¡TE ARREPENTIRÁS!

«Quien riendo la hace, llorando la paga».
Refrán popular

«¡Te arrepentirás!». Eso fue lo único que se escuchó cuando la secretaria cerró, con delicadeza, la puerta del despacho. Llevaba consigo una taza de café, ya sin nada, y un cenicero repleto de colillas en el momento en el que preguntó a los que esperaban ser recibidos:

—¿Quién de ustedes es José García? 

—Yo soy José García —respondió un tipo de cara cetrina y mal vestido.

—Puede pasar a la puerta número tres —informó la mujer—. Y dese prisa, que no tiene toda la mañana para usted.

—¿Se puede? —preguntó el hombre y, al no recibir respuesta, entró.

—¿Y bien…? —dijo la voz que unos instantes antes había soltado, como trueno de trompeta, «¡Te arrepentirás!».

—Vengo a pedirle más tiempo, don Atilio. No puedo devolverle la pasta ahora mismo. No la tengo. He tenido un problemilla con…

—¡Ay, no! ¡Más de lo mismo, no! —rugió el gordo cortado a la mitad por la mesa del despacho—. La respuesta es… ¡No, no y no!

—Pero, hombre, por favor, entienda que…

—Entienda usted que sus problemas son mis ganancias, de modo que si mañana no está aquí con lo que me debe sus intereses subirán… ¡un 12%!

—¿Qué dice? ¡Eso es un abuso! ¡Un atraco! No me puede hacer esto, siempre le he cumplido. Por favor, deme unos días para…

El usurero aspiró el cigarro y caracoleó con el humo. Luego, levantó el auricular y pidió a la amanuense: —Sácame hora para el barbero y que sea para esta tarde —y, mirando a su deudor, soltó—: Mañana lo quiero aquí tempranito y con todo lo que me debe, de no hacerlo se arrepentirá. No se lo tome a mal. Son negocios, ¿comprende?

José García, agitado y desorientado, se puso a deambular por las calles, mientras su mente, como martillo hundiendo un clavo —toc-toc—, le repetía: «José, ¿de dónde vas a sacar el dinero? ¿De dónde? ¿De dónde…?» 

Pero el destino tiene el don de poseer lo que el hombre no espera. En una esquina, un cantante callejero llamó la atención de José. El músico se encontraba delante de un establecimiento que tenía un neón muy bonito, uno que parecía un pirulí girando. Era imposible no fijarse en él y, por tanto, en el letrero que solicitaba «empleado con experiencia» para aquel local.

—Pues nada…, probemos suerte —se dijo. Y entró.

José fue admitido luego de una breve entrevista y de una prueba que demostró que conocía muy bien el oficio. Al nuevo empleado le asignaron la silla del reservado de los clientes vips

Dos horas pasaron hasta que el salón se llenó de murmullos aduladores y el dueño del negocio salió a recibir a su cliente con palabras de bisutería. 

—Busque al mejor, que tengo prisa —fue todo lo que el esperado soltó.

—Sí, señor. Por aquí, ya conoce el camino. En nada le traerán su café cargadito y sin azúcar, como siempre. 

El individuo se sentó y sintió cómo le colocaban la capa negra de nylon y la toalla. Sintió cómo el empleado le untaba la espuma mentolada por sus rubicunda cara. Cerró los ojos y suspiró su placer.

El cliente, como era habitual en él, no se había dignado a echar una mirada a quien le servía, de modo que no pudo percibir el brillo intenso que despedían las pupilas de aquel que afilaba la navaja en el cuero que colgaba de la silla. De haberlo hecho, no se habría convertido en el  protagonista de un gran revuelo que acaparó, durante semanas, las crónicas de la prensa amarilla. Dicen que José, el barbero, antes de pasar la cuchilla por la yugular del prestamista, le susurró: «¡Te arrepentirás!».

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