TURGUENIEV. ONCE POEMAS EN PROSA

«Te conocí, reina de la fantasía. Me visitaste casualmente… ¡Tú ibas volando en busca de los jóvenes poetas!»


Retrato de Turgueniev, IIya Repin, óleo sobre lienzo, 1879.

Los momentos que dejan huellas en la vida de un poeta trascienden lo personal a través de la palabra escrita que desborda emoción. Los pasajes que se muestran vestidos con elegancia, o provocativamente, atraen la atención del lector, independientemente del lugar donde este se encuentre. La conexión se establece a través de la impresión que la palabra, en forma de verso o de oración, provoca en su receptor.

Los poemas en prosa de Iván Serguéyevich Turgueniev (1818-1883) son muy íntimos, son como fragmentos de un diario. Creo que en ellos conviven realidad y ficción. La manera de contar es la vara mágica que sitúa las reflexiones de Turgueniev en un plano trascendente: el de la belleza. La plasticidad del lenguaje otorga al texto su condición de poema.

Los poemas en prosa no son narraciones breves, ni prosas poéticas. Son poemas y se leen como tal, a pesar de la ausencia de rima y de métrica, a pesar de que prefieren el párrafo a la estrofa, a pesar de que la idea se vale de la oración y no del verso. En los poemas en prosa, como los de Turgueniev, no existen las pausas que el verso necesita para mostrar armonía. Y en cuanto a la forma, si los poemas en verso son los mástiles de un barco, los poemas en prosa son la superficie que va desde la proa hasta la popa. Unos muestran su verticalidad y otros su horizontalidad.

Rafael Cansinos Assens (1882-1964) fue uno de los traductores estrella de la antigua Aguilar (Manuel Aguilar). Cansinos Assens tradujo para esa casa editorial las obras de Schiller, Goethe, Andréyev, Balzac, Dostoievski, entre otros grandes de la literatura universal. Es de las Obras Escogidas de Turgueniev, de la primera edición de Aguilar (1951), la traducida por el hebraísta, ensayista y literato sevillano Assens, de la que selecciono las poesías en prosa que podrás leer a continuación —¡cuánto dolor contenido subyace en el caleidoscopio de palabras que nos ofrece el autor de Padres e hijos y El primer amor!

Turgueniev se mantuvo sosegado ante el exceso sentimental de la narrativa de sus compatriotas. Su humanismo es menos pletórico que el que encontramos en Crimen y Castigo o en Ana Karenina, por citar dos ejemplos. Pero menos no significa carencia de pasión, no olvidemos que era ruso.

Presento los poemas de Turgueniev con obras de pintores de su tierra y de su época, así dejo que el Realismo se manifieste a través de la poesía y de la pintura, aunque en algún que otro cuadro la pincelada delata el cansancio que el naturalismo provocaba ya en los artistas que se acercaban al final del siglo. En estos poemas en prosa encontrarás reflexiones sobre el poder seductor de la naturaleza y sobre la conducta del hombre ante determinados escenarios. La preocupación por los problemas sociales también está presente en su obra, como lo está en las obras de Tolstói, Dostoievski y Andréyev.

Entonces, ¿en qué se diferencian la prosa poética y el poema en prosa? Veamos lo que al respecto manifiestan dos poetas cubanos.

Prosa poética: En ella, «la poesía está fragmentada, diseminada como un polvillo de purpurina», escribió Dulce María Loynaz.

Poesía en prosa: «El poema en prosa es un caballo sin montura», respondió Manuel Díaz Martínez a la pregunta que sobre el tema le hice para esta entrada.

Aquí te dejo La visita; El mendigo; La copa; El gorrión; Dos hermanos; Cuando ya no exista; Mis árboles; Verdad y justicia; Cristo; La aldea y La lengua rusa. Y, ahora, pasen y lean a Turgueniev.

POEMAS


Los grajos han vuelto, Alekséi Savrálov, óleo sobre lienzo, 1871.

LA VISITA
(Mayo, 1878).

Estaba sentado junto a la abierta ventana… una madrugada, la mañana del primero de mayo.

Aún no empezaba a alborear, pero ya palidecía y se enfriaba la oscura, tibia noche.

No se levantaba bruma, no soplaba viento; todo era soledad y silencio…; pero ya se sentía la inminencia del despertar, y en el aire aclarado percibíase el olor de la cruel humedad del rocío.

De pronto, en mi cuarto, a través de la abierta ventana, con leve piar y batir de alas, entróse un gran pájaro.

Yo di un respingo, esparcí la vista… No era un pájaro, sino una mujer pequeñina con alas y que vestía un traje oscuro, largo y, por abajo, de nubes.

Era toda ella de color gris perlino; apenas si la parte interior de sus alitas mostraba el matiz purpúreo, tierno, de la rosa recién abierta; una corona de helecho ceñía los alborotados rizos de su redonda cabecita… y parecidas a los bigotillos de las mariposas, dos plumas de pavo real temblaban cómicamente sobre su frente, encarnada, prominente.

Dio un par de vueltas bajo el techo; su carita reía, y reían también sus enormes, luminosos ojazos negros.

La alegre impetuosidad de su vuelo caprichoso desgranaba sus diamantinos regueros.

Tenía en la mano el largo tallo de una florecilla de estepa; cetro imperial lo llama la gente rusa. Era, en verdad, semejante a un cetro.

Revoloteando afanosa por encima de mí, hubo de rozarme la cabeza con aquella flor.

Yo me lancé hacia ella… Pero ya se había ido por la ventana y desaparecido.

En el jardín, en lo profundo de las acacias, una tórtola tropezóse con su primer vuelo, y allí donde ella se ocultó, el cielo, de láctea blancura, tiñóse suavemente de púrpura.

Te conocí, reina de la fantasía. Me visitaste casualmente… ¡Tú ibas volando en busca de los jóvenes poetas!

¡Oh poesía! ¡Juventud! ¡Belleza femenina, virginal! ¡Sólo un momento pudiste brillar ante mí… en la precoz mañana de la primavera precoz!


Anciano con muleta, Ivan Kramskoy, óleo sobre lienzo, 1872.

EL MENDIGO
(Febrero, 1878).

Iba yo caminando por la calle… cuando me detuvo un mendigo decrépito.

Sus ojos inflamados y llorosos, sus azulencos labios, sus maltrechos harapos, sus sucias llagas…

¡Oh, y qué cruelmente había tratado la pobreza al infeliz!

Tendióme una mano colorada, tumefacta, sucia… Y suspiró implorando una limosna.

Yo procedí a buscar en los bolsillos… Ni portamonedas, ni reloj, ni siquiera un pañuelo… Nada saqué de ellos.

Y a todo esto, el mendigo aguardaba…, y con la mano tendida, temblaba y se estremecía…

Aturdido, azorado, apreté fuerte aquella mano temblona y sucia.

—Perdona, hermano; no tengo nada, hermano.

Quedóse el mendigo mirándome con sus inflamados ojos; sus cianóticos labios sonrieron…, y a su vez estrechóme mis fríos dedos.

—No importa, hermano —dijo—. También eso se agradece. También eso es un regalo.

Y comprendí que yo también había recibido de mi hermano una limosna.


Ramo de flores, Ivan Kramskoy, óleo sobre lienzo, 1884.

LA COPA
(Sin fecha).

Me da risa…, y también me asombro de mí mismo.

Sincero es mi dolor; de veras se me hace pesado el vivir; amargos e inconsolables son mis sentimientos. Y, sin embargo, me afano por dotarlos de brillo y de belleza, y busco imágenes y símiles; redondeo mis párrafos y me recreo con el ruido y las palabras sonoras.

A guisa de escultor, de orfebre, esculpo y dibujo cuidadosamente, y en todos los modos me esfuerzo por ornar esa copa en la que yo mismo me escancio el veneno.


Paisaje otoñal con Hunter, Isaac Levitan, óleo sobre lienzo, 1880.

EL GORRIÓN
(Abril, 1878).

Volvía yo de la caza y cruzaba la alameda del jardín. Delante de mí corría mi perro.

De pronto acortó su paso y empezó a encogerse como si hubiera visto a una presa.

Miré a lo largo de la alameda… y vi a un gurriato de gorrión con boqueras y algo de pelusilla en la cabeza. Habíase caído del nido —el viento sacudía con fuerza los abedules de la alameda—, y yacía inmóvil en el suelo, moviendo, desvalido, sus incipientes alitas.

Lentamente mi perro llegóse a él, cuando de pronto, lanzándose desde el próximo árbol, dejóse caer a plomo ante su mismo hocico un gorrión viejo, de pecho negreante y todo despelucado y erizado, y piando de un modo desesperado y lastimero, dio dos saltitos en dirección a la colmilluda y ya abierta boca del perro.

Disponíase a salvar a su cría a toda costa… pero todo su cuerpecillo temblaba de espanto, su vocecilla sonaba salvaje y ronca, moríase de miedo, ¡se sacrificaba!

¡Qué monstruo tan enorme debía parecerle el perro! Y, sin embargo, no había podido seguir posado allá arriba, en su segura rama… Un poder más fuerte que su voluntad habíalo lanzado de allí.

Mi Tesoro se detuvo, reculó… Era visible que también reconocía ese poder.

Yo me apresuré a llamar al azarado perro y me alejé de allí muy lleno de respeto.

Sí, no os riáis. Respeto sentía yo ante aquel heroico pajarillo, ante su arrebato de amor.

«El amor —pensaba yo— es más poderoso que la muerte y el miedo a la muerte… Sólo por él…, por el amor…, se sostiene y sigue la vida».


Dos mujeres, IIyan Repin, acuarela sobre papel, 1878.

DOS HERMANOS
(Agosto, 1878).

Fue una visión…

Ante mí surgieron dos ángeles…, dos genios.

Digo, ángeles, genios, porque ninguno de los dos llevaba la menor ropa sobre sus desnudos cuerpos, y tanto el uno como el otro mostraban en sus hombros fuertes largas alas.

Los dos jóvenes. El uno, algo lleno de carnes, de terso cutis y de negro pelo rizado. Ojos claros, grandes, con espesas pestañas; mirar furtivo, alegre y ávido. Cara sumamente atractiva, un tanto descarada, un tanto maligna. Labios rojos y gruesos, levemente trémulos. Sonríe el joven como sonríe el poderoso… confiado e indolente; una vistosa corona de flores descansa ligera sobre sus brillantes cabellos, casi rozando sus aterciopeladas cejas… Abigarrada piel de leopardo, prendida con un áureo broche, cuelga, liviana, de sus redondos hombros. Las plumas de sus alas lanzan dorados reflejos… Sus extremos son de un rojo claro, como bañados en roja, fresca sangre. De cuando en cuando agítanse rápidas con grato tintineo argentino, ese tintineo de la lluvia en primavera.

Tenía el otro ángel un cuerpo seco y amarillento. Dejábanse ver sus costillas cada vez que aleteaba… Sus cabellos eran rubios y crespos; sus ojos, enormes, redondos, de un gris pálido; su mirar, inquieto y extrañamente luminoso… Agudas todas sus facciones; pequeña y entornada la boca, de dientes iguales; la nariz, fina, aguileña; una sotabarba saliente, cubierta de blancuzco vello… Aquellos resecos labios, nunca, ni una vez siquiera, sonreían.

¡Era la suya una cara regular, terrible, cruel! Por lo demás, tampoco la cara del primero, el guapo, con ser tan simpática y seductora, expresaba la menor piedad. En torno a la cabeza del segundo iban prendidas unas cuantas espigas hueras, entrelazadas con cizaña. Un burdo paño ceñíale el talle; sus alas, de un azul oscuro, mate, movíanse en son de reto.

Ambos jóvenes parecían compañeros inseparables.

Cada uno de ellos se apoyaba en el hombro del otro… La blanda manecita del primero descansaba como un zarcillo de vid en la clavícula del segundo, cuyo prieto puño, de largos y finos dedos, alargábase como una serpiente sobre el pecho femenil del otro.

Y llegó a mis oídos una voz… Y aquella decía:

—Ahí tienes ante ti al Amor y al Hambre…, dos hermanos, las dos bases radicales de todo ser viviente.

Todo cuanto vive muévese para alimentarse, y se alimenta para procrear.

Amor y Hambre, un mismo fin persiguen ambos, y ambos son necesarios para que la vida no se extinga…, la vida propia y la ajena…, que son la misma cosa: la vida universal.


Lectura, Ivan Kramskoy, óleo sobre lienzo, 1863.

CUANDO YA NO EXISTA
(Diciembre, 1878).

Cuando ya no exista, cuando todo lo mío se haya convertido ya en polvo —¡Oh tú, mi única amiga; oh tú, a quien amé tan profunda y tiernamente; tú, que de fijo me has de sobrevivir!—, no vayas a visitar mi sepulcro… Allí nada tendrías que hacer.

No me olvides…; pero no te acuerdes de mí tampoco en medio de los cuidados de cada día y de las satisfacciones y las necesidades del vivir… No quiero ser un estorbo para tu vida, no quiero turbar su plácido curso. Pero en las horas de soledad, cuando te sobrecoja esa agobiante e inmotivada tristeza tan conocida de los corazones buenos, coge uno de nuestros amados libros y busca en él aquellas páginas, aquellas líneas, aquellas palabras que a ambos…, ¿recuerdas?…, nos arrancaron dulces y silenciosas lágrimas.

Lee, cierra los ojos y tiéndeme la mano…; tiende tu mano al amigo ausente.

No estaré yo en condiciones de poder estrecharla con la mía; descansará entonces bajo la tierra, inmóvil; pero a mí ahora me halaga pensar que puedas tú sentir en tu mano un leve roce.

Y mi imagen se te aparecerá, y de debajo de los cerrados párpados de tus ojos brotarán lágrimas semejantes a esas lágrimas que ambos, conmovidos ante lo Bello, vertíamos a veces los dos solos, ¡oh tú, mi única amiga; oh tú, a la que amé tan hondo y tiernamente!


Sendero, Ivan Kramskoy, óleo sobre lienzo, h.1870.

MIS ÁRBOLES
(Noviembre, 1882).

Recibí carta de un ex condiscípulo de Universidad, un rico terrateniente y aristócrata. Me invitaba a pasar con él el día de su santo.

Sabía yo que llevaba ya mucho tiempo enfermo, ciego, quebrantado por un ataque de parálisis que apenas le permitía andar… Y fui a verle.

Lo encontré en una de las alamedas de su enorme jardín. Envuelto en una chupa -y eso que era verano-, demacrado, encorvado, con unas gafas verdes en los ojos, estaba sentado en un cochecito que empujaban por detrás dos lacayos con lujosas libreas…

—Lo recibo a usted —me dijo con voz sepulcral— en mi heredad, a la sombra de mis seculares árboles…

Sobre su cabeza erguíase una encina milenaria.

Y yo pensé: «¡Oh milenario gigante! ¿Oyes? Un gusano medio muerto que se arrastra por tus raíces, te llama a ti su árbol!»

Pero he aquí que empezó a levantarse aire y agitó con leve rumor la recia fronda del gigante… Y a mí parecióme como que la añosa encina contestaba con una risa indiferente y tranquila a mi interpelación y a la jactancia del enfermo.


Coliseo, Vasily Surikov, acuarela sobre papel, 1884.

VERDAD Y JUSTICIA
(Junio, 1882).

—¿Por qué aprecias tanto la inmortalidad del alma? —pregunto yo.

—¿Qué por qué? Pues porque entonces poseeré la verdad eterna, indubitable… Y en esto, a mi juicio, se cifra la más alta ventura.

—¿En la posesión de la Verdad?

—Claro.

—Permíteme: ¿eres capaz de imaginarte la siguiente escena? Suponte que se han reunido unos cuantos jóvenes y están conversando… Y de pronto se presenta allí uno de sus camaradas; brillan sus ojos con inusitado fulgor, respira afanoso por efecto del entusiasmo, y apenas si puede hablar: «¿Qué hay? ¿Qué pasa?» «Oídme, amigos míos, lo que acabo de saber. ¡Qué verdad! El ángulo de incidencia es igual al ángulo de reflexión. Y esta otra: la recta es el camino más corto entre dos puntos. ¿Qué tal, eh?» «¡Qué felicidad!», gritan todos aquellos jóvenes, y abrázanse unos a otros con ternura. ¿No eres capaz de imaginarte semejante escena? ¿Te ríes?… Pues de eso se trata: la verdad no puede hacernos felices… Pero la justicia sí que puede; ella es nuestra incumbencia, nuestro asunto en la tierra… ¡La justicia! Por ella estamos dispuestos a morir. Fúndase toda la vida en el conocimiento de la verdad; pero ¿cómo captarla? Y, además, llegar a conseguirlo, ¿es alguna dicha?


Cristo en el desierto, Ivan Kramskoy, óleo sobre lienzo, 1872.

CRISTO
(Diciembre, 1878).

Me vi joven, casi un chico, en una iglesuca de aldea… Con rojos toques ardían ante los viejos iconos los delgados cirios.

Una alegre coronilla circuía cada llamita… En la iglesia reinaban oscuridad y bruma… Pero delante de mí había mucha gente.

Todos rusos, cabezas de campesinos. A ratos empezaban a vacilar, caían, volvían a levantarse, cual espigas granadas cuando con lento ondear pasa por sobre ellas el aire del verano.

De pronto un hombre llegóse por detrás y se colocó en fila conmigo.

No me volví a mirarlo…; pero en el acto sentí que aquel hombre era… Cristo.

Fervor, curiosidad, miedo, todo a un tiempo mismo, se apoderaron de mí…

Hice acopio de fuerzas… y miré a mi vecino.

Una cara como todas. Una cara semejante a cualquier otra cara humana… Miran sus ojos un poco desde arriba, atenta y suavemente. Cerrados los labios, pero no fruncidos; el labio superior parece como que descansara sobre el inferior. Gran barba partida. Las manos, juntas e inmóviles. Traje como cualquier otro.

«¿De modo que este es Cristo? —me dije—. ¡Un hombre tan sencillo, tan sencillo! ¡No es posible!»

Y aparté de él los ojos… Pero no bien apartara la mirada de aquel hombre tan vulgar, cuando otra vez se me ocurrió la idea de que era Cristo y no ningún otro aquel hombre que tenía a mi lado.

Y de nuevo hice acopio de energías… y volvía a contemplar aquella misma cara, semejante a todas las caras humanas y aquellas facciones corrientes, aunque desconocidas.

Y de pronto sentí pena… y recapacité. Y sólo entonces comprendí que precisamente aquella cara, semejante a todas las caras humanas, era también la cara de Cristo.


Paisaje con cabaña, Aleséi Savrásov, óleo sobre lienzo, 1866.

LA ALDEA
(Febrero, 1878).

Último día del mes de julio; en mil verstas a la redonda, Rusia…, la tierra madre.

De azul y rosa todo el cielo; apenas si una nubecilla resbala sobre él…, y unas veces boga y otras se detiene. Nada de viento, tibieza…, el aire…, un vaho lechoso.

Cantan las alondras; revolotean en círculos las palomas de grandes buches; en silencio cruzan las golondrinas; relinchan y piafan los caballos, y sin ladrar, los perros permanecen azorronados, plácidamente moviendo sus colas.

Y huele a niebla y a hierba, y también un poco a goma y a cuero… El cáñamo cobró ya bríos y despide su aroma pesado, pero grato.

Un hondo barranco, en la pendiente. A los lados, varias filas de achaparrados matorrales. Por el lecho del barranco corre un riachuelo, y en su fondo, guijos menudos parecen temblar a través del agua clara… A lo lejos, allí donde se confunden tierra y cielo… la azul curva de un gran río.

A lo largo del barranco, en uno de sus lados, pulcros cobertizos, verjas con mal cerradas puertas; al otro lado, cinco o seis isbas de madera de pino con techos de tejas. Encima de cada techo, la alta pértiga del estornino. Los desiguales cristales de las ventanas reflejan los colores del arco-iris. Jarros con ramos de flores vence en las habitaciones. Ante cada isba no falta su correspondiente banquito; por los zavalinkas van y vienen los gatos, aguzando sus orejitas diáfanas; tras los altos umbrales percíbese la fresca sombra de la entrada.

Yo estoy tendido al filo mismo del barranco, con el alma henchida de una paz perfecta; a mi alrededor, montones de heno recién segado, de un olor tan fuerte que marea. Los discretos propietarios echan heno por delante de las isbas; que se oree un poco…., y allí, en el granero, ¡qué gusto dormir sobre él!

Las cabecitas infantiles de rizado pelo asoman por entre el heno; moñudas gallinas rebuscan en él moscas y escarabajos; algún perrillo cachorro, de blancos dientes, déjase ver entre los revueltos haces. Mocitos rubios, vistiendo blusas primorosas, ceñidas muy abajo, a la cintura, y calzando pesadas botas con vueltas, cambian entre sí vivas palabras, con el pecho apoyado en la enganchada teliega y enseñando los dientes.

Por la ventana mira una mocita de cara redonda, y ora se ríe de sus palabras, ora juguetea con el heno apilado.

Otra muchachita, de recios brazos, saca del pozo un gran cubo de agua… Tiembla el cubo y se bambolea sobre el brocal, vertiendo largos, encendidos goterones.

Ante mí está una viejecita con una blusa nueva a cuadros y unos zapatos nuevos.

Un collar de gruesas perlas falsas dale tres vueltas en torno al seco cuello moreno; a la canosa cabeza lleva liado un pañuelo amarillo con pintas encarnadas, que le cae encima de los turbios ojos.

Pero ¡con qué dulzura sonríen los ojos de la viejecita! Y ¡cómo le sonríe también todo su arrugado rostro! Setenta años podrá tener…; pero aún le queda algo de su juventud… En su tiempo fue, sin duda, una belleza.

En sus curtidos dedos de la mano derecha sostiene un jarro de leche fría, sin desnatar, recién ordeñada; las paredes del jarro están salpicadas de goterones de rocío que semejan enteramente cuentas de cristal. En la palma de su mano izquierda la viejecita me brinda un trozo de pan todavía calentito.

—¡Come, diantre, y que te siente bien, huésped volandero!

Un gallo, de pronto, rompe a cantar y agita afanoso las alas, y sin apresurarse le contesta otro.

—¡Ah, y qué crecida va la avena! —óyese la voz de mi cochero.

¡Oh, qué deleite, qué paz en la libre aldea rusa! ¡Oh, qué grato silencio!

Y yo me digo: «¡Quién echaría aquí de menos la cruz de la cúpula de Santa Sofía en Sargrad…, y todo eso que tanto apreciamos nosotros, los hombres de ciudad!…»

Campanario Iván el Grande, Vasily Surikov, acuarela sobre papel, 1876.

LA LENGUA RUSA
(Junio, 1882).

En los días de duda, en los días de penosas cavilaciones sobre los destinos de mi patria, mi único sostén y apoyo eres tú, ¡oh grande, poderosa, veraz y libre lengua rusa! Si no fuera por ti…, ¿cómo no caer en la desesperación a vista de todo lo que ocurre en casa? Pero ¡imposible es creer que lengua semejante no le haya sido dada a un gran pueblo!

ENLACES RELACIONADOS

La señora del perrito (Antón Chéjov).

Lev Tolstói. La violencia y el amor.

La semilla milagrosa (León Tolstoi). Cuento infantil.

Mijaíl Osorguín. “La librería de los escritores”.

Dostoyevsky y la biografía psicológica (Jaime Alcalay).

Los vagabundos (Máximo Gorki). Novela.

Jenny Marx. «Breves escenas de una vida agitada».

Marina Tsvietáieva: «Diario de la Revolución».

El catecismo revolucionario: Bakunin, Nechayev y Dostoievski.

Nikolay Gumiliov. Poemas.

El arte en revolución. De Chagall a Malévich.


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