UN VISITANTE INESPERADO

«Ahí yace Caronte, que gobierna la lúgubre costa.»
Virgilio, Eneida.

El paso de la Laguna Estigia, Joachim Patinir, óleo sobre lienzo, 1520.

ANTECEDENTES

Sueña, delira, tiene pesadillas. Se está muriendo. Está hundido en la cama, atrapado en esa caja cerrada que es su habitación, aislado para siempre, agonizando en el epicentro de todas sus conquistas.

El hombre está solo… o eso cree él.

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LA HABITACIÓN DONDE SE DESARROLLA EL DIÁLOGO

La escena se desarrolla en un dormitorio con paredes tapizadas en tela estampada de rayas verdes y blancas. La cama de madera de nogal y las dos mesitas a juego conservan el empaque de sus líneas decimonónicas; sobre una de las mesas reposa La divina comedia acompañada de unos cuantos frascos de medicamentos para engañar al dolor.

Debajo de la ventana se encuentra un escritorio isabelino con una butaca alfonsina tapizada en raso rojo. La chimenea, en el lado opuesto del escritorio, contribuye a crear un ambiente de recogimiento; sobre el mármol que descansa encima de la chimenea se encuentra un santo tallado en madera —no se distingue qué santo es—, y un reloj de mesa estilo Luis XVI, muy adornado y bañado en bronce, que marca fuertemente los minutos: tic-tac, tic-tac. El dormitorio está en orden.

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EL DIÁLOGO

Está comenzando a amanecer. De la cama salen toses y lamentos.

—La vida se me ha vuelto pequeñita con tanto sufrimiento, necesito morir ya —balbucea, entre sudores y con voz frágil, el enfermo.

Alguien hace girar la butaca isabelina. Se trata de un ser delgado, de larga cabellera y barba sucia y húmeda, que se acerca, arrastrando el sillón, al borde de la cama. Habla:

—No, aún no procede.

—¿Por qué? Tengo derecho a decidir y es mi voluntad morir. ¡Quiero morir en este instante! —contesta, como si chasqueara los dedos, el hombre de ojos apagados.

—No te vuelvas impaciente. No te ayudará. He perdido vista, necesito algo más de claridad —dice el acompañante, mientras acerca al anciano un vaso con una pajita—. Bebe, te calmará.

—Pero… ¡si ya estoy preparado! —responde el enfermo mostrando sus rojas encías.

—Marcharás cuando suban las aguas —contesta el otro.

—¿Y mi poder de decisión? —se quita las sábanas. Suda.

—No distorsiones el asunto, te lo pido. Descansa.

—Vaya farsa lo del hombre y su voluntad —gime, desconsolado, el doliente.

—Ese espíritu derrotista no te hace bien, compañero. Debes mantener la cordura. No pienses en nada más. Practica la paciencia, haz como yo —responde el contertulio mientras abre la ventana y deja pasar la brisa fresca.

(El enfermo, mecánicamente, vuelve a cubrirse.)

—¿Por qué abres la ventana? ¿No ves que estoy muriendo?

—¡Ah, siempre la misma contradicción! Una y otra vez… ¿Quieres morirte? Entonces, ¡comienza a pensar como un muerto!

—No puedo —breve silencio, y—: No entiendo por qué no puedo decidir la hora de mi muerte. Siempre me he sentido un hombre libre —afirma, levantando algo la voz, quemando sus últimos cartuchos.

—¡Bah…!, que sientas no significa que puedas. Toda existencia es dependiente.

—Quiero morir —repite con la voz quebrada y suplicante.

—No, hasta que llegue el médico.

—Pero…

—¡Quédate quieto! No quiero disgustos añadidos al entierro.

(El acompañante vuelve a cerrar la ventana y baja la intensidad de la lámpara china que reposa en el escritorio.)

—¿Por qué me haces esto?

—Para evitar la autopsia y los trámites burocráticos. Hasta entonces eres mi reo —contesta, arropándole. Y con voz templada—: Pero no te preocupes, el médico está al llegar. Mientras tanto, ¿deseas alguna cosa?

—Un café cargado.

—De acuerdo.

—Póngale sacarina, por favor.

(Se escuchan pisadas. El médico se acerca por el pasillo.)

El hombre, saliendo de su letargo, de su fiebre, de su sueño, de su pesadilla, abre los ojos. Los abre muchísimo porque… descubre que no ha estado delirando. Allí, sentado en su butaca alfonsina, hay alguien que lo acompaña.

—¡¿Quién eres?! —pregunta asombrado, asustado, abrumado, aterrado, aterido.

—Soy yo, ¡Caronte! —responde el barquero encargado de las sombras errantes, haciéndole una gran reverencia.

El hombre, usando sus últimos segundos, abre el cajón de la mesilla de noche y saca un billete de diez euros.

—¿Es suficiente? —se escucha entre estertores.

—Sí, Hades no ha subido los impuestos.

—¿Puedo? —entra el forense en la habitación con un formulario en las manos.

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