POETAS CUBANOS DE EXPRESIÓN FRANCESA
CAPÍTULO 3
SEVERIANO DE HEREDIA
CORNÉLIUS PRICE

Fuera de la casa de los paquines, Jean Béraud, óleo sobre tabla, 1900.

En entradas anteriores, como ya sabes, encontrarás la introducción de Poetas cubanos de expresión francesa, así como el capítulo dedicado a José María de Heredia. Ahora toca el turno a Severiano de Heredia y a Conélius Price y Porro. Pero antes de pasar al tema que nos ocupa, deseo destacar que el soneto de Severiano, recogido en la parte del escrito que leerás a continuación, ha sido volcado al castellano por el poeta cubano Manuel Díaz Martínez. Pedí a mi padre que lo tradujera, pues es el único poema que Henríquez Ureña no nos ofrece en versión bilingüe.

En Poetas cubanos de expresión francesa, Max Henríquez Ureña no sólo hace un panegírico del vate más importante del parnasianismo cubano —José María de Heredia, autor de Los Trofeos—. Henríquez Ureña dedica en su ensayo espacio a otros versificadores isleños que escribieron sus obras en francés. No todos ellos se hicieron notar como poetas. Severiano de Heredia, por ejemplo, quien escribió poesías y artículos literarios en su juventud, no destacó en las letras. Severiano fue político.

Severiano de Heredia (1836-1901), matancero y primo de los famosos poetas santiagueros, fue el primer Alcalde afroamericano que tuvo París. Viajó a Francia siendo un mozalbete y allí se labró un futuro en el que mucho tuvo que ver, pues le abrió las puertas al mundillo cultural y chic, Marceline Desbordes-Valmore (1786-1859), poetisa admirada por románticos y simbolistas —los versos de Marceline fueron alabados por Baudelaire y Rimbaud.

En el bulevar, Jean Béraud, óleo sobre tabla, 1880.

Severiano de Heredia fue ministro de Obras Públicas, fundador del periódico La Tribuna, fundador de la Sociedad de Escuelas Laicas… Severiano fue un «mulato nacido libre» —así reza en su partida de nacimiento— y fue un republicano liberal que compartió con Víctor Hugo la necesidad de dotar al país de escuelas públicas.

Poco se ha escrito sobre Severiano de Heredia, es por eso que es de interés el capítulo que Max Henríquez Ureña dedica a él y donde incluye Fracaso, uno de los poemas del joven que aún ignoraba que intervendría en los destinos de París. Se trata de una curiosidad, pues si sobre su biografía duerme una espesa capa de polvo, sus versos de juventud se han perdido en los cajones del tiempo.

Poco se sabe de la vida privada de Cornélius Price y Porro (1870-¿?), el otro vate al que Henríquez Ureña dedica unas páginas. Se sabe que llegó a Francia con veinte años y que era amigo de Julián del Casal, quien lo puso en contacto con el pintor Gustave Moreau (1826-1898).

Y se sabe también que lo apadrinó el novelista, poeta y dramaturgo François Coppée (1842-1908), de quien tomó la corriente «humana y naturalista del parnasianismo» —según Henríquez Ureña, el parnasianismo se compone de varios estilos: el «objetivo y plástico de Heredia», el «filosófico» de Sully Prudhomme, el «lleno de subjetivismo lírico» de León Dierx, el de «café-cantante» de Catulle Mendès y el de Coppée. Max Henríquez Ureña utiliza el capítulo que dedica a Price y Porro para ahondar en las características del parnasianismo.

La salida del salón, en el Palacio de Industria, Jean Béraud, óleo sobre tabla, 1890.

Rubén Darío dividió en dos grupos a los autores que, no siendo su lengua madre la francesa, escogieron el francés para expresarse.

En uno de esos grupos, Rubén Darío listó a los que consideraba mediocres en el arte de versar —el norteamericano Longfellow, el español Menéndez Pelayo y un largo etc…—. Y en el otro equipo reunió a los afortunados que podían adornar sus testas con «una corona hecha de ramas cortadas en el divino bosque de Rosand» —saco esta opinión de Alba del modernismo: el Parnasse francés en la literatura cubana, ensayo de Miguel Ángel Feria que se nutre, entre otros, del estudio que hoy nos ocupa de Max Henríquez Ureña. La frase, en concreto, es un piropo a Armand Godoy—. Pues bien, entre esos portadores de corona regia, listados por Darío, se hallan los Heredia y Cornélius Price.

Y ahora los dejo con el texto que acompaño con obras de Jean Béraud (1849-1935), el pintor que capturó con sus pinceles imágenes del París amado por los parnasianos y a los que Max Henríquez Ureña dedicó Poetas cubanos de expresión francesa —la cuarta entrega, y última, podrás leerla la próxima semana y está dedicada a Augusto de Armas y a Armand Godoy. ¡No te la pierdas!

SEVERIANO DE HEREDIA

Bosque de Bolougne, Jean Béraud, óleo sobre tabla, 1893.

«Tengo el atrevimiento —decía en 1857 Madame Marceline Desbordes-Valmore a uno de sus amigos en el mundo literario—, de recomendar a usted al señor de Heredia, cuyo nombre lleva consigo la celebridad de un gran poeta en el país donde algo es el ser verdaderamente poeta. Este jovencito, para quien es un regocijo el presentarse ante usted, señor, es el hijo de una dama para mí muy cara y el pariente del literato habanero que él se esfuerza en honrar al imitarlo hasta donde lo permiten las luces de su edad. ¿No es este un título para merecer vuestra indulgencia, y me perdonará usted el haberle agregado la inutilidad de mi carta?»

¿Qué mejor hada madrina podía encontrar aquel joven forastero, sino esa admirada musa romántica, «el alma femenina más llena de valor, de ternura y de misericordia», al decir de Sainte-Beuve? Al conjuro de la dulce anciana, que presentía ya su próximo fin —«ebria de muerte y de amor», según frase de Michelet—, se abrió para el joven neófito de las letras el pórtico del paraíso ambicionado: el mundo intelectual de París.

Por la alusión de Madame Desbordes-Valmore al parentesco del joven forastero con el cantor del Niágara podría pensarse que ese joven era el futuro autor de Los Trofeos, que entonces cursaba estudios en París, pero no contaba todavía quince años. Sin embargo, se trataba de otro Heredia. Este otro Heredia, cubano también, frisaba ya en los veinte años, pues había nacido en Matanzas el ocho de octubre de 1836. Se llamaba Severiano, y era primo de los dos poetas que llevaron el nombre de José María: el del Niágara y el de Los Trofeos.

Se ha dicho que su padre, Ignacio de Heredia (nacido en Santo Domingo en 1794 y muerto en Cuba en 1848), era hermano de José Francisco y de Domingo y, por lo tanto, tío carnal de los dos poetas, y que «dio su nombre —asienta Miodrag Ibrovac— a un niño de raza mestiza, Severiano de Heredia, que había nacido en una propiedad suya de Matanzas en 1836». Empero, Ignacio no era sino primo hermano de José Francisco y de Domingo, aunque sí era tío carnal, por parte de madre, del cantor del Niágara, y si dio nombre al mulato «que nació en su propiedad», fue para reconocer de alguna manera una paternidad verdadera y no adoptiva.

En el Diccionario biográfico cubano de Francisco Calcagno, consta que Severiano era hijo de Ignacio y primo de los otros Heredia. Al Calcagno se debe también el dato de que Severiano, «después de la muerte de su padre quedó al cuidado de su madre política, la señora Magdalena Godefrois, quien lo crio con maternal solicitud y muy joven aún se lo llevó a París, donde le hizo dar una esmerada educación». No fue, pues, a la verdadera madre de Severiano (la cual era de apellido Arredondo y había muerto ya) a quien conoció y apreció en alto grado Madame Desbordes-Valmore, sino a su madre de adopción, la señora Godefrois (o Godefroy), viuda de Ignacio de Heredia.

Severiano tenía las cualidades esenciales de los Heredia: activo, perseverante, de inteligencia clara, apasionado por sus ideas y convicciones; y a todo ello unía una gran bondad y nobleza de espíritu. Con entusiasmo juvenil se lanzó al campo del periodismo y fue colaborador de algunos diarios y revistas. León Barracand recuerda la época en que ambos tenían alrededor de treinta años:

«Severiano, que no era de más edad que yo, había fundado un periodiquito, hoja de anuncios, de publicidad, de informaciones para uso de los extranjeros. Las oficinas se encontraban en el faubourg Montmartre y se componían, me parece, de una sola pieza; y el director —no creo equivocarme— formaba por sí solo toda la redacción. Él no llegaba allí sino de paso, entre las cuatro y las cinco. Vivía en el bulevar Pereire, donde daba pequeñas fiestas, recibos musicales, en los cuales se me invitó —aún puedo decir que se me suplicó— para que dijera versos, honor al que me sustraje. Severiano era un hombre de trato muy amable; grueso y de estatura mediana, de tez de bronce y unos cabellos que se ensortijaban como el musgo. Más que un hombre de letras o un periodista, me hacía el efecto de un gestor de negocios».

Grandes bulevares (Café americano), Jean Béraud, óleo sobre tabla.

El periódico al que alude Barracand se llamaba Cronique Universalle y no tenía a Severiano como director sino como jefe de redacción. Sus oficinas estaban situadas efectivamente en la Rue du Faubourg Montmartre, número 17. Era un semanario: circulaba todos los sábados con la fecha del domingo.

No fue Severiano, sin duda, su fundador, puesto que ese periódico había empezado a publicarse en 1858 y en ese entonces, aparte de sus cortos años, él era en París un recién llegado. A él le tocó hacerse cargo del periódico años después, hasta que su publicación se suspendió en 1870. Muchos trabajos eran redactados por él, calzados a veces con su firma y a veces con un pseudónimo, entre ellos la revista de la prensa y de los libros, además de la variada y extensa sección de Curiosidades (literarias, anecdóticas, biográficas, de costumbres, históricas, científicas, místicas, legendarias, etc.), con la firma de Simón Brugal; pero aunque humorísticamente afirma Barracand que probablemente Severiano llenaba todo el periódico, es lo cierto que allí aparecían artículos de colaboradores auténticos, entre los cuales se contaba Anatole France.

Aquella fue la época de actividad literaria de Severiano. Aparte de escribir artículos periodísticos, se solazaba a veces en hacer versos. Sus versos eran correctos, pero no pasaban de medianos, porque Severiano no era, en realidad, un poeta. Sin embargo, a veces encontramos composiciones suyas en alguna olvidada antología de aquel tiempo. Así, en La littérature française depuis la formation de la langue jusq’à nos jours (lecturas escogidas por el teniente coronel Ferdinand Natanael Staaf) aparece su nombre, con una breve mención biográfica, en el tomo tercero, consagrado «a los poetas que estaban vivos en 1870», además de este soneto suyo:

DÉFAILLANCE

Malheur, malheur à vous qui, la cognée en main,
Sapez l’arbre mourant de nos vielles chimères,
Et qui jetez toujours, sans peur du lendemain,
Au Dieu de Nazareth vos paroles amères!

Si les jeunes penseurs s’affaissent en chemin,
Et si leur front pâlit même et auprès de leurs mères,
C’est que, grâce à vous tous, un doute surhumain
Use dès le berceau leus âmes éphémères.

Paris n’est aujourd’hui qu’un désert habité:
Un vent que nous dessèche y secoue à toute heure
Sur son vieux piédestal la vielle Foi qui pleure!

Et devant ses débris tout homme est attristé,
Et plus d’un se demande, en vous voyant maudire,
S’il ne vaudrait pas mieux prier, croire et sourire!

FRACASO

Ay de ti, ay de ti que, hacha en mano, socavas
El árbol moribundo de nuestras viejas quimeras
Y no dejas de lanzar, sin temer al futuro,
tus amargas palabras al Dios de Nazareth.

Los jóvenes pensantes que en el camino se hunden
Y, pálida la frente, se arriman a sus madres,
A ustedes todos deben la duda sobrehumana
Que desde siempre agosta sus efímeras almas.

Ahora París no es más que un desierto habitado:
Un incesante viento que reseca y sacude,
Sobre su pedestal, ¡la vieja Fe que llora!

Y frente a sus escombros cada hombre está triste,
Y, al verte maldecir, más de uno se pregunta
Si lo mejor no fuera rezar, creer, sonreír.

(Traducción de Manuel Díaz Martínez.)

¡Rezar, creer y sonreír! Tres verbos que gustaba de conjugar en la vida Severiano Heredia. A la vez, sobrábanle decisión y altivez, como a todos los Heredia; y no supo permanecer inactivo frente al estallido de la guerra franco-prusiana en 1870. Se alistó como voluntario para combatir por aquella tierra que ya era su patria de adopción, y ese mismo año solicitó su carta de ciudadanía francesa. Al terminar la guerra, ingresó en la vida pública como republicano fervoroso y defensor de los principios liberales. Para sostener sus ideas fundó en 1876 el periódico La Tribuna.

Elegido a poco consejero municipal de París por el barrio de Ternes, fue reelegido cuatro veces sucesivas con sorprende mayoría de sufragios. De ahí pasó al parlamento, como diputado, en 1881, y fue reelegido en 1885. En 1887 formó parte del ministerio Rouvier, en el cual se hizo cargo de la cartera de Obras Públicas. Ese gabinete duró apenas seis meses, durante los cuales bien poco pudo hacer.

Además de la brevedad de su paso por tan alto puesto, al haberse confiado a Severiano esa cartera, y no la de Instrucción Pública, que era la que mejor él podía desempeñar, fue una de tantas ironías desconcertantes que ofrece la vida pública. Severiano, desde que entró a formar parte del consejo municipal de París —que un día llegó a presidir—, había multiplicado sus iniciativas en favor de la enseñanza popular y, en general, de la cultura pública. A él se debió la fundación de escuelas profesionales y de economía doméstica para señoritas. Fundó también la Sociedad de Escuelas Laicas. Presidió la Asociación Filotécnica de París; y siempre se mantuvo en primera línea para apoyar todo esfuerzo que beneficiara la enseñanza. En cambio, la cartera de Obras Públicas quedaba fuera del radio de sus preferencias y actividades habituales.

Los funerales de Victor Hugo, Jean Béraud, óleo sobre tabla, 1885.

Uno de sus folletos políticos define claramente su ideología de liberal, republicano y pacifista: Paz y plebiscito, publicado en París en 1871, en el momento en que no se había decidido la suerte de Francia después del desastre de Sedan, puesto que, como él mismo dice en ese panfleto, «los nuevos ejércitos de la República tratan de despejar el camino de París». Estudia la alternativa que la guerra presenta a Francia: o una victoria que quizás sea posible aún, o la derrota definitiva; y es al hablar de la victoria ya improbable cuando se nos presenta como un precursor del movimiento pacifista que tanta fuerza alcanzó años después: si Francia triunfa, él sólo desea asegurar la conservación de la Alsacia y la Lorena, pero no considera justo que se hagan rectificaciones de fronteras, y exclama:

«No más fronteras del Rhin! ¡Que no haya engrandecimientos inútiles! ¡Fuera ya con la vieja política sin moral! ¡Cerremos cuanto antes la era de las guerras salvajes!» Al final, cuando se refiere a la consulta plebiscitaria, opina que la única solución posible y justa que debe buscarse es el establecimiento de la República.

En otro folleto suyo, que es la versión taquigráfica de un discurso que pronunció en 1887, en un banquete político, en momentos en que formaba parte del gabinete Rouvier, encontramos, más que al hombre de pensamiento, al hombre de combate. Su defensa de la política del gobierno en el cual figuraba, provocó varias interrupciones, contestadas siempre por él con serenidad y firmeza.

Severiano se retiró de la vida pública en 1889, a raíz de un fracaso electoral. Murió en 1901. Hacía tiempo que había abandonado las letras, especialmente sus aficiones poéticas. En prosa escribía de vez en vez, sobre asuntos públicos, pero ya no se ocupaba, como en su juventud, de crítica literaria.

La curva de su vida fue brillante: cuando llegó a Francia, niño aún, nadie habría podido vaticinar que aquel mestizo forastero sabría elevarse, por su inteligencia, sus virtudes y su energía, a tan altas posiciones en la vida pública de aquella tierra, que adoptó como patria propia. Aceptó al abandonar la poesía por la acción: aquel no era sin duda su camino. De todos modos, junto a algunos versos mediocres, de amateur inteligente, nos dejó un armonioso poema: su vida serena y noble.

CORNÉLIUS PRICE

Rotonda en los Campos Elíseos, Jean Béraud, óleo sobre tabla, h.1880.

El parnasianismo, si nos atenemos a sus orígenes, no fue una escuela, esto es, un grupo literario que sigue deliberadamente determinadas tendencias. El grupo recibió su nombre de una antología del momento poético, Le parnasse contemporain, de la cual vieron la luz tres series sucesivas y diferentes, de 1866 a 1876. El grupo tendió a unificarse después para asumir dos actitudes: la serenidad, la impasibilidad, o si se quiere mejor la plasticidad, como actitud espiritual; y el culto de la expresión pulcra y armoniosa, dentro del respeto a los moldes ya consagrados, como actitud en lo que atañe a la forma poética.

No fue la actitud espiritual, impersonal y plástica, lo que prevaleció entre los parnasianos: el culto de la forma, el ansia de perfección inasequible en la forma poética, fue el nexo que los hizo sentirse identificados. Sólo así se explica que en un tiempo aparecieran agrupados junto a Leconte de Lisle poetas de tendencias que hoy juzgamos tan contrapuestas como León Dierx, Catulle Mendès, Sully Prudhomme, François Coppée y José María de Heredia.

De todos ellos, Heredia fue quien recogió, para enriquecerlo y magnificarlo, el legado de serenidad plástica de Leconte de Lisle; pero los demás se orientaron por rumbos diversos y a la larga se disgregaron. Si se creyera necesario mantenerlos a todos dentro de la clasificación de parnasianos, habría que declarar que junto al parnasianismo objetivo y plástico de Heredia había un parnasianismo humano y naturalista en François Cuppée, un parnasianismo lleno de subjetivismo lírico en León Dierx y un parnasianismo de café-cantante en Catulle Mendès.

Al parnasianismo humano y naturalista de Coppée se afilió desde temprana hora, cuando no contaba veinte años, Cornélius Eduardo Price y Porro, nacido en La Habana el 30 de noviembre de 1870, de madre cubana (Luisa Porro) y padre oriundo de Inglaterra (Leopoldo Price). Una de sus primeras composiciones —que hizo conocer en Cuba Aurelia Castillo de González, a quien Price llamó «material amiga— está consagrada a La muerte de un caballo, a la manera de Coppée, el poeta compasivo de los humildes. Otra composición de esa época —publicada, al igual que aquella, en la Revista Cubana—, tiene también motivos de inspiración en los animales: se intitula Canto de pájaros.

Coppée supo además sentir la poesía del amor y de la naturaleza, y nos contó cómo había soñado un día ir, con la novia juvenil, en busca de cosas aladas

por rubios trigales de espigas doradas,
al soplo primero del mes tentador,

según la armoniosa traducción de Gutiérrez Nájera. Cornélius Price, en su primer libro, Por l’amour des vers (1892), dedicado a Coppée, consagra un manojo de composiciones líricas a la dicha de amar: son inspiraciones desprovistas de elevación, pobres de emotividad, como si el autor se empeñara en refrenar su lirismo —pero pulcras de forma.

Dedicó Price también —como todos los que de algún modo se consideraban parnasianos— algunos momentos de inspiración a la evocación de la antigüedad: así, en sus Amantes antiguas, medallones en forma de sonetos, acuña las imágenes de Laís, Frinea, Aspasia, Safo, Taís, Cleopatra, Herodías, María Magdalena y Teodora.

Un soneto de Price, dedicado a Julián del Casal, es como réplica y pendant de este «soneto Pompadour» que escribió Casal con el título de Mis amores:

Amo el bronce, el cristal, las porcelanas,
las vidrieras de múltiples colores,
los tapices pintados de oro y flores
y las brillantes lunas venecianas.

Amo también las bellas castellanas,
la canción de los viejos trovadores,
los árabes corceles voladores,
las flébiles baladas alemanas.

El rico piano de marfil sonoro,
el sonido del cuerno en la espesura,
del pebetero la fragante esencia.

Y el lecho de marfil, sándalo y oro,
en que deja la virgen hermosura
la ensangrentada flor de su inocencia.

El soneto de Cornélius Price, en vez de Mis amores, se intitula Lo que yo amo, y dice así:

Nácar, esmalte, mármol, gema y oro,
cielo, infinito, dulces oraciones
ante el místico altar, vuelo de halcones,
sonrisas de la luna… es lo que adoro.

Más que el cuerno de caza, amo el tesoro
musical que el pastor vierte en canciones,
y las aves en fuga a otras regiones;
y amo el ritmo del verso, ágil, sonoro.

Los trigos rubios bajo el sol ardiente,
el estanque y su espejo iridiscente,
el buey que pace en prados abrileños…

Y la virgen que en plena adolescencia
muere, al perder su amado y sus ensueños,
en la eclosión carnal de la inocencia.

Así es Cornélius Price: apacible y sencillo, sin atrevimientos ni estridencias. Su última producción en verso es una obra teatral, poema cómico-bárbaro más para leído que para representado: Le Chariot Errant (1900). Aunque el autor declara que su obra puede considerarse como una continuación de la Florise de Banville, en ese poema se asemeja, más que a Banville, al Coppée de La Passant. El volumen Pour l’amour des vers se cierra con un poema breve: Edith la del cuello de cisne, que evoca la invasión de Inglaterra por Guillermo el Conquistador y tiene cierto impulso épico a la manera de Laconte de Lisle, pero sin la superior elegancia de aquel gran maestro.

Price, que también cultiva la prosa, ha publicado una novela: Jerónimo. No ha vuelto a Cuba, que en su vida no es ya más que un recuerdo.

ENLACES RELACIONADOS

Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Primera Parte.

Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Capítulo dos: José María de Heredia

Max Henríquez Ureña. “Poetas cubanos de expresión francesa”. Capítulo 4: Augusto de Armas y Armand Godoy.

Dulce María Borrero. “Horas de mi vida”. Poemas.

Rubén Darío y los Reyes Magos. Un poema y un cuento.

Gertrudis Gómez de Avellaneda. Poemas religiosos para Semana Santa.


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