PITINA LA CAMINADORA

A mi hermana Claudia

Dibujo, Gabriela Díaz Gronlier.

Llegó al centro de la ciudad con sus ojos grandes y soñadores, ávidos por descubrir nuevas experiencias. Llevaba a su espalda una mochila pequeña, con unas asas muy cortas para que no escapara, pues, por una cosa o por otra, casi siempre la mochila se le quedaba en los sitios donde descansaba. Y Pitina, cuando sus padres la regañaban, decía que su mochila se rezagaba porque siempre estaba cansada.

—Hoy iré por aquí y mañana por allí —dijo con el plano de Madrid en la mano y, bajando de dos en dos los escalones, salió al portal de la casa de su tía Enriqueta—. Llegaré en un pispás a la fuente de Cibeles.

El sol de la primavera le dio la bienvenida a aquella muchacha de pelo ensortijado, menuda, que sonreía al sentir la brisa fresca que acariciaba su cara.

«¿Hacía dónde iré primero?», pensó abrumada, pues le pareció escuchar que cada una de las cuatro esquinas de la plaza de Cibeles la reclamaba.

Pitina se quedó un rato contemplando las construcciones que se habían adueñado de las esquinitas de las aceras. Frente a ella se alzaba, inmensa, la fachada del Palacio de las Comunicaciones, al que sus padres llamaban Edificio de Correos, y que era, desde hacía poco tiempo, la residencia del Ayuntamiento de la capital.

A su izquierda, refugiada tras unas verjas de hierro, adornada con banderas, estaba la Casa de las Américas, antiguo Palacio de Linares.

Dibujo, Gabriela Díaz Gronlier.

El Banco de España mostraba sus dos caras serias —la de Paseo de Recoletos y la de la calle Alcalá.

Y ella estaba apoyada en la tapia tras la cual un ejército de rosales custodiaba el antiguo Palacio de Buenavista, hoy sede del Cuartel General del Ejército de Tierra.

—¡Cuántos secretos guardan estas esquinas! ¡Cuántas historias han nacido tras las paredes de estos edificios! ¡Cuántos dueños han tenido, a cuánta gente han alojado, en cuántos sillones se han sentado!  —dijo emocionada—. Creo que hoy daré un recorrido por esta parte de la ciudad, cada día iré a uno de los sitios que deseo visitar.

Ella jugaba a adivinar, con la ayuda de sus ojos pensadores, el estilo de las construcciones que contemplaba. Y se decía: «Estos edificios tienen adornos muy variopintos. La Casa de las Américas tiene una vestimenta neobarroca, Correos va trajeado de neoplateresco, el Banco se muestra de ecléctico, la diosa Cibeles, sus leones y su carro, se cubren de neoclásico. En cuanto al Cuartel General me siento indecisa, creo que coquetea con estilos franceses e italianos».

Era la primera vez que Pitina la caminadora salía sola, la primera vez que la habían dejado tomar un tren para ir a la capital, la primera vez que sus padres la dejaban volar. Su tía Enriqueta también demostraba la confianza que tenía en ella. Las notas que había sacado le daban la posibilidad de estudiar arquitectura, que era lo que deseaba, y su familia estaba orgullosa de su madurez.

Pitina le dijo a sus padres una mañana muy tempranito: «Quiero ir a Madrid, quiero caminar por sus calles, visitar sus museos, disfrutar de sus parques, contemplar el diseño de sus iglesias y palacetes, perderme en sus librerías y andar, andar, andar».

Dibujo, Gabriela Díaz Gronlier.

Los padres deliberaron y le dieron el sí con una condición: —Pon ojo en tu mochila, mira que siempre se te olvida.

—¡Vaya, mira qué quiosco tan atractivo! —susurró y cruzó la calle que la llevaba al Paseo de la Castellana. Allí, detrás de la parada de los autobuses, estuvo otro rato cavilando frente a las delicias que se mostraban, pues la chica era muy golosa y el tendero le ofrecía mantecados y horchatas, zumos rojos con pepitas de granadas, refrescos burbujeantes de colores inquietantes, cucuruchitos de almendra, bolsitas brillantes rellenas de golosinas, chocolates envueltos en papeles crujientes, algodones de azúcar y pipas que juegan a esconderse entre los dientes.

—Jovencita —le dijo el tendero, que pensó que aquellos ojos que lo miraban seguro gustaban de revelaciones y saberes nuevos—, ¿le gusta leer?

—¡Oh, sí! —respondió Pitina, que no paraba de pensar en lo que se compraría.

—Pues está de suerte porque en el Parque del Retiro comienza hoy la Feria del Libro.

—Gracias, señor; póngame un granizado de mango y unas pastillas de goma.

Pitina abrió el plano y lo estudió concienzudamente: «Si quiero ser arquitecta debo comenzar por aprender a leer el mapa de la ciudad», pensó.

Dibujo, María Gabriela Díaz Gronlier.

—Está decidido, hoy tomaré la acera que desemboca en la Puerta de Alcalá y que me lleva al Parque del Retiro, y mañana —dijo mirando sus botas de suela gruesa—, mañana, otra sorpresa marcará mi andar.

Y Pitina la caminadora marchó hacia su nuevo destino, con su pelo revuelto y sus ojos despiertos, y entró, decidida, por la puerta grande del Parque del Retiro.

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