PEZUÑAS BLANCAS

«La inspiración es la ocasión del genio».
Honoré de Balzac

Mi caballo Azúcar, fotografía de María Gabriela Díaz Gronlier.

—Tono de carne oscura, siena natural, siena quemada, blanco de zinc, laca marrón… —dicta el pintor a su ayudante.

(Un caballo español relincha).

Eugenio levanta la vista para contemplar la misma escena que viene produciéndose desde que la primavera ha hecho brotar los rosales. Se quita las gafas y, dando una cuantas zancadas, se pone en la verja del patio y dice a su vecino:

—Genaro, haga el favor, ¿cuántas veces debo pedirle que tenga cuidado con el caballo?

—Perdone usted, es que no hace caso. Esta mañana temprano le he dado orden de que no se coma los brotes… y ni modo —responde el hombre con la cabeza gacha y el sombrero entre las manos.

—Genaro, por favor…, ¡me estoy quedando sin rosales! Ate usted al animal o llévelo a pacer a otro lado.

—No es posible. No puedo. Fíjese usted, ¿ve que tiene las cuatro pezuñas blancas? Pues… si lo contradigo —el hombre se santigua—, si lo contradigo… ¡será mi desgracia!

(Mientras esta conversación tiene lugar, el caballo de Genaro observa y, de vez en cuando, relincha intentando llamar la atención del pintor. Pero este, dando por perdida su rosaleda, regresa al estudio y continúa dictando a su ayudante los materiales que necesita para una inspiración que no llega. El caballo, entretanto, sigue deleitándose con las flores).

—¡Quiere un retrato! —el silencio es cercenado por el frenesí de la revelación.

Y es entonces cuando el pintor, sin perder ni un solo instante, coge el carboncillo y, trazo por aquí y trazo por allá, comienza a abocetar. ¡Oh…!, pero comete un error: empieza por el paisaje —que si una colina vestida de pinos, que si un par de rocas y un campo trillado, que si gorriones y petirrojos bañándose en un lago…

Eugenio ha dejado para el final el dibujo de la figura principal. Y el caballo, mientras más trazos Eugenio agrega al cartón… más relincha. El equino ya no se come las rosas, sino que pisotea todo lo que halla a su paso.

La bestia lo reta, quiere un fondo limpio —nada de pájaros, ni de verde pasto, ni de nubes blancas, ni de manzanos, ni de rocas y soles dorados… Proporción, sobriedad, líneas definidas. Ni abstracciones, ni distracciones, se dice el pintor, enardecido—. Y la silueta equina va surgiendo de entre las sombras…

¡Qué efecto extraordinario el de aquella pintura! ¡Y el caballo, con suave relincho, ha desaparecido de su vista! El asombro de Eugenio es infinito.

—Señor, traigo el pedido —informa el aprendiz, cansado y sudoroso.

—Regresa usted muy pronto —comenta, sorprendido, el pintor—. ¿Lo ha conseguido todo?

—No, lo siento. Hasta mañana no tienen el amarillo de Nápoles.

—No importa, no importa, tráigame una copita de Courvoisier. Mire que hoy me ha visitado la inspiración.

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