TAGORE. «EL JARDINERO»

«Es dulce sentarse en un rincón y escribir en verso que eres todo mi mundo».

En  un palacio encantado por las voces de los poetas, músicos y literatos que allí se expresaban, en un ambiente bohemio de tertulias infinitas, en Calcuta, nació y creció Rabindranath Tagore (1861-1941).

En el esplendor de Bengala, en su Siglo de Oro de las Artes, en pleno Renacimiento Bengalí, Tagore escribió Flores silvestres, su primera poesía. Tenía sólo doce años.

El adolescente, que creció reclamando el afecto de sus padres —era el menor de catorce hermanos—, había concebido, entre jardines y solícitos criados, el primer  poema que iniciaba la larga guirnalda compuesta de ciento cincuenta mil versos, que son los que conforman su obra poética. Todos ellos encargados de una sola misión: recordarnos que el  Tiempo del hombre es finito y que sólo la Naturaleza, en su inmensidad, acumula ciclos.

Tagore canta a la juventud y a la vejez, al amor y a la muerte. Y lo hace con sencillez, elegancia y belleza. El poeta describe con nostalgia, contención y pesimismo, la indignidad humana —la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Segunda dejaron una profunda huella en su pensamiento místico y espiritual.

Pero los poemas que recojo hoy pertenecen al libro El jardinero, publicado en 1914, meses después de que Tagore recibiera el Premio Nobel de Literatura (1913), premio otorgado a su libro Gitanjali.

El jardinero es una antología realizada por el propio poeta, que desea acercar su obra al lector occidental. Esta selección de fragmentos nos permiten apreciar la visión que tenía Tagore de su nuevo público. Hay que señalar que con los años se arrepintió de haber troceado los poemas, pero así fueron publicados y así están recogidos en El jardinero.

Creo que es importante recordar su estrecho vínculo con el movimiento de renovación social y religioso Brahmo Samaj —su abuelo y su padre pertenecieron a él— porque tuvo mucho que ver en su formación humanista.

En la India del siglo XIX hubo dos corrientes de pensamiento enfrentadas: una era orientalista y conservadora y la otra liberal y occidental. Tagore se vio envuelto en ambas, aunque derivó hacia un pensamiento liberal. En su posicionamiento mucho tuvo que ver el movimiento monoteísta Brahmo, que defendía la unificación de las doctrinas hindú y cristiana, rescatando lo positivo que tenían ambas, pero sin traicionar la esencia del mensaje religioso de la India.

El bramuismo intentaba erradicar la costumbres bárbaras del país, como eran las de quemar a las viudas para que acompañaran a sus maridos en la muerte, o la de obligar a los chandalas  a beber sólo  agua sucia de los charcos, o el sistema de castas, o la de casar a niñas con hombres adultos —Tagore se casó con una niña de diez años.

Tagore fundó tres escuelas: Santiniketan, en 1901, Visva-Bharati en 1918 y Sriniketan en 1922. Todas tenían un fin último: educar a los chicos, provenientes de todos los estratos sociales, razas y religiones, bajo los principios de la tolerancia fraternal y de la unificación de las doctrinas hindú y cristiana, mas siempre bajo el prisma de la identidad nacional.

Bajo los árboles, al aire libre, en pleno contacto con la naturaleza, los niños aprendían a desarrollar sus sentidos, a conocer y a controlar su cuerpo, educándose en el respeto hacia sí mismos y hacia sus compañeros. Allí, bajo las ramas, descubrieron que la naturaleza  forma parte indisoluble del hombre y supieron que quien la comprenda será afortunado, pues habrá descubierto el resplandor de las cosas sencillas de la vida.

Santiniketan, que  corresponde al período de creación de los poemas recogidos en El jardinero, no tuvo seguidores como pretendía Tagore. El colegio nació en un momento histórico complicado. La India se sentía humillada, se había convertido en colonia de Inglaterra y en el campo cultural había sufrido grandes cambios en  poco tiempo. Un ejemplo es la incorporación del idioma inglés a la vida del país.

La crisis de identidad estaba servida. En medio de aquella tensión política e intelectual, Rabindranath Tagore escribió los poemas que luego nos presentó resumidos en El jardinero.

«En cualquier lugar de Asia, el pueblo ha recibido un verdadero aprendizaje de Occidente, a pesar de la nación occidental», escribió. Tenía razón, pero no contó con los sentimientos que provoca la tierra profanada y que, en muchas ocasiones, encuentran salida a través de los nacionalismos.

El poeta, en el último poema de El jardinero nos hace una pregunta y nos deja un regalo. Yo sólo puedo decirle que he aspirado el perfume de la flor que en su verso me dejó.

Los fragmentos que he seleccionado corresponden a la edición de El jardinero publicada por la editorial Poesía y Prosa Popular (PPP). Se trata de una edición peculiar, pues la traducción, a cargo de Enrique López Castellón, es literal.

Para ilustrar la entrada he escogido al pintor hindú Jamini Roy (1887-1972), y lo he hecho porque nació en la misma ciudad que el poeta, porque fue alumno de un sobrino suyo (Abanindranath Tagore), porque representa el arte popular bengalí y porque me gusta mucho su pintura.

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POEMAS

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II

«Ay, poeta, se acerca la noche; tu pelo se está poniendo cano.
¿Oyes en tus meditaciones solitarias el mensaje del más allá?».

«Se está haciendo de noche, dijo el poeta, y yo estoy escuchando porque alguien puede llamarme desde la aldea, aunque sea tarde.
Observo por si dos corazones jóvenes y errantes se encuentran, y dos pares de ojos ardientes suplican que suene una música que rompa su silencio y hable por ellos.
¿Quién hay que teja sus canciones apasionadas si yo me siento en la ribera de la vida a contemplar la muerte y el más allá?».

«Desaparece la primera estrella de la noche.
El resplandor de una pira funeraria se extingue despacio junto al río callado.
Los chacales aúllan a coro desde el patio de la casa desierta a la luz de la luna cansada.
Si algún paseante, dejando su casa, viniera aquí a observar la noche y a escuchar con la cabeza baja el murmullo de la oscuridad, ¿quién estaría aquí para susurrarle al oído los secretos de la vida si yo, cerrando mis puertas, tratara de liberarme de las mortales ataduras?».

«Poco importa que mi pelo se esté poniendo cano.
Siempre soy tan joven y tan viejo como el más joven y el más viejo de esta aldea.
Unos tienen una sonrisa dulce y sencilla, y otros tienen en los ojos un centelleo de astucia.
Unos tienen lágrimas que brotan a la luz del día, y otros lágrimas que se ocultan en la oscuridad.
Todos ellos me necesitan, y yo no tengo tiempo para meditar sobre la vida de después.
Tengo la edad de cada cual, ¿qué importa si mi pelo se está poniendo cano?».

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III

Por la mañana eché mi red al mar.
Saqué del negro abismo cosas de aspecto extraño y de extraña belleza: unas resplandecían como una sonrisa, otras centelleaban como lágrimas, y otras enrojecían como las mejillas de una novia.
Cuando con la carga del día volví a casa, mi amor estaba sentada en el jardín deshojando ociosa los pétalos de una flor.
Dudé un instante, y luego coloqué a sus pies todo lo que había sacado, y me quedé en silencio.
Ella las miró por encima y dijo: «¿Qué son estas cosas raras? ¡No sé para qué sirven!».
Bajé la cabeza avergonzado y pensé: «No he luchado por ellas, no las compré en el mercado; no son regalos dignos de ella».
Durante toda la noche estuve arrojándolas una a una a la calle.
Por la mañana vinieron unos viajeros; las recogieron y se las llevaron a países lejanos.

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IX

Cuando voy sola de noche a mi cita de amor, los pájaros no cantan, el viento no se mueve, las casas de ambos lados de la calle están silenciosas.
Son mis ajorcas las que tintinean fuertemente, y me da vergüenza.

Cuando me siento en mi balcón y escucho sus pisadas, las hojas no susurran en los árboles, y el agua está serena en el río como la espada en las rodillas de un centinela que se ha quedado dormido.
Es mi corazón el que late con furia. No sé cómo aquietarlo.

Cuando llega mi amor y se sienta a mi lado, cuando tiembla mi cuerpo y se me cierran los párpados, la noche se ensombrece, el viento apaga la lámpara, y las nubes cubren con un velo las estrellas.
Es la joya de mi pecho la que brilla y da luz. No sé cómo ocultarla.

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XV

Corro como corre un almizclero a la sombra del bosque, enloquecido por su propio perfume.
La noche es la noche de mediados de mayo, la brisa es la brisa del sur.
Pierdo mi camino y voy errante, busco lo que no puedo encontrar, encuentro lo que no busco.
Sale de mi corazón la imagen de mi propio deseo y se pone a bailar.
Revolotea la fulgurante visión.
Yo trato de cogerla con fuerza, me evita y hace que me extravíe.
Busco lo que no puedo encontrar, encuentro lo que no busco.

XXII

Cuando pasó por mi lado con pasos veloces, el borde de su falda me rozó.
Desde la isla desconocida de un corazón vino un soplo de aire primaveral repentino y cálido.
La vibración de un rápido contacto me rozó y se desvaneció, como un pétalo arrancado a una flor a impulsos de la brisa.
Cayó en mi corazón como un suspiro de su cuerpo y un susurro de su corazón.

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XLVI

Me dejaste y seguiste tu camino.
Creí que estaría triste sin ti y que pondría en mi corazón solamente tu imagen labrada en una canción de oro.
Pero, ay, mala suerte mía, el tiempo es breve.

La juventud se marchita año tras año; los días de primavera son fugaces; las frágiles flores se mueren para nada, «y el sabio me advierte que la vida es sólo una gota de rocío en la hoja de un loto.»
¿Habré de olvidarme de todo esto para quedarme contemplando a la que me ha vuelto la espalda?
Esto sería duro y necio, pues el tiempo es breve.

Venid, pues, noches de lluvia mías, con vuestros pies pequeños; sonríe, dorado otoño mío; ven, atolondrado abril, que lanzas besos por doquier.
¡Ven tú, y tú, y tú también!
Amores míos, sabéis que somos mortales. ¿Es sensato destrozarse el corazón por una que se lleva el suyo lejos? Pues el tiempo es breve.

Es dulce sentarse en un rincón y escribir en verso que eres todo mi mundo.
Es heroico abrazarse al dolor y decidir no ser consolado.
Pero un nuevo rostro se asoma a mi puerta y levanta sus ojos a los míos.
No puedo sino secarme las lágrimas y cambiar el aire de mi canción.
Pues el tiempo es breve.

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LXXV

El que quería ser asceta declaró:
«Ha llegado la hora de que deje mi casa y busque a Dios. Ay, ¿quién me ha mantenido tanto tiempo en este engaño?»
Dios susurró: «Yo», pero los oídos del hombre estaban tapados.
Con un niño dormido en el pecho estaba su mujer durmiendo apaciblemente a un lado de la cama.
Dijo el hombre: «¿Quiénes sois que me habéis engañado durante tanto tiempo?»
La voz habló de nuevo: «Ellos son Dios», pero él no oía.
El niño gritó en sueños, estrechándose más a su madre.
Dios ordenó: «Detente, loco, no abandones tu casa», pero él seguía sin oír.
Dios suspiró y se quejó: «¿Por qué mi siervo anda errante en mi busca, abandonándome?».

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LXXIX

Con frecuencia me pregunto dónde se encuentran los límites del reconocimiento entre el hombre y el animal cuyo corazón ignora todo el lenguaje hablado.

¿A través de qué paraíso original en una mañana remota de la creación se extendía el sencillo camino por el que sus corazones se visitaban?
Aquellas huellas de su paso constante no se han borrado todavía, aunque su parentesco se haya olvidado hace mucho tiempo.
No obstante, con alguna música sin palabras, el vago recuerdo se despierta de pronto, y el animal mira al hombre a la cara con tierna confianza, y el hombre baja la vista hacia sus ojos con divertido afecto.
Parece que los dos amigos se encuentran enmascarados, y que se reconocen entre sí a través de su disfraz.

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LXXXV

¿Quién eres, lector, que lees mis poemas dentro de cien años?
No puedo enviarte ni una sola flor de esta abundancia de la primavera, ni un solo rayo de oro de esas nubes.
Abre tus puertas y mira fuera.
De tu jardín floreciente coge los fragantes recuerdos de las flores que desaparecieron cien años atrás.
En el gozo de tu corazón has de sentir el gozo vivo que cantó una mañana de primavera, enviando su alegre voz a través de cien años.

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