POEMAS DE AMOR

«¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!»

Pedro Salinas y Katherine Whitmore.

La pasión, la pérdida, la ausencia irremediable discurren por estos poemas de amor como el agua dulce del río que fluye en busca de la sal del mar. Son los poemas de amor de Pedro Salinas (1891-1951) como los caballitos policromados de los tiovivos. Se alzan y caen con ritmo continuo. Dos son los que montan los bellos corceles de acero y madera, son dos los que aguantan su aliento y luego lo sueltan. Son el poeta y el motivo de sus poemas los jinetes que cabalgan sobre caballitos de madera. ¿Y qué festejan? ¡Un amor incapaz de saltar las barreras impuestas por la sociedad! ¡Un amor intenso, un único amor, la pasión hecha carne, hecha verso, hecha de barro y sentimientos intensos!

Son singulares sus poesías de amor por la capacidad que tienen de transmutación. No sé cómo explicarlo, pero es la intensidad del arrebato lo que las muda de piel. El arrobamiento convierte un sentimiento personal en algo mucho más amplio que no se puede abrazar y que posee fuerza de titan. El sentimiento que, en un comienzo, fue fruto de una vivencia particular es poseído por el arrebato de la pasión en su forma más amplia; de tal forma, que la experiencia personal, nacida de un motivo primero —su amada—, se vuelve experiencia mística capaz de alcanzar cualquier corazón enamorado.

Pedro Salinas es el epicentro de la trilogía que recoge sus poemas de amor, pero, al romper todo tipo de fronteras, su obra le otorga el título de lírico ilustre de la poesía amorosa española del siglo XX, porque las emociones provocadas por la pasión, y que hablan en un idioma que todos entendemos, están representadas en sus poemas.

Dicen que su poesía está perfumada por aromas quevedescos y becquerianos. Puede… Pero, para comprender bien sus tres poemarios de amor hay que acudir, necesariamente, a su vida personal. De ahí que esta introducción tenga tintes de cotilleo al más puro estilo de la prensa rosa.

Los poemas amorosos de su trilogía no surgieron de la fantasía, no responden a amores inventados, sobredimensionados o construidos al más puro estilo romántico. No. Son sus poemas autobiográficos. Certifican una situación vivida y perpetuada en el tiempo, una relación de amor prohibida que estuvo bendecida por una emoción intensa que murió con él.

Salinas estaba casado y tenía familia cuando conoció en Madrid, en el año 1932 y durante una conferencia que impartió sobre la Generación del 98 en la Residencia de Estudiantes, a una profesora norteamericana que había viajado a la España Republicana para perfeccionar la lengua. Esa mujer se llamaba Katherine Whitmore (1897-1982) y lo amó con la misma intensidad con que la quiso él. Tanto, que renunció a Salinas cuando se enteró de que la esposa de este, consciente de lo que sucedía, había intentado quitarse la vida.

Katherine regresó a su tierra en 1939 y allí se casó, pero enviudó en 1943. Él le siguió escribiendo cartas de amor, y también continuó llamándola por teléfono. La voz a ti debida (1933), Razón de amor (1936) y Largo lamento (1939) son el fruto de esta pasión que continuó más allá de todo contacto físico. Las emociones más profundas del poeta componen la voz que le dicta los poemas.

Jorge Guillén (1893-1984) fue quien, a la muerte de Salinas, reveló el misterio y sacó a la luz el nombre que se ocultaba detrás del verso que dice: «quién eres tú, mi invisible». Aquella que hacía sentir al poeta «vivir sintiéndose vivido» pudo entonces, gracias al amigo de su amado, ocupar el papel que le correspondía como musa inspiradora de la trilogía. Luego, las cartas que él le envió vieron la luz y confirmaron lo dicho por el autor de Cántico (Correspondencia con Katherine Withmore —editorial Tusquets— recoge sólo el epistolario de Salinas. Las misivas de Katherine se desvanecieron).

Pedro Salinas tuvo que exiliarse durante la Guerra Civil. Nunca más volvió a España. Vivió en Estados Unidos y en Puerto Rico, donde está enterrado. Pedro Salinas murió en Boston en el año 1951. Unos meses antes, en Northampton y a raíz de una conferencia impartida por Salinas, volvieron a verse poeta y amada.

«¿No entiendes por qué tuvo que ser así?», cuentan que ella le dijo. Y cuentan que él, mirándola y con voz afligida, contestó: «No, la verdad es que no. Otra mujer, en tu lugar, se habría considerado muy afortunada».

Los poemas que vas a leer surgieron de lo más hondo de un hombre que tuvo la suerte de poder narrar en verso cómo la herida del alma se le hacía cada vez más y más profunda. Son el testimonio de una verdadera pasión y del poder de la nostalgia.

A continuación dejo algunos poemas recogidos en su trilogía de amor. Separo cada uno de los poemarios con una poesía recitada, la que da inicio a la selección de las poesías del libro Razón de amor está declamada por su autor y las otras dos por Mara Romero Torres. Los tres audios pertenecen a La voz a ti debida. Acompaño los poemas con fotogramas de la película Casablanca. ¡Cuántas sensaciones despiertan poemas y película! ¡Cuántos recuerdos se nos presentan de pronto reclamando atención! ¡Y cuánto sufrimiento en esta incompleta historia de amor!

POEMAS

 

LA VOZ A TI DEBIDA (1933)

SÍ, POR DETRÁS DE LAS GENTES…

Sí, por detrás de las gentes
te busco.
No en tu nombre, si lo dicen,
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.

Por detrás de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.

También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que me está palpitando
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.

Por encontrarte, dejar
de vivir en ti, en mí,
y en los otros.
Vivir ya detrás de todo,
al otro lado de todo
—por encontrarte—
como si fuese morir.

SI ME LLAMARAS, SÍ…

¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!

Lo dejaría todo,
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

Y aún espero tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
—¡si me llamaras, sí, si me llamaras!—
será desde un milagro,
incógnito, sin verlo.

Nunca desde los labios que te beso,
nunca
desde a voz que dice: «No te vayas.»

HA SIDO, OCURRIÓ, ES VERDAD…

Ha sido, ocurrió, es verdad.
Fue en un día, fue una fecha
que le marca el tiempo al tiempo.
Fue en un lugar que yo veo.
Sus pies pisaban el suelo
este que todos pisamos.
Su traje
se parecía a esos otros
que llevan otras mujeres.
Su reló
destejía calendarios,
sin olvidarse una hora:
como cuentan los demás.
Y aquello que ella me dijo
fue en un idioma del mundo,
con gramática e historia.
Tan de verdad,
que parecía mentira.

No.
Tengo que vivirlo dentro,
me lo tengo que soñar.
Quitar el color, el número,
el aliento todo fuego,
con que me quemó al decírmelo.
Convertir todo en acaso,
en azar puro, soñándolo.
Y así, cuando se desdiga
de lo que entonces me dijo,
no me morderá el dolor
de haber perdido una dicha
que yo tuve entre mis brazos,
igual que se tiene un cuerpo.
Creeré que fue soñado.
Que aquello tan de verdad,
no tuvo cuerpo, ni nombre.
Que pierdo
una sombra, un sueño más.

¡AY, CUÁNTAS COSAS PERDIDAS…!

¡Ay, cuantas cosas perdidas
que no se perdieron nunca!
Todas las guardabas tú.

Menudos granos de tiempo,
que un día se llevó el aire.
Alfabetos de la espuma,
que un día se llevo el mar.
Yo por perdidos los daba.

Y por perdidas las nubes
que yo quise sujetar
en el cielo
clavándolas con miradas.
Y las alegrías altas
del querer, y las angustias
de estar aún queriendo poco,
y las ansias
de querer, quererte, más.
Todo por perdido, todo
en el haber sido antes,
en el no ser nunca, ya.

Y entonces viniste tú
de los oscuro, iluminada
de joven paciencia honda,
ligera sin que pesara
sobre tu cintura fina,
sobre tus hombros desnudos,
el pasado que traías
tú, tan joven, para mí.
Cuando te miré a los besos
vírgenes que tú me diste,
los tiempos y las espumas,
las nubes y los amores
que perdí estaban salvados.
Si de mí se me escaparon,
no fue para ir a morirse
en la nada.
En ti seguían viviendo.
Lo que yo llamaba olvido
eras tú.

QUÉ ALEGRÍA, VIVIR…

Qué alegría vivir
sintiéndote vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad transmisible es que camino
sin mis pasos, con otros
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser, por el que miro el mundo,
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y sé que también me quiere con su voz.
La vida —¡qué transporte ya!—, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era solo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser de la no muerte.

AYER TE BESÉ EN LOS LABIOS…

Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto,
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más. El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada ya,
para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.
Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no…
—¿Adónde se me ha escapado?—.
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.

IMPOSIBLE LLAMARLA…

Imposible llamarla.
Yo no dormía. Ella
creyó que yo dormía.
Y la deje hacer todo:
ir quitándome
poco a poco la luz
sobre los ojos.
Dominarse los pasos,
el respirar, cambiada
en querencia de sombra
que no estorbara nunca
con el bulto o el ruido.
Y marcharse despacio,
despacio, con el alma,
para dejar detrás
de la puerta, al salir,
un ser que descansara.
Para no despertarme
a mí, que no dormía.
Y no pude llamarla.
Sentir que me quería,
quererme, entonces, era
irse con los demás,
hablar fuerte, reír,
pero lejos, segura
de que yo no la oiría.
Liberada ya, alegre,
cogiendo mariposas
de espuma, sombras verdes
de olivos, toda llena
del gozo de saberme
en los brazos aquellos
a quienes me entregó
-sin celos, para siempre,
de su ausencia-, del sueño
mío, que no dormía.
Imposible llamarla.
Su gran obra de amor
era dejarme solo.

NO QUIERO QUE TE VAYAS…

No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar. Me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras,
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.

LA VOZ A TI DEBIDA

Tú vives siempre en tus actos.
Con la punta de tus dedos
pulsas el mundo, le arrancas
auroras, triunfos, colores,
alegrías: es tu música.
La vida es lo que tú tocas.

De tus ojos, sólo de ellos,
sale la luz que te guía
los pasos. Andas
por lo que ves. Nada más.

Y si una duda te hace
señas a diez mil kilómetros,
lo dejas todo, te arrojas
sobre proas, sobre alas,
estás ya allí; con los besos,
con los dientes la desgarras:
ya no es duda.
Tú nunca puedes dudar.

Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas,
lo que nunca entenderás,
son esas cosas tan claras:
la arena donde te tiendes,
la marcha de tu reloj
y el tierno cuerpo rosado
que te encuentras en tu espejo
cada día al despertar,
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya.

Y nunca te equivocaste,
más que una vez, una noche
que te encaprichó una sombra
—la única que te ha gustado—.
Una sombra parecía.
Y la quisiste abrazar.
Y era yo.

 

 RAZÓN DE AMOR (1936)

¿SERÁS, AMOR…?

¿Serás, amor,
un largo adiós que no se acaba?
Vivir, desde el principio, es separarse.
En el primer encuentro
con la luz, con los labios,
el corazón percibe la congoja
de tener que estar ciego y sólo un día.
Amor es el retraso milagroso
de su término mismo:
es prolongar el hecho mágico,
de que uno y uno sean dos, en contra
de la primer condena de la vida.
Con los besos,
con la pena y el pecho se conquistan,
en afanosas lides, entre gozos
parecidos a juegos,
días, tierras, espacios fabulosos,
a la gran disyunción que está esperando,
hermana de la muerte o muerte misma.
Cada beso perfecto aparta el tiempo,
le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
donde puede besarse todavía.
Ni en el llegar, ni en el hallazgo
tiene el amor su cima:
es en la resistencia a separarse
en donde se siente,
desnudo, altísimo, temblando.
Y la separación no es el momento
cuando brazos, o voces,
se despiden con señas materiales.
Es de antes, de después.
Si se estrechan las manos, si se abraza,
nunca es para apartarse,
es porque el alma ciegamente siente
que la forma posible de estar juntos
es una despedida larga, clara.
Y que lo más seguro es el adiós.

TORPEMENTE EL AMOR BUSCA…

Torpemente el amor busca.
Vive en mí como una oscura
fuerza extrañada. No tiene
ojos que le satisfagan
su ansia de ver. Los espera.
Tantea a un lado y a otro:
se tropieza con el cielo,
con un papel, o con nada.
Ni aire ni tierra ni agua
le sirven para salir
desde su mina a la vida,
porque él ni vuela ni anda.
Sólo quiere, quiere, quiere,
y querer no es caminar,
ni volar, con pies, con alas
de otros seres. El amor
sólo va hacia su destino
con las alas y los pies
que de su entraña le nazcan
cada día, que jamás
tocaron la tierra, el aire,
y que no se usaron nunca
en más vuelos ni jornadas
que los de su oficio virgen.
Y así mientras no le salgan,
fuerzas de pluma en los hombros,
nuevas plantas,
está como masa oscura,
en el fondo de su mar,
esperando que le lleguen
formas de vida a su ansia.
Se acerca el mundo y le ofrece
salidas, salidas vagas:
una rosa, no le sirve.
El amor no es una rosa.
Un día azul; el amor
no es tampoco una mañana.
Le brinda sombras, espectros,
que no se pueden asir,
llenos de incorpóreas gracias;
pero un querer, aunque venga
de las sombras,
es siempre lo que se abraza.
Y por fin le trae un sueño,
un sueño tan parecido
que se siente todo trémulo
de inminencia, al borde ya
de la forma que esperaba.

Que esperaba y que no es:
porque un sueño sólo es sueño
verdadero
cuando en materia mortal
se desensueña y se encarna.
Y allá se vuelve el amor
a su entraña,
a trabajar sin cesar
con la fe de que de él salga
su mismo salir, la ansiada
forma de vivirse, esa
que no se puede encontrar
sino a fuerza
de esperar desesperado:
a fuerza de tanto amarla.

LO QUE QUEREMOS NOS QUIERE…

Lo que queremos nos quiere
aunque no quiera querernos.
Nos dice que no y que no,
pero hay que seguir queriéndolo:
porque el no tiene un revés,
quien lo dice no lo sabe,
y siguiendo en el querer
los dos se lo encontraremos.
Hoy, mañana, junto al nunca,
cuando parece imposible
ya,
nos responderá en lo amado,
como un soplo imperceptible,
el amor
mismo con que lo adoramos.
Aunque estén contra nosotros
el aire y la soledad,
las pruebas y el no y el tiempo,
hay que querer sin dejarlo,
querer y seguir queriendo.
Sobre todo en la alta noche
cuando el sueño, ese retorno
al ser desnudo y primero,
rompe desde las estrellas
las voluntades de paso,
y el querer siente, asombrado,
que ganó lo que quería,
que le quieran sin querer,
a fuerza de estar queriendo.
Y aunque no nos dé su cuerpo,
la amada, ni su presencia,
aunque se finja otro amor
un estar en otra parte,
este fervor infinito
contra el no querer querer
la rendirá, bese o no.
Y en la más oscura noche,
cuando
desde la otra orilla del mundo,
la bese el amor remoto
se le entrará por el alma,
como un frío o una sombra
la evidencia de ser ya
de aquel que la está queriendo.

DAME TU LIBERTAD…

Dame tu libertad.
No quiero tu fatiga,
no, ni tus hojas secas,
tu sueño, ojos cerrados.
Ven a mí desde ti,
no desde tu cansancio
de ti. Quiero sentirla.
Tu libertad me trae,
igual que un viento universal,
un olor de maderas
remotas de tus muebles,
una bandada de visiones
que tú veías
cuando en el colmo de tu libertad
cerrabas ya los ojos.
¡Qué hermosa tú libre y en pie!
Si tú me das tu libertad me das tus años
blancos, limpios y agudos como dientes,
me das el tiempo en que tú la gozabas.
Quiero sentirla como siente el agua
del puerto, pensativa,
en las quillas inmóviles
el alta mar. La turbulencia sacra.
Sentirla,
vuelo parado,
igual que en sosegado soto
siente la rama
donde el ave se posa,
el ardor de volar, la lucha terca
contra las dimensiones en azul.
Descánsala hoy en mí: la gozaré
con un temblor de hoja en que se paran
gotas del cielo al suelo.
La quiero
para soltarla, solamente.
No tengo cárcel para ti en mi ser.
Tu libertad te guarda para mí.
La soltaré otra vez, y por el cielo,
por el mar, por el tiempo,
veré cómo se marcha hacia su sino.
Si su sino soy yo, te está esperando.

 

LARGO LAMENTO (1939)

LA MEMORIA EN LAS MANOS

Hoy son las manos la memoria.
El alma no se acuerda, está dolida
de tanto recordar. Pero en las manos
queda el recuerdo de lo que han tenido.

Recuerdo de una piedra
que hubo junto a un arroyo
y que cogimos distraídamente
sin darnos cuenta de nuestra ventura.
Pero su peso áspero,
sentir nos hace que por fin cogimos
el fruto más hermoso de los tiempos.
A tiempo sabe
el peso de una piedra entre las manos.
En una piedra está
la paciencia del mundo, madurada despacio.
Incalculable suma
de días y de noches, sol y agua
la que costó esta forma torpe y dura
que acariciar no sabe y acompaña
tan sólo con su peso, oscuramente.
Se estuvo siempre quieta,
sin buscar, encerrada,
en una voluntad densa y constante
de no volar como la mariposa,
de no ser bella, como el lirio,
para salvar de envidias su pureza.
¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas gráciles
libélulas se han muerto, allí, a su lado
por correr tanto hacia la primavera!
Ella supo esperar sin pedir nada
más que la eternidad de su ser puro.
Por renunciar al pétalo, y al vuelo,
está viva y me enseña
que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto,
soltar las falsas alas de la prisa,
y derrotar así su propia muerte.

También recuerdan ellas, mis manos,
haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.
Nada más misterioso en este mundo.
Los dedos reconocen los cabellos
lentamente, uno a uno, como hojas
de calendario: son recuerdos
de otros tantos, también innumerables
días felices
dóciles al amor que los revive.
Pero al palpar la forma inexorable
que detrás de la carne nos resiste
las palmas ya se quedan ciegas.
No son caricias, no, lo que repiten
pasando y repasando sobre el hueso:
son preguntas sin fin, son infinitas
angustias hechas tactos ardorosos.
Y nada les contesta: una sospecha
de que todo se escapa y se nos huye
cuando entre nuestras manos lo oprimimos
nos sube del calor de aquella frente.
La cabeza se entrega. ¿Es la entrega absoluta?
El peso en nuestras manos lo insinúa,
los dedos se lo creen,
y quieren convencerse: palpan, palpan.
Pero una voz oscura tras la frente,
—¿nuestra frente o la suya?—
nos dice que el misterio más lejano,
porque está allí tan cerca, no se toca
con la carne mortal con que buscamos
allí, en la punta de los dedos,
la presencia invisible.
Teniendo una cabeza así cogida
nada se sabe, nada,
sino que está el futuro decidiendo
o nuestra vida o nuestra muerte
tras esas pobres manos engañadas
por la hermosura de lo que sostienen.
Entre unas manos ciegas
que no pueden saber. Cuya fe única
está en ser buenas, en hacer caricias
sin casarse, por ver si así se ganan
cuando ya la cabeza amada vuelva
a vivir otra vez sobre sus hombros,
y parezca que nada les queda entre las palmas,
el triunfo de no estar nunca vacías.

AHORA TE VEO MÁS CLARA…

Ahora te veo más clara.
No, no es por el mediodía,
por favor de la mañana.
Es que lloraste y lloré,
porque ya no nos veíamos.
Y nos vimos por las lágrimas.
Las lágrimas fueron luz.
Al pasar por sus cristales,
puras lentes del dolor,
tu imagen se quedó limpia,
ya para siempre, en mi alma.

Ahora te tengo más alta.
Te he hecho sufrir sin querer,
por quererte. Cada angustia
que de mi amor te ha nacido
en vez de hundirte en la pena
a otro escalón te empinaba
de tu gloria gloria en mí.
Cada dolor por mi culpa
te volvía más sagrada.
Ahora no estás a mi lado:
miro hacia arriba y te veo.
Pero tú hacia mí te inclinas,
y hasta mi suelo me tiendes,
escala de tu cariño,
desde arriba, tu mirada.
Ahora estás lejos. Mi afán
de tenerte siempre cerca
te dio a ti afán de distancia.
Yo, ciego, siempre creyendo
que los abrazos enlazan,
te abrazaba y abrazaba.
Ahora ya sé que los árboles
tienen sus pájaros fieles
porque las ramas no atan:
ofrecen. Y que las nubes
nunca descartan los cielos
porque los cielos las dejan
que ellas escojan su rumbo
y que vengan o se vayan
como quieran, siempre abiertos
para que se busquen ellas
su camino. Amor, o cielo,
no son un camino, son
una oferta de infinitos
caminos, a nubes, almas.

¿Estarás ahora más cerca?
¿Tú, libre, suelta, lejana,
estarás ahora viniendo
hacia mí, porque me callo,
porque mi voz silenciosa,
ardiendo toda de espera,
parece que no te llama?

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