MIGUE, EL GITANILLO, Y «LAS AVENTURAS DE HUCKLEBERRY FINN»

Ilustración de E.W. Kemble para la edición de «Las aventuras de Huckleberry Finn», 1884.

—Niño, ¡discúlpate! —dijo la madre en cuanto abrí la puerta.

—¿Por qué? ¿Qué sucede? —quise saber sorprendida.

—Me se dijo que fue él quien se llevó el libro —respondió, avergonzada, la gitana.

—¿De qué raza es? —preguntó el chaval, que estaba vigilante a pesar de tener la vista clavada en el suelo.

—¡Eh…!, muchacho, devuelve el libro y discúlpate de una vez. No tengo todo el día…

—Ya lo he hecho, madre. ¿De qué raza es el perro? —insistió, señalándolo.

—Es un fox terrier. Venga… —dije—, entremos en casa.

—Es lindo —y el perro, como si comprendiera, le agitó la cola.

—¿Y bien…? ¿Por qué te lo llevaste, Migue?

—¿El qué…?

—El libro —expresé.

—Ah, no sé —respondió y movió los hombros—. Me gustó el dibujo.

—¿Lo leíste?

—Bueno… a ratos.

—¿Y…?

—Va de un chico que se come muchos marrones y tiene un amigo negro —dijo con voz clara, posando la vista en mí.

—¡Esa boca, Migue! ¡Esa boca…! —le reprendió la madre.

—Señora, ¿tiene una Coca Cola?

—Venga, que nos vamos —cogiéndolo del brazo, la madre lo arrastró hacia la puerta—. Lo que me faltaba, que ahora el muchacho me saliera pedigüeño.

—¡Uy…, mama, que me hace daño!

—Si subes a casa te preparo un cafecito de esos que te gustan tanto —me convidó la gitana.

—En un ratito me acerco —afirmé, preguntándole al joven si todavía deseaba esa Coca Cola.

—Bueno, pero si está bien fresquita, porque si no… ¡no lo quiero! —contestó y, mirando Las aventuras de Huckleberry Finn, me preguntó—: ¿Me lo regala, o qué?

—¡Hum…!, eso depende, Migue.

—La verdad… lo prefiero regalado. No se lo puedo comprar —afirmó sin titubear.

—¡Ay, Dios bendito! ¿Y yo qué hago con este chico? ¡Serás…! Anda, vámonos antes de que te caiga la del pulpo. ¡Ya verás, ya verás, cuando lleguemos…!

Y madre e hijo marcharon por la cuesta polvorienta bajo el sol  sin brisa del verano madrileño.

Migue se llevó consigo la Coca Cola y la edición de Las aventuras de Huckleberry Finn que había sustraído de mi biblioteca tiempo atrás. Una publicación antigua, con tapas duras y muchos grabaditos en blanco y negro.

La anécdota que cuento tiene algunos años. Hoy el chico es un hombre que sigue guardando el libro que le regalé, ese volumen donde un muchacho y un negro esclavo se comen un sinfín de marrones y planean aventuras animados por los cuchicheos del río Mississippi.

Por cierto, la novela de Twain no es la única que Migue leyó, pues pasaba por casa en busca de nuevos títulos —entonces Andrés y yo vivíamos en una finca que, con los años, fue rodeándose de chabolas hasta convertirse en un asentamiento gitano. Fue una época muy linda que me enseñó muchas cosas que desconocía y me regaló muy buenos amigos—.  Migue, cuando se produjo esta anécdota, tenía trece años y acompañaba a su padre a reciclar el  papel y el cartón que los comercios dejan en las aceras cuando echan los cierres. Migue siempre encontró tiempo para una nueva aventura. Hoy en día es padre de familia y sigue viviendo de la busca.

Esta historia me enseñó a captar las señales que otros me envían. Los nombres que menciono… me nombran. Y esa es mi recompensa.

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