UN RETAZO DE ALEGRÍA
«…se coronaba con el brillo de una luz dorada y mágica».
Fotografía, María Gabriela Díaz Gronlier.
En mis recuerdos se encuentra la rama seca de un árbol, que mi abuelo cortó y pintó de blanco. Era una rama iluminada con una guirnalda parcheada con esparadrapos, también pintados de blanco, y de ella colgaban brillantes y antiguas figuritas de cristal, acostumbradas a pender de los pinos frescos que, en Navidad, adornaban los salones de mis antepasados.
La Noche del Nacimiento se esperaba en mi hogar como los niños esperan sus cumpleaños: con alegría. La vajilla de cenefa de hojas verdes, el mantel menos manchado y la comida, que se hacía de rogar en los días cotidianos, eran el preámbulo de un suceso que se coronaba con el brillo de una luz dorada y mágica.
Pero en la época en la que crecí en mi tierra era pecado celebrar la Navidad; de modo que la alegría del festejo era sometida a una norma que no debía ser incumplida: la alegría, que era sincera —Dios lo sabía—, no debía rodar como ruedan los dados sobre un tablero. Tenía que ser contenida; porque en la Cuba en la que nací el régimen doma al espíritu con métodos que conducen a la decepción, a la anulación o a la ira. En la más grande de las Antillas está prohibido que el alma refresque a la vida.
Así eran las cosas…. y así siguen siendo. Dicen que los años hacen que los recuerdos se vivan de manera distinta. Sin embargo, sigo recordando con nitidez la voz de mi madre cuando, acercándonos las viandas conseguidas en colas interminables, en compras en el mercado negro y con algún que otro favor pendiente, nos decía: «¡Ten! No dejes nada en el plato: vendrá mañana con su ansiedad, sus noes y su hambre.»
Esto que hoy les cuento es un retazo de alegría, guardado como oro en paño en mi memoria, y simboliza el triunfo sobre el barbudo de ojo insomne y sobre su proyecto de alterar las imágenes con ayuda de rutinas, de modificar los recuerdos, de secuestrar el alma de los niños a quien José Martí dedicó sus cuentos con el fin de inculcarles el respeto a la justicia y el deseo de aprender.
En mi casa sabíamos que era imposible extender los brazos, que las manos debían mantenerse sin atravesar la «cuarta pared», pues la alegría es expansiva y era necesario proteger el Misterio, porque nuestro Scrooge era más virulento que el de Dickens —convirtió al vecino en delator: le estragó el estómago, pero, a cambio, le afinó el oído.
Hay que ver cómo todo recuerdo parte de un aleteo de infancia.
Nota: Relato publicado en Linden Lane Magazine, Otoño (Vol. 41.3), 2022.
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