PEZUÑAS BLANCAS
Autofoto a lo Caravaggio.
—Tono de carne oscura, siena natural, siena quemada, blanco de zinc, laca marrón… —dicta el pintor a su ayudante.
(Un caballo andaluz relincha.)
Eugenio levanta la vista para contemplar la misma escena que viene produciéndose desde que la primavera ha hecho brotar los rosales. Se quita las gafas y, dando una cuantas zancadas, se pone en la verja del patio y dice a su vecino:
—Genaro, haga el favor, ¿cuántas veces tengo que pedirle que tenga cuidado con el caballo?
—Perdone usted, es que no hace caso. Esta mañana temprano le he dado orden de que no se coma los brotes… y ni modo —responde el hombre con la cabeza gacha y el sombrero entre las manos.
—Pero…, Genaro, por favor, ¡me estoy quedando sin rosales!, ate usted al animal o llévelo a pacer a otro lado.
—No puedo, es imposible. Fíjese usted, tiene las cuatro pezuñas blancas; si lo contradigo será mi desgracia.
(Mientras esta conversación tiene lugar, el caballo de Genaro observa y, de vez en cuando, relincha intentando llamar la atención del pintor. Pero este, dando por perdida su rosaleda, regresa al estudio y continúa dictando a su ayudante los materiales que necesita. El caballo, entretanto, sigue deleitándose con las flores.)
Y, de pronto, un grito: —¡Quiere un retrato!
Sin perder ni un solo instante, el pintor coge papel grueso y carboncillo para empezar a esbozarlo. Pero comete un error, pues empieza por el paisaje —que si una colina vestida de pinos, que si un par de rocas y un campo trillado, que si gorriones y petirrojos bañándose en un lago…
Eugenio ha dejado para el final el dibujo de la figura principal. Y el caballo, mientras más trazos Eugenio agrega al cartón… más relincha; y ya no se come las rosas, sino que pisotea las plantas con furia.
La bestia lo reta, quiere un fondo limpio —nada de pájaros, ni de verde pasto, ni de nubes blancas, ni de manzanos, ni de rocas y soles dorados…
Proporción, sobriedad, líneas definidas —ni abstracciones, ni distracciones—. Y un tema que va surgiendo, una silueta equina que va definiéndose entre las sombras… ¡Y un suave relincho de despedida!
¡Qué efecto extraordinario el de aquella pintura! El asombro de Eugenio es infinito. ¡Y el caballo ha desaparecido de su vista!
—Señor, traigo el pedido.
—Regresa usted muy pronto —comenta, sorprendido, el pintor—. ¿Lo ha conseguido todo?
—No, lo siento. Hasta mañana no tienen el amarillo de Nápoles —se disculpa el aprendiz, quien conoce muy bien el genio que se gasta su maestro.
—No importa, no importa, tráigame una copita de Courvoisier —pide Eugenio con tono animoso—. Hoy me ha visitado la inspiración.
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