SOBRE JUEGOS Y JUGUETES. REFLEXIÓN

«¿Por qué ya no se juega a los juegos de las aceras?»

¿A dónde han ido a parar los trenes de madera movidos por manos pequeñas? ¿En qué polvoriento cajón se encuentran los valientes soldaditos de plomo con sus fusiles al hombro? ¿Dónde están los trompos tricolores, los yakis estrellados y las muñecas de trapo con sus peinados ensortijados? ¿Y las canicas, en qué profundo hoyo quedaron sumergidas?

Ya no hay desvanes, ni baúles, ni sótanos oscuros y misteriosos en los hogares de los abuelos. Ya no resuenan las risas infantiles en las calles y las aceras han dejado de ser pruebas mudas de las carreras en patinetes de ruedas atronadoras. Ya los adoquines no marcan los cuerpos de los críos con chichones, rasguños y costras.

¿Por qué ya no se juega a los juegos de las aceras? ¿Dónde se esconden los juguetes que entretienen mientras se aprende?

El adulto que considera que un juguete no tiene nada que ver con él comete un error. ¡Ah…!, pero quien ve al niño como si fuera un adulto creo que comete… ¡un error mayor!

Los chicos necesitan juegos que desarrollen sus habilidades manuales y su creatividad. Los juegos virtuales, por muy simples que parezcan, no son para pequeñines; pues para ellos descubrir es destripar el objeto en busca de respuestas a preguntas dictadas por sus sentidos—¿por qué suena; por qué se desplaza; por qué se mueven los ojos de la muñeca; por qué la cuerda hace que la rana de latón salte?—. Los videojuegos no cubren la necesidad primaria de cotillear — hablo de la primera infancia, la que termina cuando se empieza a leer y a escribir.

Las industrias jugueteras hace muchísimo tiempo que dejaron de adecuar sus productos a las necesidades reales del menor. Las industrias jugueteras fomentan la adicción y han conseguido, a través de la publicidad y de los envases de los juguetes —las dos partes del proceso en las que gastan dinero, pues la materia prima y la fabricación del objeto cuestan dos perras—, que los pequeños crean que lo que piden es lo que anhelan. Los confunden, les mienten y les ofrecen un falso capricho, escondido en una vistosa caja de plástico y cartón que termina, generalmente, siendo una decepción.

Los juguetes actuales suelen provocar una doble frustración. Por un lado está el niño que encuentra en el vistoso envoltorio una pieza que necesita para su funcionamiento de un conocimiento mayor que el suyo o de elementos exteriores, como pilas, que él no puede gestionar —el juguete lo hace dependiente de sus mayores— y por otro lado está el adulto, quien ha invertido tiempo y dinero en comprar algo que es aparcado al poco tiempo de haber sido desempaquetado.

Hoy en día un caballito de madera, un avioncito de cuerda, unos cochecitos de latón para echar carreras con los amigos, una casita de muñecas con muchas habitaciones y piezas, un teatrillo con sus marionetas, unas mariquitas con sus trajecitos de papel, unas cazuelitas para meriendas imaginarias… no son más que objetos de mercadillos para nostálgicos de lo vintage. Y, sin embargo, esos son los juguetes que han tenido la suerte de ser manoseados, durante siglos, por manos infantiles. ¡Cómo se ha acotado el espacio dedicado a la imaginación! ¡Y el tiempo para jugar!

En el hogar donde los juguetes incitan al juego los niños desarrollan su imaginación: ruedan por el suelo y se sienten trompos más veloces que el tiempo y cuando con cajas recicladas construyen refugios… ¡son aborígenes en cuevas de montañas!

Tuve un oso de trapo que durmió conmigo hasta que su espuma se deshizo. Se llamaba Tontín y en mi imaginación hablaba para mí, reía cuando lo achuchaba y cuando lo olvidaba lloraba llenito de ira. ¡Bendito oso Tontín! Tenías un alma —la mía— y estas palabras te las dedico a ti.

firma gabriela2

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