WATSON Y EL TIBURÓN
Watson y el tiburón, óleo sobre lienzo, 1778.
Este hecho aconteció en el siglo XVIII.
La historia comienza así. Un día, un servidor de la armada inglesa, llamado Brook Watson, contó al pintor norteamericano John Singleton Copley (1738-1815), por entonces exiliado en Londres, la razón por la cual había perdido una pierna. Resulta que Watson había viajado a La Habana en 1749. El joven mozo, de tan sólo catorce años, al llegar al puerto y debido al calor que hacía, decidió darse un chapuzón en la bahía. Pero el mar estaba lleno de tiburones y al zambullirse un escualo se lo reveló.
Este accidente, ocurrido a un joven corriente, impresionó tanto a John Singleton Copley que decidió aceptar la súplica del antiguo marinero, quien le pidió que pintara lo que le había sucedido. De esta anécdota nace Watson y el tiburón. Tengo que decir que cuando Brook Watson relata su percance al pintor era ya un hombre ilustre.
El retratista norteamericano, miniaturista y pintor de historia, al aceptar la petición de pintar un cuadro con semejante temática aportó un elemento nuevo a la historia de la pintura, pues hasta entonces este género artístico sólo se ocupaba de asuntos relacionados con la mitología, la religión y episodios de la antigua Grecia y Roma. Con Watson y el tiburón una historia intrascendente, para el conjunto de la sociedad, encuentra sitio en el arte.
Watson y el tiburón representa el combate del hombre corriente contra la naturaleza. Son marineros los que ayudan al joven grumete a salir del mar.
A Copley lo que realmente le llamó la atención del suceso no fue el incidente en sí. El artista lo que recrea es la lucha de la humanidad contra los elementos de la naturaleza, el espíritu de supervivencia del hombre, que no está condicionado ni a la historia ni a los credos. Esa fuerza interna, esa convulsión, ese pulso que late en el rescate, es lo que Copley nos presenta.
Años más tarde, el pintor más importante del romanticismo, Théodore Géricault (1791-1824), con la Balsa de la Medusa vuelve su mirada hacia Watson y el tiburón, rescatando la intención de John Singleton Copley.
Esos cuarenta años que separan un cuadro de otro nos muestran cómo va evolucionando el arte a la par que la sociedad, nos muestran cómo el entorno social se cuela en la obra y consigue su selfie. Copley, a pesar de los rostros preocupados, a pesar de esa mano extendida que aún nadie ha podido alcanzar, a pesar de la emoción reflejada en los rostros, nos evita la pierna mutilada y la sangre entintando el mar. Sin embargo, Géricault se recrea en la tragedia, en el tormento físico y psicológico que tuvieron que pasar los pasajeros de La Medusa, nave que una tormenta hundió en costas africanas. Eran otros tiempos los tiempos del dramático Géricault.
La Balsa de la Medusa, óleo sobre lienzo, Théodore Géricault, 1819.
Nota: Brook Watson fue rescatado y cuidado en un hospital de La Habana, donde le amputaron la pierna por debajo de la rodilla. En 1796 fue alcalde de Londres. Ese mismo año fue elegido Lord Mayor. En su testamento donó el cuadro «Watson y el tiburón» al Hospital de Cristo. Dijo que lo hacía «para que sirviera de testimonio a la juventud».
La vida profesional de Brook Watson es una historia de superación.
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