palabras son poco significativas para definir los problemas del arte. Mi primera impresión íntima, la que me gustaría conseguir, puedo convertirla en realidad a través de una visión ebria.

Bailarinas en negro y amarillo, óleo sobre lienzo, 1943.

Una de mis figuras —tal vez una de las de mi obra La tentación— me cantó una noche esta extraña canción:

Vuelve a llenar de alcohol tus jarras, y ofréceme la más grande… En éxtasis encenderé para ti las grandes velas ahora en la noche, en la noche profundamente negra.

Jugamos al escondite, jugamos al escondite a través de mil mares nosotros los dioses… cuando los cielos están rojos al mediodía, cuando los cielos están rojos por la noche. Vosotros no podéis vernos, no; vosotros no podéis vernos pero vosotros sois nosotros mismos… Esto es lo que nos hace reír con tanta alegría cuando los cielos están rojos en medio de la noche, rojos en la más negra de las noches.

Las estrellas son nuestros ojos y las nebulosas nuestras barbas… Nuestros corazones son las almas de la gente. Nos escondemos y vosotros no podéis vernos, que es precisamente lo que queremos cuando los cielos están rojos a mediodía, rojos en la más negra de las noches.

Nuestra antorchas arden incesantemente…, plata, púrpura, violeta, verde-azul y negro. Las llevamos en nuestra danza por encima de los mares y las montañas, a través del tedio de la vida. Dormimos y en nuestros cerebros danzan sueños oscuros… Nos despertamos, y los planetas se congregan para la danza entre banqueros y locos, putas y duquesas.

 

Rey y demagogo, litografía, 1946.

Así me cantó la figura de mi Tentación durante bastante tiempo, tratando de escapar del cuadro de la hipotenusa para alcanzar una particular constelación de las Hébridas, a los gigantes rojos y al sol central.

Y entonces me desperté y sin embargo seguí soñando… La pintura se me aparecía constantemente como el solo, único logro posible. Pensaba en mi gran viejo amigo Henri Rousseau, ese Homero en la garita de Consumos cuyos sueños prehistóricos me han transportado a veces cerca de los dioses. Le saludé en mi sueño. Cerca de él vi a William Blake, noble emanación del genio inglés. Me dirigía con las manos amistosos saludos como un patriarca supraterrenal. Ten confianza en los objetos, me decía. No te dejes intimidar por el horror del mundo. Todo está ordenado y correcto, y debe cumplir su destino para alcanzar la perfección. Busca este camino y alcanzarás, dentro de tu propia mismidad, una aún más profunda percepción de la eterna belleza de la creación; conseguirás una liberación creciente de todo aquello que ahora te parece triste o terrible.

Interior con muchachas (Siesta), óleo sobre lienzo, 1947.

Al despertar me encontré en Holanda, en medio de un gran torbellino mundial. Pero mi fe en la liberación final y la absolución de todas las cosas, buenas o malas, había salido nuevamente reforzada. Pacíficamente recliné la cabeza sobre la almohada… para dormir, y soñar, una vez más.

Litografía, 1948.

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