PICASSO Y TOULOUSE-LAUTREC. AFINIDADES

«Hay que imitar a los maestros.»
Picasso


Yvette Guilbert cantando «Linger, Longer, Loo», Toulouse-Lautrec, óleo sobre cartón, 1894.

¡Admiración! Admiración es la palabra que describe mi sentimiento frente a las obras de de Henri de Toulouse-Lautrec (1864-1901) y de Pablo Ruiz Picasso (1881-1973), cuadros que se muestran en un mismo espacio por primera vez en España.

La exposición monográfica que ha organizado el Museo Thyssen-Bornemisza nos permite apreciar la marcada influencia del francés en la obra temprana del artista malagueño, quien retomó el característico desenfado de Lautrec, presente en su dibujo y en sus temas, allá por los años sesenta del siglo pasado.


El final del número, Pablo Picasso, pastel sobre lienzo, 1901.

La muestra es un sólido ejemplo de cómo el artista se nutre de su entorno. El creador crece admirando la obra de otros que lo antecedieron, se forma copiando cuadros expuestos en los museos y se hace virtuoso cuando es capaz de reinventar lo que tiene aprendido; es decir, cuando la naturaleza de su espíritu muestra competencia  para gestionar lo asimilado.

La admiración juega un papel fundamental en la formación y en el estilo de un creador. La admiración es un acto que evidencia la capacidad que se tiene de observar, que no es lo mismo que mirar.


En el café: el cliente y la cajera anémica, Toulouse-Lautrec, gouache sobre cartón, 1898.

Los clientes, Picasso, óleo sobre cartón, 1901.

Decían que Picasso era un voyeur del arte, que tenía adiestrada la pupila para encontrar aquello que hacía única una pieza —lo decía Max Jacob—. Opinaban que era capaz de captar el detalle y de apropiárselo —algunos contemporáneos suyos, maliciosamente, señalaban las influencias que encontraban en sus trabajos.

¡Ah…!, pero Picasso transformaba el motivo de su fascinación. Picasso no imitaba, sino que analizaba la razón de ser de aquello que despertaba su curiosidad y, basándose en el resultado de su estudio, creaba imágenes plásticas y ¡únicas!

La admiración es un flechazo que tiene recorrido. La admiración lleva a la reflexión, al estudio de aquello que nos sorprende —no existe sin un proceso de razonamiento—. De modo que hasta que no haya revelación no habrá reinterpretación. Hasta que no haya revelación no habrá aportación personal a la idea desvelada y, por tanto, no habrá obra de arte…, sino copia.


Troupe de Mlle Églantine, Toulouse-Lautrec, litografía en color, 1896.

Jardín de París (diseño para cartel), Picasso, tinta y acuarela sobre papel, 1901.
(Este anuncio no llegó a imprimirse. Picasso no tuvo éxito como cartelista.)

La exposición que nos ofrece el Museo Thyssen-Bornemisza tiene el propósito de mostrar la influencia que sobre Picasso tuvo Lautrec. Influjo, que no plagio. ¡Grandeza!

No creo que exista una sola persona amante del arte que no sea capaz de diferenciar un cuadro del joven Picasso de otro del gran Lautrec. En los gestos y en los tonos se pueden apreciar las diferencias. Miren sus prostitutas… ¡son tan distintas! —conmueve la naturalidad que muestran las de Lautrec frente a las de Picasso, que ofrecen una visión más carnal.

Toulouse-Lautrec fraternizó con esas mujeres de «vida fácil». Lautrec vivió en un prostíbulo durante el año 1894. Nunca las rechazó y para ellas era un amigo. Por eso, sus vampiresas de la noche se muestran en actitudes cotidianas, realizando sus rutinas sin afectación. Las modelos están frente a un hombre de su confianza.

No hay que hacer un gran esfuerzo para ver cómo las posturas de las figuras, así como los complementos al servicio de la erótica —refajos, ligueros, guantes, medias…—, son presentados de diferentes maneras en los lienzos de ambos pintores.


Mujer rizándose el pelo, Toulouse-Lautrec, óleo sobre cartón, 1891.


El abrazo forzado, Picasso, pastel sobre tabla, 1900.

Las prostitutas de Lautrec se sienten cómodas en el papel y en el lienzo, están en los cuadros como en sus burdeles. Pero…, ¿y las de Picasso? Las de Picasso se ven agitadas, violentadas. Picasso las ve con ojos más españoles. Picasso, que empieza a descubrir Paris, las observa con ojos ávidos de novedades. No olvidemos que la mayoría de los cuadros presentes en la exposición pertenecen a la obra más temprana del malagueño, crecido en tierra de misa diaria.

Pablo Picasso no conoció, personalmente, a Toulouse-Lautrec. Picasso llegó a París en 1900 y unos meses después, en 1901, fallecía el cronista gráfico de la Belle Époque.

Picasso aterrizó en París con veinte años y Lautrec murió con treinta y seis. Picasso conservó una fotografía de su admirado colega y le otorgó un lugar destacado en su estudio. Desde que en Barcelona descubrió, siendo un mozalbete, los «ismos», Picasso fijó su mirada ávida en el trazo ágil, expresivo y desenfadado con el que Lautrec diseccionaba las noches parisinas.


La cama, Toulouse-Lautrec, óleo sobre tabla, 1898.


Jeanne (Mujer tumbada), Picasso, óleo sobre lienzo, 1901.

La obra del pintor de Albi también refleja la admiración que este sintió por otros artistas. En Lautrec hay esencias de El Greco, de Delacroix, de Ingres, de Degas, por ejemplo. También hay influencias del japonismo, tan de moda en su época.

¿A quién deben los modernos las formas alargadas y la verticalidad del formato, a quién la irracionalidad del espacio si no es a El Greco? ¿Y a quién la silueta contorneada y la idea de crear atmósferas con color si no es a Delacroix, quien, a su vez, miraba con ojos admirados a Rubens, a Tiziano, a Durero, a Veronés…?

El baño turco, Dominique Ingres, óleo sobre lienzo, 1862.
(No está presente en la exposición.)

El Baño turco de Ingres ha dado mucho juego a los artistas que le sucedieron. Su cromatismo, su línea llana y el aplanamiento de la perspectiva fueron «maneras» rescatadas por sus seguidores. Ahí están Las señoritas de Avignon, el lienzo de Picasso, para dar fe de ello. Fue Degas quien recuperó a Ingres, quien lo reinventó y lo arrastró a la calle, bajándolo del pedestal desde donde otorgaba a sus desnudos femeninos una tensa y fría sensualidad. Es Ingres, pasado por los ojos de Degas, el que inspiró a Lautrec.

El París de la Belle Époque es, como diríamos ahora, lo máximo de la representación de lo que fue el final y el comienzo del siglo XX en Europa, época que dio inicio a la cultura de masas, a la modernidad.

Una revolución así requería de nuevas formas de expresión. Y ahí estaba Lautrec para aportar al resultado de sus admiraciones el humor, la sátira, la condensación de la idea en pocos trazos, la belleza y lo efectivo de lo simple.

En el circo: la llamada a escena, Toulouse-Lautrec, lápiz sobre papel, 1899.

En definitiva, ahí estaba Toulouse-Lautrec introduciendo la caricatura en el arte para poder reflejar lo que se aprende paseando el insomnio por los bulevares.

La temática ambientada en la noche, que lo obsesionó y que arrastró al joven Picasso, requería de desparpajo. La vida de los cafés, de los bares y de los cabarets, el mundo del circo y los burdeles reflejan una manera novedosa de relacionarse. Un trajín nocturno que necesitaba del poder de síntesis, de la reducción de dibujo y de línea que Lautrec le entregó; si no… ¡cómo reflejar en un espacio reducido la idea que latía en tanto aquelarre!


Pipo, Picasso, pluma, tinta, acuarela y lápiz, 1901.

Son ciento trece las obras que el Museo Thyssen-Bornemisza muestra en diferentes espacios: «Bohemios», «Bajos fondos», «Vagabundos», «Ellas y Eros recóndito».

Al leer el tríptico que nos regalan, antes de pasar a ver los cuadros, al conocer cómo están divididas las salas, ya nos topamos con lo que podríamos llamar un primer punto de encuentro entre los dos artistas: la temática.

En la medida en la que avanzamos por las estancias vamos descubriendo más afinidades que nos llevan al convencimiento de que podemos adaptar al arte la frase de Aristóteles que dice que «la filosofía es hija de la admiración». Lautrec y Picasso, dos espíritus libres dan fe de ello.


Autorretrato, Toulouse-Lautrec, aguada sobre el reverso del cartel «Diván Japonés», 1893.

Pero, ¿qué peculiaridades de la pintura de Lautrec despertaron el interés de Picasso?

La temática —el pintor de Albi dedicó su pintura a lo que conocemos, vulgarmente, como bajos fondos.
El dominio del dibujo en el soporte.
La síntesis del trazo.
El trazo largo, rápido, elástico, libre —«japonismo».
La verticalidad de las figuras.
El aplanamiento de la perspectiva.
El erotismo vinculado al desnudo femenino.
Las novedosas posturas femeninas.
La cartelería —grafismo simplificado, forma plana, sentido decorativo.
El uso de la caricatura en la pintura y en el dibujo.
El gusto por el género del retrato.
Las figuras recortadas por los marcos —encuadres innovadores.
El rechazo al purismo académico.
La sensación de espontaneidad, aunque las obras son el resultado de una composición pensada.
La falta de escalas, de proporcionalidad.
La utilización del punto de vista bajo y muy bajo.
El efecto mate en los lienzos.
La mezcla de arte clásico y de cultura popular —su mayor aportación a la cartelería.


Picasso en «La Californie», Cannes. Fotografía de Edward Quinn, 1960.

(Al fondo, a la izquierda y delante del tapiz, aparece la foto que Paul Sescau hizo a Toulouse-Lautrec en 1894.)

Arte significa reinventar lo que ya está dicho. Difícil, ¿verdad? Porque no basta con la formación, no basta con una buena intención, no basta con llevarse un taburete a un museo y ponerse a copiar cuadros consagrados. Nada de eso es suficiente. Es imprescindible la imaginación. Sin ese Don, sin esa cualidad espiritual, no existe originalidad y, por consiguiente, no hay obra de arte. Sin imaginación no se da «lo verdadero idealizado», como diría Delacroix.

La admiración es el mayor reconocimiento que puede recibir el trabajo de un artista. La admiración es la forma que tiene el espectador de demostrar que ha comprendido el sentido último de lo que observa, de manifestar que ha descubierto la unicidad de la obra.


Entre bastidores (Pierreuse), Toulouse-Lautrec, gouache sobre cartón, 1888.

Termino la entrada rescatando unas palabras que Baudelaire escribió en el ensayo que dedicó a Delacroix. Dice el «poeta maldito»:

«Todo el universo visible no es más que un comercio de imágenes y signos a los que la imaginación dará un lugar y un valor relativos; es una especie de alimento que la imaginación debe digerir y transformar. Todas las facultades del alma humana deben subordinarse a la imaginación, que las requiere todas a la vez (…). Un buen pintor puede no ser un gran pintor, pero un gran pintor es por fuerza un buen pintor, porque la imaginación universal encierra la inteligencia de todos los medios y el deseo de adquirirlos».


La pareja, Picasso, óleo sobre lienzo, 1969.

Picasso vivió lo suficiente como para convertirse él mismo en motivo de admiración. Al final de su carrera volvió a acordarse de Lautrec. Picasso regresó a los temas que trató cuando llegó a París y lo hizo cerrando su círculo profesional como lo comenzó, pero aportando a las figuras lo andado. Este final también podemos apreciarlo en la estupenda exposición que nos ofrece el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Puede apreciarse en su óleo La pareja.

Decía el poeta Max Jacob que Picasso tenía «un ojo de pintor».

ENLACES RELACIONADOS

Picasso y Julio González: escultura y amistad.

Picasso / Chanel y el espíritu de una época.

Toulouse-Lautrec. Carteles.

Dominique Ingres.

La colección de la Phillips Collection: Impresionistas y modernos.

Gustave Caillebotte. La pintura y el impresionismo.

Los impresionistas y la fotografía.

El Sabbat (Maurice Sachs).

Delacroix. Fragmentos de su «Diario».

Los fauves visitan Madrid. Pintura.

Los grabados de Matisse.

Claude Monet. Obras del Musée Marmottan.

El Mediterráneo y las artes plásticas.

Max Jacob. Poemas.

Henri Rousseau, el Aduanero. Pintura naíf.

El Greco y el Manierismo.


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