NO HAY COMO UNA NOCHE DE AMOR
Flora, René Portocarrero, técnica mixta sobre papel, 1978.
Entre rocallas, rodeada de malezas y espinas, y polvo de arena seca y sucia, nació un pequeño rosal. Su delgada silueta y sus pálidas hojas mostraban su enorme pena, pues las malas hierbas lo miraban con envidia y lo asediaban, intentando asfixiarlo.
«No eres más que un intruso, un presumido», escribían con sus púas en las delicadas hojas de la pálida planta.
—¿Quién te va a querer siendo, como eres, tan raro? —chillaban frotando sus ásperas espigas—. ¡Déjalo, déjalo, ya se cansará! ¡Se morirá de pena! ¡Nadie lo querrá!
Pobre rosal tan bello y delicado cuyas ramas, deseosas de brotes, crecían desamparadas y sin amor.
El rosal fallecía lentamente, resignado a morir sin flor.
La entrada del otoño anunciaba su final. Los días se hacían cada vez más cortos y el sol iba cediendo paso a las noches grises y frías.
—¡Se morirá, se morirá! —gritaban las malas hierbas—. ¡El viento lo derrotará!
Y el viento llegó. Y llegó con furia, con unas ganas locas de amor. Y allí lo encontró, entre los riscos, rodeado de hierbajos, hermoso en su soledad.
Y lo abrazó, lo rodeó con su aliento fuerte y besó su esbelto y desnudo talle, le regaló caricias y goces nunca antes soñados, y se marchó.
A la mañana siguiente, la planta tenía hojas y un hermoso botón, y a la tarde noche, a sus pies, y asolados, los cardos la contemplaban.
Orgullosa y galante, en pleno otoño, la Rosa Blanca centelleaba.
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