RATÓN PÉREZ 

A todos los niños que, con sus vocecillas agudas, gritan:
«¡Papá, se me ha caído un diente!»

Ilustración de Luis Sánchez Robles.

Ya sé que son muchas las versiones protagonizadas por el ágil, valiente, instruido y pícaro Pérez. Y ya sé que me dirás, pequeño lector, que conoces muy bien a este roedor, que sabes que hurga bajo las almohadas en busca de dientes y que lo hace cuando duermes. Y sé que me dirás que no es rapazuelo, pues por cada pieza que se lleva deja buen obsequio. Pero hay detalles de su biografía que no son muy conocidos y que te ayudarán a comprender mejor de dónde sale este personaje que ocupa lugar destacado en la literatura clásica infantil de habla hispana.

El ratoncito Pérez proviene de los cuentos de tradición oral y antes que consiguiera ser protagonista absoluto de la narración escrita ya era mencionado en algunas novelas y cuentos de autores reconocidos. ¡Oh…!, pero era mencionado de pasadita. Nada serio, nada con entidad. Por aquí y por allá, alguien lo hacía correr por algún reglón de su texto. Esto fue así hasta que, en 1911, se publicó un libro que llevó por título Ratón Pérez y que fue ilustrado por Mariano Pedrero.

Facsímil, Asociación Española de Amigos del Libro Infantil y Juvenil, 2002.

Ratón Pérez es un cuento escrito para un niño de ocho años que ya era rey. Ratón Pérez fue escrito para Alfonso XIII. Esta información debes tenerla en cuenta, pues este cuento personalizado está ambientado en la época del niño rey.

Así fue cómo el roedor Pérez pasó a ser el protagonista de su propio libro, así se inició la zaga que ha dado lugar a todas las versiones que circulan por las estanterías de las librerías.

Pero…, ¿quién lo escribió y por qué?

Ratón Pérez fue escrito por el sacerdote jesuita Luis Coloma (1851-1915), quien convirtió en oro toda palabra que tocó; pues así de bien redactados y mejor contados son sus relatos.

Los orígenes del roedor, apellidado Pérez, hay que buscarlos en el Palacio Real de Madrid. La reina María Cristina, madre del pequeño rey, estaba muy preocupada porque a su hijo le asustaba que se le cayeran los dientes de leche. «¿Qué puedo hacer para ayudarlo a perder su miedo?», puede que pensara la reina, quien, luego de darle muchas vueltas a la cabeza, se acordó de su amigo el Padre Coloma. Y lo llamó. Y le pidió un cuento para su hijo.

Y así nació la primera versión escrita en español de Ratón Pérez, quien fue descrito en el cuento como «un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja, terciada a la espalda».

Luis Coloma creó una historia donde la voz cantante la tiene el ratón burgués que vive, junto a su familia, en una caja de galletas de la marca preferida del pequeño rey —Huntleyand Palmers fue el primer fabricante de galletas industriales.

Ilustración de Mabel Piérola.

¡Qué casa tan coqueta la de Ratón Pérez! No le faltaba detalle; además, ¡qué bien situada!, pues se encontraba en el sótano que servía de almacén a una de las confiterías más atractivas de entonces: la ubicada en la calle Arenal, nº8, la del aragonés Don Carlos Prast, la que servía a la Casa Real y era conocida como «delirio gastronómico». Y, como si fuera poco, la casa de Ratón Pérez estaba frente a una torre de quesos que perfumaba todas las estancias de su hogar y ofrecía a la mesa de la familia platos exquisitos y abundantes.

El jerezano Luis Coloma, teniendo en cuenta que su relato estaba inspirado en un chico concreto, convirtió a Alfonso XIII en el rey Budy I, «amigo de los niños pobres y protector decidido de los ratones» —el autor escogió el nombre de Budy porque así llamaba la reina María Cristina a su niño.

Hay otro personaje en la historia de Coloma, uno que representa la injusticia, la pobreza y la desigualdad. Ese personaje es el niño Gilito, al que Ratón Pérez va a visitar porque se le ha caído un diente. Bueno, van Ratón Pérez y Budy I, a quien el roedor convierte en otro ratón, pues es arriesgado andar por la calle Jacometrezo, que es donde Gilito vive —la zona de Callao era una de las más peligrosas de Madrid.

Ilustración de Idígoras y Pachi.

Ratón Pérez es un cuento que nos habla de responsabilidad, valor y generosidad. Y lo hace mezclando ficción, ironía y realidad, diluyendo entretenimiento y pedagogía. El Padre Coloma utilizó la literatura de ficción como instrumento para acercar la moral cristiana al joven lector.

Acompaño la historia de Luis Coloma con los entrañables dibujos que ilustradores españoles han hecho inspirados en nuestro querido Ratoncito Pérez. ¡Ah!, otra cosa antes de terminar esta introducción: para facilitar la lectura al público infantil he modernizado verbos que ya no se escriben de la misma manera que cuando los usó el escritor. 

Y para terminar te cuento que en el mismo edificio donde se encontraba el hogar de Ratón Pérez hay un museo dedicado a él. Es un museo entrañable que no te debes perder.

Ahora los dejo con el texto íntegro de Ratón Pérez, un cuento universal. Un relato de aventuras donde un niño rey descubrirá que todos los hombres somos hermanos.

RATÓN PÉREZ
Luis Coloma

«Sembrad en los niños la idea, aunque no la entiendan: los años se encargarán de descifrarla en su entendimiento y hacerla florecer en su corazón».

Ilustración de Irene Álvarez Arenal. Luis Sánchez Robles.

Entre la muerte del rey que rabió y el advenimiento al trono de la reina Mari-Castaña existe un largo y oscuro período en las crónicas, de que quedan pocas memorias. Consta, sin embargo, que floreció en aquella época un rey Buby I, gran amigo de los niños pobres y protector decidido de los ratones.

Fundó una fábrica de muñecos y caballos de cartón para los primeros, y se sabe de cierto, que de esta fábrica procedían los tres caballitos cuatralbos, que regaló el rey D. Bermudo el Diácono a los niños de Hissén I, después de la batalla de Bureva.

Consta también que el rey Buby prohibió severamente el uso de ratoneras y dictó muy discretas leyes para encerrar en los límites de la defensa propia los instintos cazadores de los gatos: lo cual resulta probado, por los graves disturbios que hubo entre la reina doña Goto o Gotona, viuda de D. Sancho Ordóñez, rey de Galicia, y la Merindad de Ribas de Sil, a causa de haberse querido aplicar en esta las leyes del rey Buby al gato del Monasterio de Pombeyro, donde aquella Reina vivía retirada.

El caso fue grave y sus memorias muy duraderas, por más que unos autores digan que el gato en cuestión se llamaba Russaf Mateo, y otros le llamen simplemente Minini. De todos modos el hecho resulta probado, aunque nada diga sobre ello Vaseo, ni tampoco lo mencione el Cronicón Iriense, y el bueno de D. Lucas de Tuy haga como que se olvida del caso, quizá, quizá, por razones de conveniencia.

Consta también que el rey Buby comenzó a reinar a los seis años bajo la tutela de su madre, señora muy prudente y cristiana, que guiaba sus pasos y velaba a su lado, como hace con todos los niños buenos el ángel de su guarda.

Era entonces el rey Buby un verdadero encanto, y cuando en los días de gala le ponían su corona de oro y su real manto bordado, no era el oro de su corona más brillante que el de sus cabellos, ni más suaves los armiños de su manto que la piel de sus mejillas y sus manos. Parecía un muñequito de Sévres, que en vez de colocarlo sobre la chimenea, lo hubieran puesto sentadito en el trono.

Pues sucedió, que comiendo un día el Rey unas sopitas, se le comenzó a menear un diente. Se alarmó la corte entera, y llegaron, uno detrás de otro, los médicos de Cámara. El caso era grave, pues todo indicaba que había llegado para S. M. la hora de mudar los dientes.

Reunidos en consulta toda la Facultad; telegrafiaron a Charcot, por si venía complicación nerviosa, y decretaron al cabo sacar a S. M. el diente. Los médicos quisieron cloroformizarle, y el Presidente del Consejo sostuvo porfiadamente esta opinión, por ser él tan impresionable, que nunca dejaba de hacerlo cada vez que se cortaba el pelo.

Pero el rey Buby era animoso y valiente, y se empeñó en arrostrar el peligro cara a cara. Quiso, sin embargo, confesarse antes, porque faena hecha no ocupa lugar, y después de todo, lo mismo puede escaparse el alma por la herida de una lanza, que por la mella de un diente.

Ataron, pues, al suyo una hebra de seda encarnada, y el médico más anciano comenzó a tirar con tanto pulso y acierto, que a la mitad del empuje hizo el Rey un pucherito, y saltó el diente tan blanco, tan limpio y tan precioso como una perlita sin engaste. En un azafate de oro el gentilhombre Grande de guardia lo recogió, y fue a presentarlo a S. M. la Reina. Convocó esta al punto el Consejo de Ministros, y se dividieron las opiniones.

Ilustración de Margal.

Querían unos engarzar en oro el dientecito y guardarlo en el tesoro de la Corona; y proponían otros colocarlo en el centro de una rica joya, y regalarlo a la imagen de la Virgen, patrona del Reino. Pareceres ambos en que descubrían aquellos ministros cortesanos, más bien el deseo de halagar a la madre, que el de servir a la Reina.

Mas esta Señora, que como mujer lista no fiaba de aduladores y era muy prudente y amiga de la tradición, resolvió que el rey Buby escribiese a Ratón Pérez una atenta carta, y pusiese aquella misma noche el diente debajo de su almohada, como ha sido y es uso común y constante de todos los niños, desde que el mundo es mundo, sin que haya memoria de que nunca dejase Ratón Pérez de venir a recoger el diente y a dejar en cambio un espléndido regalo.

Así lo hizo ya el justo Abel en su tiempo, y hasta el grandísimo pícaro de Caín puso su primer diente, amarillo y apestoso como uno de ajo, escondido entre la piel de perro negro que le servía de cabecera. De Adán y Eva no se sabe nada: lo cual a nadie extraña, porque como nacieron grandecitos, claro está que no mudaron los dientes.

Apuradillo se vio el rey Buby para escribir la carta; pero lo consiguió al cabo, y no sin grande suerte, pues tan sólo llegó a mancharse de tinta los cinco dedos de cada mano, la punta de la nariz, la oreja izquierda, un poco del borceguí derecho y todo el babero de encajes desde arriba hasta abajo.

***

Se acostó aquella noche más temprano que de costumbre, y mandó que dejasen encendidos en la alcoba todos los candelabros y arañas. Puso con mucho primor debajo de la almohada la carta con el diente dentro, y se sentó encima dispuesto a esperar a Ratón Pérez, aunque fuese necesario velar hasta el alba.

Ratón Pérez tardaba, y el Reyecito se entretuvo en pensar el discurso que había de pronunciarle. A poco abría Buby mucho los ojitos, luchando contra el sueño que se los cerraba: se cerraron al fin del todo, y el cuerpecillo resbaló buscando el calor de las mantas, y la cabecita quedó sobre la almohada, escondida tras un brazo, como esconden los pajaritos la suya debajo del ala.

De pronto, sintió una cosa suave que le rozaba la frente. Se incorporó de un brinco, sobresaltado, y vio delante de sí, de pie sobre la almohada, un ratón muy pequeño, con sombrero de paja, lentes de oro, zapatos de lienzo crudo y una cartera roja, terciada a la espalda.

El rey Buby lo miró muy espantado, y Ratón Pérez, al verle despierto, se quitó el sombrero hasta los pies, inclinó la cabeza según el ceremonial de corte, y en esta actitud reverente esperó a que Su Majestad hablase.

Pero S. M. no dijo nada, porque el discurso se le olvidó de pronto, y después de pensarlo mucho, tan sólo acertó a decir algún tanto azorado:

—Buenas noches… —a lo cual respondió Ratón Pérez profundamente conmovido:

—Dios se las dé a V. M. muy buenas.

Y con estas corteses razones, quedaron Buby y Ratón Pérez los mejores amigos del mundo. Se veía a la legua que era este un ratón muy de mundo, acostumbrado a pisar alfombras y al trato social de personas distinguidas.

Ilustración de Carlos Fernández.

Su conversación era variada e instructiva y su erudición pasmosa. Había viajado por todas las cañerías y sótanos de la corte, y anidado en todos los archivos y bibliotecas: sólo en la Real Academia Española se comió en menos de una semana tres manuscritos inéditos que había depositado allí cierto autor ilustre.

Habló también de su familia, que no era muy numerosa: dos hijas, ya casaderas, Adelaida y Elvira, y un hijo adolescente, Adolfo, que seguía la carrera diplomática, en el cajón mismo en que el Ministro de Estado guardaba sus notas secretas. De su mujer habló poco y como de paso, por lo cual sospechó el Reyecito que habría allí algún tipo de alianza, o quizá disensiones matrimoniales.

Oía todo esto el rey Buby embobado, extendiendo de cuándo en cuándo maquinalmente la manita, para cogerle por el rabo. Mas Ratón Pérez, con una oscilación rápida y ceremoniosa, ponía el rabo de la otra parte, burlando así el intento del niño, sin faltar en nada al respeto debido al Monarca.

Era ya tarde, y como el rey Buby no pensaba en despedirle, Ratón Pérez insinuó hábilmente, sin faltar a la etiqueta, que le era forzoso acudir aquella misma noche a la calle de Jacometrezo, número 64, para recoger el diente de otro niño muy pobre, que se llamaba Gilito. Era el camino áspero y hasta cierto punto peligroso, porque había en la vecindad un gato muy mal intencionado, que llamaban D. Gaiferos.

Al rey Buby se le antojó acompañarle en aquella expedición, y así se lo pidió a Ratón Pérez con el mayor ahínco. Se quedó este pensativo, atusándose el bigote: la responsabilidad era muy grande, y le era forzoso además detenerse en su propia casa para recoger el regalo que había de llevar a Gilito en cambio de su diente.

A esto respondió el rey Buby que él se tendría por muy honrado con descansar un momento en casa tan respetable.

La vanidad venció a Ratón Pérez, y se apresuró a ofrecer al rey Buby una taza de té, a trueque de conquistar el derecho de poner cadenas en la puerta de su casa, como se hacía en aquellos tiempos en todas las que conseguían el honor de hospedar a un monarca.

Vivía Ratón Pérez en la calle del Arenal, núm. 8, en los sótanos de Carlos Prats, frente por frente de una gran pila de quesos de gruyère, que ofrecían a la familia de Pérez, próxima y abastada despensa.

Fuera de sí de contento, se tiró el rey Buby de la cama, y comenzó a ponerse su blusita. Mas Ratón Pérez saltó de repente sobre su hombro, y le metió por la nariz la punta del rabo: estornudó estrepitosamente el Reyecito, y por un prodigio maravilloso, que nadie hasta el día de hoy ha podido explicarse, quedó convertido, por el mismo esfuerzo del estornudo, en el ratón más lindo y primoroso que imaginaciones de hadas pudieran soñar.

Era todo él brillante como el oro, y suave como la seda, y tenía los ojitos verdes y relucientes como dos esmeraldas cabochon (pulidas y no talladas). Lo tomó de la mano Ratón Pérez, sin usar ya tantas ceremonias, y entró con él, disparado como una bala, por un agujero que debajo de la cama y oculto por la alfombra había.

Ilustración de Adriana Sánchez Garcés.

Era su carrera desatinada, oscuro el camino, húmedo y hasta pegajoso, y se cruzaban a cada paso con bandadas de diminutas alimañas, que a tientas los pinchaban y mordían.

A veces se detenía Ratón Pérez en alguna encrucijada, y exploraba el terreno antes de seguir adelante: todo lo cual puso al rey Buby un poco nervioso y de mal humor, porque llegó a sentir desde el hociquito hasta la punta del rabo ciertos ligeros escalofríos que le parecieron señales de miedo. Se acordó, sin embargo, de que:

El miedo es natural en el prudente,
y el saberlo vencer es ser valiente.

Y se venció y fue valiente por razón, que es en lo que el verdadero valor consiste.

Tan sólo una vez, al sentir un estrépito espantoso sobre su cabeza, que no parecía sino que pasaban por encima diez docenas de RipersOliva (autobús que circulaba por Madrid en tiempos de Pérez), preguntó muy bajito a Ratón Pérez si era allí donde vivía D. Gaiferos. Contestó el Ratón Pérez haciendo con el rabo un ademán negativo, y siguieron adelante.

A poco entraron en una suave explanada, que venía a desembocar en un sótano ancho y muy bien embaldosado, donde se respiraba una atmósfera tibia, perfumada de queso. Doblaron una enorme pila de estos, y se encontraron frente a frente de una gran caja de galletas de Huntley.

Allí era donde vivía la familia de Ratón Pérez, bajo el pabellón de Carlos Prats, tan a sus anchas y con tanta holgura, como pudo vivir la rata legendaria de la fábula, en el queso de Holanda.

Ratón Pérez presentó el rey Buby a su familia como un turista extranjero que visitaba la corte, y las ratonas le acogieron con esa elegante facilidad de las damas acostumbradas a mucho trato.

Las señoritas hacían labor con su aya Miss Old-Cheese, ratona inglesa muy ilustrada, y la señora de Pérez bordaba para su marido un precioso gorro griego al calor de una chimenea en que ardía alegre fuego de rabitos de pasas.

Agradó mucho al rey Buby aquel plácido interior de familia burguesa, que revelaba en todos sus detalles esa dorada medianía de que habla el poeta como del estado más apto para hallar paz y felicidad en esta vida.

Sirvieron el té Adelaida y Elvira en primorosas tazas de cáscaras de alubias, y luego se hizo un poco de música. Adelaida cantó al arpa el aria de Desdémona, assisa al pie d’un salice, con un gusto y afinación que encantaron al rey Buby.

No era Adelaida bonita, pero tenía modales muy distinguidos, y hacía oscilar su rabo con cierta melancólica coquetería, que revelaba, sin duda, alguna pena secreta.

Ilustración de María Dolores Rodríguez González.

Elvira, por el contrario, era vivaracha y hasta un poco ordinaria; pero la energía de su alma le rebosaba por los ojos, y el rey Buby creyó ver delante de sí una espartana repitiendo el himno de las Termópilas, cuando cantó al piano con trágica entonación y enérgicos rencores de raza:

En el Hospital del Rey
Hay un ratón con tercianas,
Y una gatita morisca
Le está encomendando el alma.

Entró en esto Adolfo, que venía del JockeyClub, donde con harto sentimiento de sus padres perdía tiempo y dinero jugando al pocker con los ratones agregados a la Embajada alemana.

El roce continuo con estos diplomáticos le había engreído y extranjerizado, y no tenía otros tópicos de conversación que el Polo y el LawnTennis.

Con gusto hubiera prolongado el rey Buby la velada, pero Ratón Pérez, que se había ausentado un momento, volvió con su cartera terciada a la espalda, y al parecer bien repleta, y le manifestó respetuosamente que ya era hora de partir.

Hizo, pues, el rey Buby, con mucha gracia, sus corteses ofrecimientos de despedida, y la Ratona Pérez, en un arranque de cordialidad un poco burguesa, le plantó en cada mejilla un sonoro beso. Adelaida le tendió una pata con cierto aire sentimental, que parecía decir:

—¡Hasta el cielo!

Elvira le dio un apretón de manos a la inglesa, y Miss Old-Cheese le hizo una ceremoniosa cortesía a lo reina Ana Stuard, y le enfiló su lorgnon (anteojos) de concha hasta que le perdió de vista.

Adolfo estuvo también muy expresivo: los acompañó hasta la entrada de la cañería, y allí reiteró a Buby su ofrecimiento de presentarlo en el PoloClub, y le recomendó por tercera vez el uso de las raquetas J. Tate del núm. 12, o a lo más del ½. Las del 13 resultaban ya, para manos ratoniles, algo pesadas.

Mucho lo agradeció el Reyecito, y se despidió pensando que Adolfo podría ser en verdad muy elegante, pero que sin duda tenía los sesos de picatoste.

Comenzaron de nuevo su desatinada carrera Buby y Ratón Pérez, con un lujo de precauciones que sobresaltaron al Reyecito.

Caminaba delante un grueso pelotón de fornidos ratones, gente toda de guerra, cuyas aceradas bayonetas de finas agujas relumbraban a veces en la oscuridad. Detrás venía otro pelotón no menos numeroso, armados también hasta los dientes.

Confesó entonces Ratón Pérez que no se había determinado a emprender aquella expedición, sin garantir suficientemente con aquella aguerrida escolta de Cazadores ligeros la persona del joven monarca que con tanta nobleza se le confiaba.

De repente vio el rey Buby que desaparecía la vanguardia entera por un estrecho agujero, que dejaba escapar reflejos de tenue luz.

Ilustración de Jordi Peidró i Torrres.

Había llegado el momento del peligro, y Ratón Pérez, despacito, haciendo vibrar suavemente la punta del rabo, asomó poquito a poco el hocico por aquel temeroso boquete: observó un segundo, retrocedió dos pasos, tornó a avanzar lentamente, y de improviso, agarrando al rey Buby por la mano, se lanzó con la rapidez de una flecha por el agujero, atravesó como una exhalación una extensa cocina, y desapareció por otro agujero que frente por frente había, detrás del fogón.

Con la rapidez con que se ven en el día de hoy desfilar los palos del telégrafo por las ventanillas de un tren, así vio pasar el rey Buby ante sus ojos, en su veloz carrera, el pavoroso cuadro de aquella cocina… Al calorcito de la lumbre oculta bajo el rescoldo dormía el temido D. Gaiferos, gatazo enorme, cartujano, cuyos erizados bigotes subían y bajaban al compás de su pausada respiración…

La guardia ratonil, inmóvil, silenciosa, preparada, mordiendo ya casi el cartucho, protegía el paso del rey Buby, formando desde el dormido D. Gaiferos hasta los dos agujeros de entrada y de salida el formidable triángulo romano de la batalla de Ecnoma.

Era aquello imponente y aterrador…

Una vieja feísima dormía en una silla, con la calceta a medio hacer caída sobre las faldas.

Ama a tu prójimo…

Cesó el peligro una vez franqueado el agujero de salida, y faltaba ya tan sólo subir a la última buhardilla de aquella misma casa, que era donde Gilito vivía. Todo era entrada en aquella miserable habitación abierta a todos los vientos, y los ratones la invadieron por rendijas, grietas y agujeros, como se invade una ciudad ya desmantelada.

El rey Buby se encaramó en el palo de una silla sin asiento, única que había, y desde allí pudo abarcar todo aquel cuadro de horrible miseria, que nunca hubiera podido ni aun siquiera imaginar.

Era aquello un cuchitril infecto, en que el techo y el suelo se unían por un lado, y no se separaban lo bastante por el otro para dejar cabida a la estatura de un hombre. Entraba por las innumerables rendijas el viento helado del alba, que ya clareaba, y se veían por debajo de la tejavana del techo grandes cuajarones de hielo.

No había allí más muebles que la silla que servía de observatorio al rey Buby, un cesto de pan vacío, colgado del techo a la altura de la mano, y en el rincón menos expuesto a la intemperie, una cama de pajas y de trapos, en que dormían abrazados Gilito y su madre.

Ratón Pérez se acercó, llevando al rey Buby de la mano, y al ver este de cerca al pobre Gilito, asomando las yertas manecitas por los trapos miserables que le cubrían, y pegada la preciosa carita al seno de su madre, para buscar allí un poco de calor, se le angustió el corazón de pena y de asombro, y rompió a llorar amargamente.

¡Pero si él nunca había visto eso! ¿Cómo era posible que no hubiese él sabido hasta entonces que había niños pobres que tenían hambre y frío y se morían de miseria y de tristeza en un horrible desván? ¡Ni mantas quería él ya tener en su cama, mientras hubiese en su reino un solo niño que no tuviera por lo menos tres calzones de bayeta y un vestidito de bombasí!

Ilustración de Juan Fernández Pinilla.

Conmovido también Ratón Pérez, se enjugó a hurtadillas una lágrima con la pata, y procuró calmar el dolor del rey Buby, enseñándole la brillante monedita de oro que iba a poner bajo la almohada de Gilito, en cambio de su primer diente.

Despertó en esto la madre de Gilito, y se incorporó en el lecho, contemplando al niño dormido. Amanecía ya, y le era forzoso levantarse para ganar un mísero jornal, lavando en el río. Cogió a Gilito en sus brazos, y le puso de rodillas, medio dormido, delante de una estampita del Niño Jesús de Praga que había pegada en la pared, sobre la misma cama.

El rey Buby y Ratón Pérez se pusieron de rodillas con el mayor respeto, y hasta los cazadores ligeros se arrodillaron también, dentro del canasto vacío en que merodeaban silenciosos. El niño comenzó a rezar:

—¡Padre nuestro, que estás en los cielos!…

Hizo el rey Buby un gesto de inmensa sorpresa al oírle, y se quedó mirando a Ratón Pérez con la boca abierta.

Comprendió este su estupor y fijó en el Reyecito sus penetrantes ojos; mas no dijo una sola palabra, esperando sin duda que otro las dijese.

Emprendieron el viaje de vuelta silenciosos y preocupados, y media hora después entraba el rey Buby en su alcoba con Ratón Pérez.

Tornó allí este a meter en la nariz del Rey la punta de su rabo; estornudó de nuevo Buby estrepitosamente, y se encontró acostadito en su cama, en los brazos de la Reina, que le despertaba, como todos los días, con un cariñoso beso de madre.

Creyó, por el pronto, que todo había sido sueño; mas levantó prontamente la almohada, buscando la carta para Ratón Pérez que había puesto allí la noche antes, y la carta había desaparecido. En su lugar había un precioso estuche con la insignia del Toisón de Oro, toda cuajada de brillantes, regalo magnífico que le hacía el generoso Ratón Pérez, en cambio de su primer diente.

Ilustración de Fernando Krahn.

El Reyecito, sin embargo, lo dejó caer sobre la rica colcha, sin mirarlo casi, y se quedó largo tiempo pensativo, con el codo apoyado en la almohada. De pronto dijo, con esa expresión seria y meditabunda que toman a veces los niños, cuando reflexionan o sufren:

—Mamá… ¿Por qué los niños pobres rezan lo mismo que yo, Padre nuestro, que estás en los cielos…?

La Reina le respondió:

—Porque Dios es padre de ellos, lo mismo que lo es tuyo.

—Entonces —replicó Buby aun más pensativo— seremos hermanos…

—Sí, hijo mío; son tus hermanos.

Los ojitos de Buby rebosaron entonces admiración profunda, y con la voz empañada por las lágrimas y trémulo el pechito por el temblor de un sollozo, preguntó:

—¿Y por qué soy yo Rey, y tengo de todo, y ellos son pobres y no tienen de nada?

La reina lo apretó contra su corazón con amor inmenso y, besándole en la frente, le dijo:

—Porque tú eres el hermano mayor, que eso es ser Rey… ¿Lo entiendes, Buby?… Y Dios te ha dado de todo, para que cuides en lo posible de que tus hermanos menores no carezcan de nada.

—Yo no sabía eso —dijo Buby, meneando con pena la cabecita.

Y sin acordarse más del Toisón de Oro, se puso a rezar, como todos los días, sus oraciones de la mañana. Y a medida que rezaba, le parecía que todos los Gilitos pobres y desvalidos del reino se agrupaban en torno suyo, alzando también a Dios sus manitas, y que él decía, llevando, como hermano mayor, la voz de todos:

¡Padre nuestro, que estás en los cielos…! 

Y cuando el rey Buby fue ya un hombre y un gran guerrero, y tuvo que pedir a Dios auxilio en los trabajos, y darle gracias en las alegrías, siempre dijo, llevando la voz de todos sus súbditos, pobres y ricos, buenos y malos:

—¡Padre nuestro, que estás en los cielos…! 

Y cuando murió el rey Buby, ya muy ancianito, y llegó su buena alma a las puertas del cielo, allí se arrodilló y dijo como siempre:

¡Padre nuestro, que estás en los cielos…!

Y en cuanto esto dijo, le abrieron las puertas de par en par miles y miles de pobres Gilitos, de que había sido Rey, es decir, hermano mayor, acá en la tierra.


María Cristina de Habsburgo con Alfonso XIII.

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