REALIDAD Y POESÍA EN PABLO ARMANDO FERNÁNDEZ

«…porque para los poetas, y quizá para ellos más que para nadie, el mundo es tenazmente imperfecto».

Dibujo de Manuel Díaz Martínez.

Realidad y poesía en Pablo Armando Fernández es la evidencia de la capacidad que tiene la escritura de vencer al soldado Olvido, centinela de la Muerte. Este opúsculo, casi desconocido y que ha sido sorpresa que voló desde La Habana a mis manos, es el motivo de la entrada de hoy, pues no pretendo apresarlo en una repisa.

La poesía de la Generación del 50 en Cuba es una poesía que muestra cómo los individuos van desgastándose, económica y espiritualmente, en la medida en que la revolución cumple años. Es, por su condición intimista, una reflexión poetizada de la historia, personal y colectiva, de los autores que le dieron luz —«No hay poesía real sin mundo real», afirma Díaz Martínez en su panegírico.

Esfuerzos, compromisos, incertidumbres y anhelos dan vida a la obra de Pablo Armando Fernández. Se trata de una poesía enlazada con los ciclos de su cotidianidad, lo que la hace peligrosa porque el simbolismo, que es artificio vital de la creación artística, deja al descubierto ambientes y estados de ánimos, aunque el autor no tenga siempre la intención de que sus versos sean espejo de realidades.

Pablo Armando Fernández.

Pablo Armando Fernández y Manuel Díaz Martínez pertenecen a la Generación que aunó sentido referencial y poesía, manoteando cualquier abstracción que los alejara del compromiso social y personal. Manuel y Pablo, además de compañeros de oficio, fueron amigos: amigos en tiempos difíciles. Y ese afecto es presencia en la semblanza que leerás a continuación.

En Realidad y poesía en Pablo Armando Fernández, Manuel Díaz Martínez comienza con una breve biografía de quien recibiera en 1996 el Premio Nacional de Literatura. Luego se adentra en los dos poemarios publicados a la fecha de su escrito: Libro de los héroes (1963) y Campo de amor y de batalla (1984).

Realidad y poesía en Pablo Armando Fernández fue editado por la Revista Iberoamericana (separata correspondiente a los números 152-153, julio-diciembre de 1990), aunque el texto, dividido en cuatro partes, fue redactado en 1987. 

Manuel Díaz Martínez en la librería Isla, Madrid.

Pablo Armando y su esposa Maruja viven en mis recuerdos de infancia. Período espinoso e intenso y que colocó a gentes que se querían en situaciones muy comprometidas, porque el miedo es verdugo de herreros dictatoriales. Sin embargo, en el caso que nos ocupa y a pesar de posicionamientos ideológicos, Pablo Armando fue para mi padre un colega que supo tirar la piedra y esconder la mano. 

Lo que se ve… no siempre es. En una dictadura sobreviven los que se disfrazan bien. Amigos, los totalitarismos no admiten juicio a vuelapluma, pero hasta que Cuba no goce de libertad no se podrá iniciar el difícil trabajo de dar a cada quien el sitio justo. 

*

REALIDAD Y POESÍA EN PABLO ARMANDO FERNÁNDEZ

Manuel Díaz Martínez

Dibujo de Manuel Díaz Martínez.

I

No quisiera que me viesen pecar de positivismo a lo Hipólito Taine. Tampoco me gustaría que me creyeran caído de bruces dentro de ese otro determinismo, tan parecido en su mecánica al de aquel crítico francés, que algunos exegetas, «materialistas» expeditivos y antojadizos utilizan para interpretar y juzgar una poética. Pero sé por experiencia que conocer las circunstancias concretas —personales y colectivas, políticas y culturales— en que un poeta se ha desenvuelto proporciona al crítico un mínimo de objetividad ante el poeta y su obra. Es así porque en la urdimbre de esas circunstancias se hallarán puntos de referencia y pistas que exoneren de entrar completamente a tientas en los problemas que plantean la obra y su autor.

Bien se sabe que ello no es imprescindible para gustar un poema; pero lo es si se pretende precisar los elementos subtextuales y supratextuales que determinan que una obra sea como es y no de otra manera. Para situar críticamente a un poeta hace falta conocer todos sus poemas más sus avatares; sin embargo, un solo poema puede ser suficiente para el estremecimiento y la admiración.

Perdónenme los que puedan y quieran hacerlo, pero no creo en la autonomía de la poesía, ni del lenguaje en general, respecto de la realidad que circunda al hombre y de la cual este es, quiérase o no, origen y resultado en un mismo giro dialéctico. ¿Qué es la quimera de la autarquía del texto sino una posición estética condicionada socialmente como todas? No hay texto independiente de su autor ni autor independiente de su contexto.

Así, a los efectos de entender mejor (quizá de gustar más) la poesía de Pablo Armando Fernández, considero útil que se sepa que él nació en una familia obrera, en 1930, dentro del ámbito de una central azucarera, propiedad de una compañía transnacional norteamericana, enclavada en el norte de la provincia de Oriente. Como casi todas las centrales que había en Cuba en aquella época, aquella era una reproducción a pequeña escala de la realidad social y económica del país: blancos y negros (inclusive negros de otras islas caribeñas), sin horizonte definido económica o culturalmente, trabajaban en calidad de asalariados para una empresa extranjera, dueña de la tierra y las máquinas.

Tal situación no podía ser aceptada por un hombre inconforme con la pura supervivencia biológica. Aquella realidad, que dio al poeta la sustancia primigenia de su rebeldía, lo obligó a buscar en otro sitio las posibilidades de desarrollo que allí se le negaban, y emigró a Estados Unidos, como tantos cubanos entonces, al encuentro azaroso de esas posibilidades. Conoció así el exilio económico, tuvo la experiencia de usar otra lengua e internarse in situ en otra cultura y de sentir, además, la soledad poblada de nostalgias e incertidumbres que es el desarraigo, donde las cosas de la patria crecen y se hacen obsesivas.

Ejerció modestos oficios de pan ganar y, llegado el momento, pasó a ser también un exiliado político, con tareas revolucionarias dentro de la emigración cubana que, en Nueva York, apoyaba la lucha contra la tiranía de Batista.

Al triunfo de la insurrección popular, en 1959, volvió a Cuba, y en esta complicada Isla ha vivido la experiencia cotidiana de la creación de una sociedad diferente a la que conoció y rechazó. Su aporte, propio de un ciudadano que además es poeta, no ha sido sólo de esfuerzos y desvelos, sino también de emociones y sueños. Aquellos y estos están en su poesía; también están sus malestares y angustias, porque los poetas, y quizá para ellos más que para nadie, el mundo es tenazmente imperfecto.

II

La voz de Pablo Armando Fernández es lo suficientemente vigorosa como para hacerse sentir en el más bien enorme río coral de la poesía cubana. Y doy por supuesto que nadie podrá saber qué cosa sea la poesía escrita en Cuba en los últimos treinta años si soslaya los libros de Pablo Armando, a quien veo entre los creadores sustanciales y definitorios de este intrincado, vertiginoso y decisivo capítulo de nuestra literatura.

Campo de amor y de batalla (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1984) es el título que Pablo Armando dio a su poemario más reciente y debe ser, recomiendo yo, el que dé a su obra completa; ningún otro la presentaría mejor.

En principio, la poesía es campo de amor y de batalla, aunque no todos lo han entendido así. Conocemos que algunas veces se ha pensado en amor y batalla como antinomias, pero los poetas, que no los versadores, siempre han sabido que el corazón es beligerante y que el amor libra sus guerras, que a veces son privadas y a veces públicas. Sus violencias son las de San Jorge y su intimidad es el temor del tiempo, aunque también la rebeldía del ser ante la nada que los minutos destilan.

Pablo Armando tiene la poesía del ágora, la de las relaciones épicas del hombre, la del drama y la cetrería de la historia, y tiene también la poesía del monólogo bajo la ceiba sola o en la casa nocturna con la familia dormida. En rigor, no se puede decir, sin embargo, que su obra esté escindida en dos preocupaciones, que sus miradas sobre el mundo y sobre sí sean lanzadas desde ángulos distintos.

Cuando digo que Pablo Armando tiene la poesía de la plaza y la de la intimidad, estoy diciendo que posee dos conocimientos y no dos formas diferentes de poetizar. Veo su obra como una unidad: un solo proyecto moral, estético y político. En ella el poeta aparece definido por el mundo mismo que lo provoca y que él procura definir. Con admirable sagacidad, Pablo Armando nos ha hablado del complicado mundo que simplificó su vida y de la gente simple que complicó su mundo.

No hay poesía real sin mundo real. Esto es muy cierto para mí, y también lo es que hay quienes preconizan e inclusive practican el estéril rito de la evasión en busca de una universalidad abstracta, concebida a priori, como si esta condición la eximiera de ataduras a algunas circunstancias. Decía Valéry que no se puede inventar a partir de lo que se desconoce.

Pablo Armando no figura entre los ingenuos o los maliciosos de la evasión. Nadie mejor que él sabe que su poesía sería otra, o no sería nada, si él no hubiera nacido donde nació, sin el exilio en Nueva York, sin la Revolución cubana, sin su mujer y sus hijos, sin nosotros. Él ha tomado estos azares como puntos de partida de su viaje a todo y a todos.

Su obra es conmovedoramente referencial. Es la de un hombre que da sus señas por temor a la confusión, al extravío, y con ellas van, tan vivas como él, la memoria, las leyendas y las pasiones de su país. De ahí la representatividad de esa obra en un momento de nuestra vida nacional en que la literatura sintió, quizá como nunca, la necesidad de ser testigo, intérprete, código y estímulo de una sociedad concreta en un espacio histórico concreto. ¿Cómo no habría de ser representativa de nuestro presente la obra de un poeta que afirma, y confirma con el hecho, que la poesía es pura historia y que hay que hacerla sin miedo?

Habrá buscado Pablo Armando las fuentes en la Biblia, se habrá mirado en la de los clásicos ingleses y españoles, en la de Whitman o Pound y habrá encontrado y utilizado otras fuentes más o menos distantes, pero su sed es cubana, y cubana de ahora y de aquí.

III

En Libro de los héroes (La Habana: Casa de las Américas, 1963), Pablo Armando se lanza al abordaje de un tema muy de nuestros días, especialmente de nuestro medio: el héroe. No se trata, en este caso, del héroe abstracto de Gracián, sino concreto del Moncada y la Sierra Maestra, esto es, de un personaje singular que al encarnar la voluntad y ejecutar la acción de nuestra masa humana, ansiosa de cambios, y al subrayar con el holocausto el contenido ético-patriótico de su acto, se trueca en un paradigma cubano de redención.

Llevar al mito la realidad del héroe concreto, desnudando su consustancial contenido estético, es tarea en que la fabulación poética se juega una de sus cartas más comprometedoras. En la historia de este arriesgado juego se registran monumentos al triunfo, jugadas espléndidas que dieron por frutos esos insoslayables textos que son los cantares de gesta.

Pablo Armando, que entre los poetas cubanos de hoy es el que tiene acento de iluminado y arrestos de rapsoda, ensayó el mito en este libro, tejiendo un misterio del cual su espíritu parece no poder prescindir.

En primer lugar, los seres reales que lo inspiran no son mencionados por sus nombres, sino por los apodos del clandestinaje, los signos románticos de lo inusual, la contraseña que viola la realidad visible. En segundo lugar, Pablo Armando recurre a la utilización de elementos —dioses y ritos— de las religiones africanas asentadas en la isla, con los cuales urde una red de símbolos sincréticos. Lo mismo hace en la segunda parte del libro, pero con elementos bíblicos sugeridos por los nombres o los seudónimos de algunos de los héroes a los cuales canta.

En la primera parte del libro, Pablo Armando logra a plenitud su propósito: da el misterio, edifica el mito dirigiendo, desde su inencontrable rincón de la jungla, la construcción de la magna fábula. Pero la fuerza de creación que eso supone se va debilitando en forma irregular a medida que el libro avanza.

La interpenetración de tiempo y espacio, de fantasía y realidad («Tiempo es espacio interior; espacio es tiempo exterior», según el ángel afiebrado de Novalis), sustento del mito y la leyenda, entra en proceso de descomposición, pues el misterio se disuelve, a veces de manera resuelta, en alusiones abiertas a datos de lo circundante. La coherencia del libro, después de la primera parte, se rompe, y lo que podía haber sido un compacto cuerpo mítico se fragmenta en textos que oscilan entre el campo heráldico de la leyenda y el orden afectivo y en cierto modo histórico de la elegía. Este fenómeno no destruye, sin embargo, la unidad del libro, pero impide una unidad superior.

Libro de los héroes se propone expresar la historia de nuestra más reciente gesta nacional en los niveles en que la realidad deviene deslumbrante y feérica. En este libro, Pablo Armando asume lo que Saint John Perse llamó el «verdadero drama del siglo». («El verdadero drama del siglo está en la distancia que dejamos crecer entre el hombre temporal y el hombre intemporal… Al poeta indiviso le toca atestiguar entre nosotros la doble vocación del hombre»).

IV

Lo primero que advertí en Campo de amor y de batalla, el más reciente libro de Pablo Armando Fernández, es que su poesía, desde siempre tocada por la gracia del idioma y nutrida de reflexiones, ha entrado en una espléndida madurez. Más vida ha sumado el poeta a su vida, más experiencia a sus años, y junto con las viejas vivencias, las materias vitales nuevas han confluido en el punto más alto alcanzado hasta ahora por el sigiloso e incesante proceso de doma y depuración verbal que, como en todo poeta verdadero, ha tenido sitio en Pablo Armando.

En la mayoría de los poemas de Campo de amor y de batalla es visible un síntoma muy elocuente de ese proceso: el desenfado, que algunos suelen confundir con el descuido. Con cuánta maliciosa libertad maneja Pablo Armando en este libro los resortes que a lo largo de su ya cuantiosa obra han singularizado su manera de decir. En arte, la maestría formal consiste en lo que ha conseguido Pablo Armando en la mayor parte de sus últimos poemas: que la puntada no se vea, que sean imperceptibles las huellas de las manos, que se asimile a lo natural o espontáneo el calculado y severo artificio.

En Campo de amor y de batalla se tratan temas disímiles y hay poemas de diversas épocas, algunos muy alejados de otros en el tiempo. Pero nada afecta al libro, que muestra una apretada coherencia tanto en el rango estilístico como en el semántico.

Con la precedente afirmación no pretendo hacer tabula rasa de los desniveles de importancia o calidad entre los textos que conforman la colección y que todo libro de poemas presenta fatalmente —desniveles, que, por otra parte, no son los mismos para todos los criterios porque no dependen sólo del caprichoso duende que asiste al poeta al momento de crear, sino que dependen también, en su realidad o espejismo, del no menos arbitrario o impredecible duende que asiste al lector en el instante en que asume el texto recreándolo.

En Campo de amor de batalla hay poemas que palidecen en la cercanía de otros que se alzan como definitivos. A estos últimos me gusta llamarlos «poemas necesarios», porque alguien tenía que escribirlos para satisfacer una necesidad de todos. En esta jerarquía sitúo «Suite para Maruja», «Parábola», «El poeta en los días de su padre», «Mal de familia», «Pequeña oda de amor a la patria», «Aprendiendo a morir», «Reminiscencias», «En tren hacia el poeta» y «Nihil obstat». Son poemas no sólo repletos de signos de nuestro tiempo, sino además en los que el poeta va a fondo y llega a ese sitio permanente (definición del propio Pablo Armando) sobre el cual las circunstancias fluyen y precipitan sus partículas de eternidad.

Junto a esos poemas mayores que hablan con franqueza y decoro de la familia, de la historia, la tierra natal, la amistad, la soledad, la muerte, el amor, la lucha revolucionaria, los héroes, la iniquidad y los mitos ancestrales, hay en el libro de Pablo Armando otros poemas, no tan ambiciosos ni intensos como aquellos, en los que también afloran, entre la cólera y la ternura —extremos que enlaza la poesía cubana de nuestros días—, en el lenguaje desnudo o en el tropo provocador, esas mismas graves preocupaciones sentimentales, estéticas y políticas que son el eje de Campo de amor y de batalla.

La Habana, 1987.

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