DESHADADA, ¿PARA QUÉ SIRVE LA LLUVIA?

«… sin lluvia, hada sin alas, la vida se apagaría».

Collage, Gabriela, caramelos, galletas, botones, lentejuelas, barra de labios y figuras de Navidad.

Había una vez un hada sin alas que todos llamaban… Deshadada.

Deshadada vivía dentro de una tinaja que tenía una gran chimenea por donde salía, noche y día, un humo denso y de muy mal olor.

Deshadada vivía pendiente de que no lloviera, pues se había comprado unos zapatos acharolados de tacón muy alto y no quería que el barro que se forma, cuando agua y tierra se juntan, los estropeara.

Por eso, Deshadada había inventado una pócima que ponía a hervir cada mañana y que, debido a los ingredientes con que estaba hecha, y que subían al cielo ayudados por la humareda, alejaba las nubes abultadas.

—Algo debemos hacer. Si sigue sin llover los campos se marchitarán, las vacas se quedarán sin pasto para rumiar, los pozos se secarán y no podremos asearnos, ni beber, ni comer… —comentaban, alarmados, los vecinos del hada sin alas.

—No atiende a razones. Para ella el mundo gira alrededor de sus zapatos —dijo, cabizbajo, el panadero.

—Cada vez que le hablamos y le explicamos que la lluvia es un tesoro precioso aprieta fuerte la boca y, tac-tac-tac, taconeando se vuelve a su morada —comentó la farmacéutica del pueblo.

—¿Qué hora señala el reloj del Ayuntamiento? —quiso saber una madre con su hijo en brazos.

—Algo más del mediodía, señora María.

—Muy bien, buena hora para comer. A las cinco de la tarde, luego de la breve siesta, todos debemos estar debajo del sauce llorón para tomar una decisión definitiva.

Era primavera, las campiñas debían estar reverdecidas y las avecillas piando a la clara luz del día. Pero el horizonte se mostraba triste, silencioso, y las ramas de los árboles, que para esa época deben estar colmadas de brotes, mostraban su desnudez. ¡Un largo año llevaba Deshadada poniendo en práctica la maléfica receta, que alejaba la esperanza y dejaba en aquellas tierras desilusiones y lágrimas!

Un cuervo muy astuto, que veía cómo peligraba su estancia en aquella comarca por culpa de la escasez de agua, se acercó al hogar de Deshadada.

—Buenas tardes, amiga mía. Veo que está usted cortando cebolla y que tiene los ojos rojos como dos cerezas; la fruta, por cierto, que a mi paladar más placeres da —dijo el cuervo con las alas quietas en señal de respeto—. Si quiere, puedo ayudarla a preparar… el cocimiento.

Deshadada lo miró fijamente y lo rechazó. Pero, antes de que el cuervo saliera por la ventana, reconsideró su respuesta y aceptó la propuesta, ya que la faena se presentaba larga y cierto era que la cebolla escocía más que otros días.

Para la pócima que Deshadada elaboraba había que mezclar en un caldero ajos negros, cebollas, uñas de gato, pelos de oveja, patas de cucarachas, cacas de perro y, cuando el sofrito estaba en su punto, tres tazas de pis de carnero, pimienta, canela y sal. El cuervo escuchó la receta y, muy atento, siguió las indicaciones del hada sin alas. Pero, realmente, lo que el cuervo quería era ganar la confianza de aquella egoísta para descubrir dónde estaba la llave del armario donde Deshadada guardaba sus zapatos de charol.

—¡Ea!, ya está. Mira el humo que sale por la chimenea. ¡No lloverá en tres días!, te puedes marchar —y sin más miramientos Deshadada despidió al cuervo y se puso a chillar—: ¡Que no vuelvan las lluvias, que no vuelvan! ¡Que el cielo quede desnudo, que las nubes color de nieve se marchen a otras tierras!

El cuervo no consiguió su objetivo. No supo dónde Deshadada, que descalza por la casa andaba, guardaba la famosa llave que protegía aquellos tacones que la enloquecían. Pero de camino a su casa tuvo una brillante idea que expuso en la reunión que, para esa tarde, se había organizado debajo del sauce llorón, el árbol donde la comunidad tomaba las decisiones importantes.

No se escuchaba ni balar, ni mugir, ni sisear, ni cacarear, ni maullar, ni graznar, ni ulular… hasta que una señora del pueblo se atrevió a preguntar:

—¿Has descubierto algo que nos pueda ayudar?

—Pues…, sí y no —contestó el cuervo, dándose importancia.

—¿Cómo…? ¡¿Piensas tomarnos el pelo?! —quiso saber el frutero.

—No…, faltaría más, señor frutero. ¡Y mucho menos a usted…! Sabe que su mercancía es un placer para mis sentidos.

—¿Entonces…? —quisieron saber los allí reunidos.

—No se impacienten, por favor —dijo el cuervo con presteza, pues los ánimos no estaban ni para bromas ni para cantos—. En verdad, no sé dónde esconde Deshadada sus zapatos, pero…

-¡Oh….! ¡Puaf…! ¡Bah…! —se escuchó aquí y allá.

—Pero… —el cuervo tomó el control de la reunión poniendo firmeza en su voz—, se me ha ocurrido una gran idea. Ya saben que yo soy el rey del ingenio y…

—Bueno, cuervo, ¿otra vez? ¡Al grano, pájaro, al grano!

—Perdón, ejem, perdón. Como les decía, tengo una brillante idea. Pero, eso sí, requiere para llevarla a cabo de la colaboración de nuestras amigas las hormigas excavadoras.

—¡Aquí estamos! ¡Te escuchamos! —contestaron los insectos, que estaban muy atentos y contentos de poder ayudar a los habitantes del pueblo.

—Bueno, pues, si nos fijamos bien, los tacones de charoles son finos y largos y… —el cuervo carraspeó y aleteó mostrando el pulido que, para esa tarde, le había dado a sus plumas y a su pico.

—Uh, uh, uh —ululó el búho—. Es cosa sabida esa, ¿y qué?

—Pues que si hacemos pequeños agujeros en la tierra de su jardín evitaremos que Deshadada pueda regresar a casa cuando salga a pasear.

—¿Agujeros? ¡No comprendo! —el búho, ave seria, se mostraba inquieto—. ¿No será otra de tus ocurrencias, verdad, cuervo?

—No, no piense eso, señor. Esto es un asunto grave, me hago cargo. He dicho agujeros, ha entendido usted bien. Agujeros, sí. Agujeros que dejarán a Deshadada, cuando los pise, clavada en el suelo. Y si no regresa a su casa ¿qué pasaría? —y se puso a dar saltitos y a aletear.

—Cuervo, otra vez dándote ínfulas —dijo, molesta, una babosa de antenas muy largas.

—¡Oh, no! ¿Es que no lo pillan? ¡Se quedará sin zapatos! Y eso nos lleva a que no tendrá razones para continuar preparando su receta. Entonces, entonces…, ¡lloverá a cántaros!

—¡Ah! ¡Oh! ¡Hurra! —gritaron unos, y otros—: ¡Aprisa, empecemos!

—Muy bien, muy bien, pero hay que saber antes lo que hay que hacer… para poder hacerlo muy bien —pronunció el maestro de escuela.

—Debajo de su jardín está la oficina bancaria de los trasgos —informó el cuervo, mostrando en un plano el sitio exacto. Y continuó—: Hay que hablar con ellos para que las hormigas puedan acceder al subsuelo. Desde allí, nuestras amigas podrán horadar el jardín sin ser vistas por el hada sin alas —y, dirigiéndose a las hormigas, les comentó—: Chicas, para que el plan dé buen resultado, los orificios deben tener el ancho de sus tacones, ni más ni menos.

—¡Ah!, ¿pero no sabemos cuánto miden? —respondieron, afligidas, las hormigas.

Y todos los demás vecinos al unísono dijeron: —¡Oh! ¡Oh! ¡No sabemos, no sabemos!

—Yo sí lo sé, fui quien hizo esos tacones —informó el zapatero, quitándose los espejuelos.

Y así fue cómo Deshadada quedó atrapada entre los dos verdes setos del jardín de su casa. Intentó una y otra vez sacar los finos y altos tacones de los agujeros. Pero nada pudo hacer y, como no estaba dispuesta a abandonar su calzado, allí se quedó plantada mientras se consumía en la cazuela, poco a poco, su brebaje.

Cuentan que durante una semana, que fue el tiempo que el hada estuvo atrapada en sus zapatos, los niños del lugar fueron a visitarla. Dicen que se turnaban para no dejarla sola y que aprovechaban las horas explicando a Deshadada lo importante que es que llueva.

«¡Pero se mojarán tus zapatos y no podrás jugar con tus amigos un rato!», dicen que les decía. Y que los niños le contestaban: «No importa, Deshadada. Es fundamental que llueva porque, sin lluvia, hada sin alas, la vida se apagaría».

Y así fue cómo, en compañía de los muchachos, Deshadada comprendió su error y se descalzó.

Entonces, la tierra árida se empapó, los ríos se recuperaron, los ganados engordaron, el aire se purificó, los árboles dieron frutos, las hortalizas crecieron y ni el calor fue tan intenso ni el frío tan helador.

Las lecciones y el cariño que el hada sin alas recibió de grandes y chicos produjeron tal efecto en ella que, a partir de entonces, aprendió a devolver bien por mal. A partir de entonces, las fuentes dieron agua y las risas de los niños corrieron por valles y montañas.

Ah, y en el hogar de Deshadada, en vez de brebajes pestilentes, hallarás ricos pasteles, helados y tartas servidos en vajillas de… ¡zapatos diferentes!

Cuento inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Madrid.

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