PAUL DELVAUX Y SUS «MUJERES»
«Esas impresiones que proceden de la infancia, que no son nunca añoranza, me apresan sin duda por su capacidad de sugestión, por ese incesante misterio que baña todos los recuerdos».
PRIMERA PARTE
El sueño, tinta china y óleo sobre tabla, 1944.
Hará más de un año que visité la exposición Paseo por el amor y la muerte. Se trataba de una retrospectiva, organizada por el Museo Thyssen-Bornemisza, sobre la pintura del belga Paul Delvaux (1897-1994), uno de los artistas del siglo XX que más me gustan.
Juegos arquitectónicos —construidos mediante combinaciones de estilos estéticos diferentes—, figuras vestidas anacrónicamente, objetos que nada tienen que ver entre sí, trenes y tranvías que salen de los andenes o en ellos se detienen, sin que podamos distinguir si van o vienen, componen las escenografías donde enigmáticas mujeres-ninfas, de pechos turgentes y blancos como la nieve, desnudas y vestidas, de miradas perdidas, deambulan.
El sueño, óleo sobre lienzo, 1935.
Las mujeres-ninfas no se encuentran solas, pues las acompañan frígidos caballeros, esqueletos y sombras y dobles que escapan de sus blancos cuerpos.
Pero…, ¿cómo han llegado hasta el lienzo esas mujeres de hielo, esos hombres de levita y con sombrero, esos vívidos esqueletos? ¿Cómo han llegado a los lienzos esas figuras que no se tocan, que no se hablan, que se comunican mediante gestos y que conforman el mundo de los sueños de Delvaux?
Para comprender la simbología del pintor hay que remontarse a su infancia y a su juventud. De esa trayecto de su vida es necesario destacar:
—Una madre autoritaria, que impidió que el hijo se casara con la mujer que amaba—la madre aparece en algunas de sus obras llevando sobre su cabeza un gran sombrero con plumas.
—Un profesor de instituto, que despertó en él la pasión por las edificaciones de la Antigüedad.
—Una carrera empezada para complacer a sus padres y al poco tiempo abandonada: la arquitectura.
—Un marcado gusto por la música, que descubrió a los siete años cuando comenzó su formación musical.
Elogio de la Melancolía, óleo sobre tabla, 1948.
(«Elogio de la melancolía» está inspirado en «Melancholia», segundo movimiento de la sonata para piano nº.7, de Beethoven).
También hay que destacar, y mucho, uno de los regalos que recibió en su Primera Comunión: las novelas del escritor francés Julio Verne.
En la serie pictórica Las fases de la luna, en El Congreso y en Homenaje a Julio Verne, Delvoux pintó al geólogo Otto Lindenbrock, personaje de Viaje al centro de la tierra. Y pintó al astrónomo Palmyrin Rosette, protagonista de la novela Héctor Servadac. Palmyrin Rosette también aparece en los cuadros Los astrónomos y Las señoritas de Tongres.
Representó a los dos personajes como los conoció en los álbumes de Pierre-Jules Hetzel (1814-1896), editor francés que se hizo famoso por publicar Los Viajes extraordinarios de Julio Verne y las novelas de Victor Hugo.
Homenaje a Julio Verne, óleo sobre lienzo, 1971.
SEGUNDA PARTE
Años más tarde, en 1933, paseando por una feria ambulante, Paul Delvaux descubrió el Museo Spitzner donde, en medio de fetos deformados y esqueletos, encontró, encerrada en una vitrina, una figura de cera que representaba a la Venus dormida. Tal fue la impresión que el descubrimiento le produjo que dedicó cinco cuadros a la temática de la Venus dormida, a quien luego mutó en mujer tendida.
La primera versión de la Venus dormida la destruyó. Diez años más tarde, en 1943, volvió a retomar el asunto en su obra El Museo Spitzner.
Así describió la exposición:
«(…) En medio, en la entrada del Museo, se hallaba una mujer, la cajera; después, de un lado, había el esqueleto de un hombre y un esqueleto de simio, y del otro lado una reproducción de dos hermanos siameses. En el interior, se veía una serie bastante dramática y terrible de moldes anatómicos en cera que representaban los dramas y las tribulaciones de la sífilis, sus deformaciones. Y todo eso ahí, en medio de la alegría continua de la feria… Debo decir que aquello dejó huellas profundas durante mucho tiempo en mi vida».
El Museo Spitzner, óleo sobre lienzo, 1943.
En 1934, Paul Delvaux visitó la exposición Minotaure dedicada al pintor italiano, de origen griego, Giorgio de Chirico (1888-1978). Sobre ese encuentro escribió:
«En aquel momento comprendí que la pintura era más que poner colores sobre una tela, que podía llegar hasta lugares muy profundos».
Palacio en ruinas, óleo sobre lienzo, 1935.
Giorgio de Chirico ratificó en el artista belga su inclinación por el mundo clásico y le descubrió que la perspectiva, que el belga conocía debido a sus estudios de arquitectura, obra milagros en manos de un artista. Pero lo más importante de ese encuentro fue el impacto que produjo en Delvaux las visiones oníricas de los lienzos metafísicos del italiano.
Sobre la pintura de Paul Delvaux, sobre su recorrido por el impresionismo, el expresionismo y su parada en el surrealismo, hay mucho escrito. Sobre las alegorías de su obra, también. Es de destacar que los críticos de arte coinciden en resaltar el carácter soñador y poético de sus cuadros.
El Congreso, óleo sobre lienzo, 1941.
(A la izquierda, conversando, aparecen los dos personajes de Julio Verne: Otto Lindenbrock —con gafas— y Palmyrin Rosette —con pajarita y abrigo largo).
TERCERA PARTE
A mí me interesa enfocar la obra de Paul Delvaux desde una perspectiva teatral, porque considero que sus cuadros son escenografías donde transcurren historias que están narradas por actores-mimos.
Creo que Delvaux invita a jugar a sus espectadores, que nos convida a que descubramos lo oculto detrás de las gélidas miradas de sus mujeres y de sus dobles, de sus patrones masculinos y de sus resueltos esqueletos.
Sus cuadros, de enorme belleza y extrañeza, hacen que el observador se cuestione lo que ve. Es un reflejo involuntario el nuestro, pues el desconcierto, que sus lienzos nos provoca, nos lleva a buscar respuestas.
La Venus dormida, óleo sobre lienzo, 1943.
La Venus dormida es una mujer que será «siempre la misma mujer», según el pintor.
¡Oh…!, las mujeres de Paul Delvaux son todas… ¡una! Son figuras que comparten un físico envidiable, una larga melena y una mirada que se pierde en el espacio. Por un lado está el cuerpo y por el otro el alma, que se desdobla a través de los sueños. Las féminas sonámbulas, de marcado carácter dramático, están envueltas en un ambiente onírico de escenarios imposibles, vestuarios insólitos y objetos diversos.
El mundo que nos presenta el pintor parece no tener sentido, como se dice que pasa en los sueños. Pero, ¿acaso los sueños no se nutren del subconsciente? ¿No es el subconsciente el sitio a donde enviamos todo aquello que nos afecta en la vida real y que, sin embargo, no racionalizamos?
Leda, tinta china y acuarela sobre papel, 1948.
El subconsciente es el cofre donde almacenamos esa parte de la vida que, aparentemente, ignoramos o rechazamos. Sin embargo, lo que se esconde a la razón… ¡existe! No verlo no lo hace irreal. El subconsciente forma parte de nuestro ser y tiene un papel fundamental en nuestra creatividad.
Paul Delvaux acude a los sueños, los manifiesta, los expone. Es surrealista —nos dicen—, dibuja un mundo de sueños y también de ensueños.
Bien. Utilizó el surrealismo como herramienta para dar forma a las ideas, pero fue más allá. De hecho, él no se reconoció parte de ese movimiento estético. Escribió: «No me considero surrealista escolástico».
El artista belga se describió como un hombre sugestivo. Así que si su infancia y su juventud se encuentran representadas en su obra, también lo están los grandes acontecimientos históricos, políticos y sociales del siglo XX. Son acontecimientos que influyeron, de forma decisiva, en la vida de las mujeres al garantizar, al menos en el papel, la igualdad jurídica entre los sexos. Sin embargo, la mirada que descubro en las féminas pintadas de Delvaux me habla de fracaso. Es una mirada que se alarga más allá de los márgenes del cuadro.
La edad de hierro, óleo sobre tabla, 1951.
CUARTA PARTE
En la pintura de Paul Delvaux la ciencia avanza, los trenes pasan y las mujeres continúan esperando algo que no les llega.
Veo cuerpos pálidos en sus obras, figuras fijadas en el lienzo y acompañadas por dobles que son sus sombras. Y quiero encontrar mis propias respuesta al acertijo, de modo que pido ayuda al teatro para interpretar la rica simbología de sus cuadros.
Hay un dramaturgo, contemporáneo de Paul Delvaux, que puede ayudarme a encontrar esas respuestas que busco o, como diría el neurólogo Sigmund Freud (1856-1939), a interpretar los sueños del pintor. El dramaturgo que me ofrece la herramienta que necesito es el alemán Bertolt Brecht (1898-1956).
El observador tiene que distanciarse del argumento de la obra, nos dice Brecht, porque sólo así podrá descubrir su esencia.
No eres espectador de un teatro clásico, donde te dejas caer en una butaca para que el actor te lleve a donde el director quiere. No. Eres parte del proceso creativo y, por tanto, tienes un compromiso activo con lo que observas, afirma Bertolt Brecht en sus escritos teóricos.
Creo que esta es la actitud que hay que tener frente a la pintura de Paul Delvaux.
La mujer en el espejo, tinta china y acuarela sobre papel, 1948.
Para mí, los lienzos de Delvaux son representaciones teatrales que buscan que el espectador indague en ellas. El pintor nos muestra figuras bellas, pero las silencia. Paul Delvaux quiere que pongamos voz a su narrativa y, por eso, fija imágenes que nos invitan al juego escénico.
La técnica teatral del distanciamiento brechtiano —distancia de perspectiva, puntualizaría el dramaturgo— me permite construir una historia para las figuras pictóricas de Delvaux que interpreto, como he dicho antes, como actores-mimos.
El distanciamiento nos vuelve dinámicos frente al cuadro y pone en marcha nuestra conciencia crítica. Al evitar quedarnos en la primera emoción, provocada por la belleza y por la poesía de los lienzos, encontramos conflictos de calado hondo. La conciencia encuentra lo que no se dice de forma explícita. La conciencia encuentra lo que se encuentra detrás de las imágenes oníricas de Delvaux.
El vestido malva, tinta china y acuarela sobre papel, 1946.
Son sus extrañas pinturas una obra en tres actos. Durante el primer acto, el espectador está extasiado ante la imagen; en el segundo acto se deja absorber por el cuadro y en el tercero toma distancia e investiga lo que acontece en el lienzo.
El espectáculo no finaliza hasta que el observador comprende el sentido de las palabras de André Bretón: «… la obra plástica se referirá a un modelo puramente interior, o no existirá».
¿Por qué el pintor no permite ningún tipo de comunicación entre sus personajes heterosexuales? ¿Por qué sólo hay un estado de placidez en las representaciones lésbicas?
¿Qué hacen esos hombres trajeados, entre los que él se encuentra representado, deambulando por los cuadros ante la más absoluta indiferencia de las mujeres, que sólo se relacionan entre ellas?
En Pigmaleón, por ejemplo, la mujer se abraza a una estatua de piedra mientras un hombre pasa, sin pena ni gloria, por el fondo del escenario.
Pigmaleón, óleo sobre lienzo, 1939.
¿Y qué significa ese esqueleto, escudero de mujeres y adolescentes, siempre en estado de alerta? Es el esqueleto el personaje activo de sus cuadros, la única figura receptiva, «cañamazo de todo ser vivo», «vida en su forma más pura», nexo entre los sexos por ser la única pieza compartida.
En Conversación, el esqueleto no sólo consuela a una dama acongojada, sino que comparte postura con ella: mantiene la misma posición de cabeza, manos y piernas que la figura femenina. En otras obras suyas encontramos esqueletos que se relacionan entre sí o que protegen a tímidos adolescentes de las damas enceradas y encerradas en su mutismo.
Conversación, óleo sobre lienzo, 1944.
Si aceptamos que la mujer es el eje sobre el que gira el universo onírico del pintor, entonces… ¿qué se oculta detrás de la tramoya? ¿Por qué habitan en un mundo paralelo al de los hombres? ¿Quién es esa figura femenina que siempre es la misma en sus cuadros?
¿Acaso esa mujer es Tam, su primer amor? ¿Es Tam, quien se convirtió en amor platónico durante años porque la madre del pintor la repudió? ¿Es Tam o es la distorsión que genera un sentimiento amoroso, que no puede ser expresado? ¿Es lo que significa Tam lo que provoca su temática obsesiva? ¿Es la madre posesiva otro personaje del rompecabezas, uno relacionado, directamente, con el hombre que se muestra sin voluntad alguna?
¿El pintor amó a las mujeres o las temió? ¿Sus damas desprecian o son menospreciadas? ¿Están sus personajes femeninos vacíos de sentimientos?
Las mujeres de Paul Delvaux viven refugiadas en sí mismas e ignoradas por trajeados caballeros que, a su vez, son ignorados por ellas. «Lo único que comparten las figuras masculinas y femeninas del pintor es la incomunicación. Es en la incomunicación en lo único que se igualan los sexos», me dice mi conciencia crítica.
El saludo, óleo, 1938.
El saludo es un claro ejemplo de incomunicación. En él apreciamos cómo los personajes, a pesar de la cercanía física y del saludo cortés, ni siquiera se miran. Y eso que la dama va la mar de provocativa.
Frente a un hombre con miedo —completamente vestido, con la mirada puesta en el suelo y la mano ocupada por un sombrero— vemos, en El saludo, a una mujer desnuda con una mano tendida… Es como si la responsabilidad de romper el hielo recayera en ella. La misión que le encarga el pintor la posiciona por encima de ese inseguro figurín con corbata —Delvaux tiene, a mi juicio, más fe en el sexo femenino, portador de vida, que en el masculino.
No existe arte sin espectador. Por tanto, hay tantas interpretaciones como público en las salas de los museos y de los teatros. Esta reseña es mi respuesta al juego propuesto por Paul Delvaux.
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