UNA CARTA SOBRE VÍCTOR HUGO

«Hugo dijo lo indecible».

Fotografía realizada por Fortuné Louis Méaulle, 1878.

Con motivo del fallecimiento de Víctor Hugo (1802-1885), Eça de Queiroz (1845-1900) envió al director de la revista La Ilustração una hermosa e interesante crónica en homenaje a quien consideraba el inspirador de su obra. Una carta sobre Víctor Hugo se publicó el 20 de agosto de 1885, casi tres meses después de fallecer el escritor y poeta francés.

En Una carta sobre Víctor Hugo, Eça de Queiroz resalta la influencia que el patriarca romántico tuvo en la generación portuguesa de su tiempo —la de 1870—. Queiroz alaba el lenguaje brioso del novelista, desbordado de imágenes y emociones, y destaca su compromiso con los «vencidos». El autor y diplomático portugués realza, por sobre todas las demás cualidades, el inquebrantable optimismo del hombre al que describe como «el bardo de la democracia», como un deísta desbordando humanitarismo y fiel a su compromiso con la libertad.

Fotografía del funeral de Víctor Hugo, autor desconocido, 1 de junio de 1885.
(Imagen frente al Panteón, en la calle Soufflot.)

Escribe Eça de Queiroz: «Hugo no analiza ni explica esa dolorosa batalla entre el Hombre y la Fatalidad, la canta con la exaltación de un bardo, o lleno de infinita compasión o poseído por infinita cólera».

Y ahora, compatriotas de lecturas, acompañada de un café me pongo al tajo. La crónica de Eça de Queiroz sobre el autor de Los miserables es una fuente de información inestimable sobre una época y su destino. Y es, amigos míos, de esos textos que nos ayudan a escribir mejor. ¡Qué elegancia en el contar la de Queiroz, narrador que comenzó siendo romántico y terminó en lo más alto de la estética realista!

*

UNA CARTA SOBRE VÍCTOR HUGO

Eça de Queiroz en su casa de Neuilly, Francia.

Bristol, 20 de julio de 1885.

Mi querido amigo: Cuando París, con ruidoso patriotismo, se preparaba para celebrar la deificación pública de Víctor Hugo, usted quiso que fuera yo, devoto del Maestro, quien recordara en La Ilustração la genial grandeza del hombre y de su obra. Le respondí que, en ese momento, solamente sentía la confusa emoción que agitaba a París; y que sólo podría sumarme al tumulto de la glorificación ofreciendo mi humilde palma y arrojando algunos granos de incienso sobre las llamas sagradas. Y hoy, cuando la apoteosis del poeta épico de los Miserables parece ya tan remota como la coronación del prosista de la Henriada, descubro de nuevo —ante su amable insistencia en conocer cuál fue el influjo de Hugo sobre mi generación literaria— que este fanatismo mío por el Maestro, del que no quiero curarme, me impide cualquier crítica lúcida y sosegada.

Admiro a Víctor Hugo, amigo mío, exactamente como él admiraba a Shakespeare: comme un brute. Lo amo con toda su luz solar y con todas sus extrañas manchas, incluso ante aquellas facetas de su vida y de su obra de las que todos se apartan, impacientes y con una sonrisa, permanezco obstinadamente postrado. ¡Soy, amigo mío, de los que aún creen en la sociología de Hugo! Ya ve usted que La Ilustração no ha de ganar nada con las opiniones de una persona tan embrutecida por el sectarismo.

Francamente, ni siquiera puedo responder a lo que usted desea averiguar. La influencia de Hugo en mi generación literaria se limita a la influencia general que ejerció sobre la literatura francesa, de la que la nuestra no es más que un reflejo afectado y bisoño al mismo tiempo. Mis más queridos camaradas de letras (a excepción del poeta, hermano de Juvenal, que escribió la Morte de D. João) nunca se impregnaron de Hugo y sólo lo admiran de modo marginal, por su fortaleza de luchador y por el raro poder de su verbo lírico; por lo demás, mantienen una respetuosa aversión hacia su figura.

No se trata de explicar en una simple carta esta disidencia de mis amigos, en la que hay razones filosóficas y razones de temperamento. Baste con decir que a uno de ellos, uno de los más nobles y elevados espíritus críticos de nuestra época —se refiere a Antero de Quental—, le escuché, con inexpresable horror, llamar al Maestro «un genio papanatas», y «un foco de infección espiritualista»; y que otro, a quien cupo la gloria de resucitar el viejo Portugal histórico —se refiere a Oliveira Martins—, que dormía en el fondo de vetustas crónicas bajo una capa de rapé de fraile, nos ha pintado a Hugo recientemente, en el prólogo de un libro de versos, como un enorme Sileno, borracho de énfasis, que se lleva a la boca un gran cántaro rebosante de retórica.

Por lo que a la generación más joven se refiere, Primavera sagrada que ofrece su flor «en esos escritos publicados todas las mañanas», como tan púdicamente dice el arzobispo de París, esta alude siempre a Hugo con misterio, llamándole el «titán», el «coloso», el «águila», el «volcán». A través de tales exclamaciones no podemos saber cuál es la impresión que tienen de la Leyenda de los siglos, porque esta forma de hablar de un poeta, motejándolo de «volcán», no es otra cosa que una torpe manera de desembarazarse del severo deber de comprenderlo.

Supongo que la influencia de Hugo entre nosotros se manifestó sobre todo en la imitación de lo que más nos importa como meridionales: la forma, la imagen, la suntuosa manera de arropar las ideas… Hombres voluptuosos del país del sol, que amamos sobre todo los sonidos y los colores, en un poeta sólo admiramos el brillo del verbo en lo que tiene de más material; por eso, con Hugo, nos aplicamos sobre todo a imitar su modo estridente y centelleante de concebir la antítesis.

Creo que no nos hemos preocupado de nada más, como ha ocurrido recientemente con el naturalismo; indiferentes por completo a los nuevos métodos de análisis que aportaba, nos apresuramos a remedar sus novedosas facetas de línea y colorido. De los progresos del arte nosotros nunca sacamos provecho de los principios y nos quedamos siempre con los manierismos.

Por lo que se refiere a la influencia que Hugo ejerció sobre mí, ¿vale acaso la pena, querido amigo, recordar algo tan personal y de tan poco interés? Puede decirse que casi aprendí a leer en las obras de Hugo, y de tal modo me imbuí de todas ellas, que, así como otros pueden recordar épocas de su vida o estados de ánimo a través de un aroma o de una melodía, yo me encuentro de pronto, al releer antiguos versos de Hugo, con un pasado lleno de paisajes, de casas donde viví, de ocupaciones y de sentimientos muertos…

Me crie realmente en la obra del Maestro, como podemos criarnos en un bosque, recibí mi educación del rumor de sus odas, del amplio aliento de su cólera, del confuso terror de su deísmo, de la gracia de su piedad y de las luminosas nieblas de su humanitarismo. Todo ello se alzaba a mi alrededor como un bosque, y ese bosque me transmitió, para bien o para mal, mucho de su misterio, de sus sombras, de sus caprichosas visiones.

Me apropié de sus fobias con pasión y corrí suspenso tras el vuelo lírico de sus emociones. Por eso siempre he detestado a ese personaje taciturno y narigudo que aparece en las sentinas de la historia con el equívoco nombre de Napoleón III, sin que de nada me sirviera más tarde el comprobar que en el fondo sólo era un pobre César, quimérico, hipocondríaco, libertino e insustancial. Por eso me he mantenido fiel a la creencia de los Estados Unidos de Europa, incluso cuando algunos caritativos amigos procuraban arrancarme, con súplicas y con sarcasmos, de esa fe tan infantil.

He acompañado a Hugo en su arrebatada indulgencia por todos los descarriados, por todos los vencidos, por todos los miserables. El deísmo de Hugo fue mi deísmo, creí como él en el mesianismo de Francia, y le tuve siempre un miedo irreprimible a ese cuartel pringado de metafísica que está al otro lado del Rhin. Esta es mi lamentable confesión. Resulta humillante, parezco una hierba despreciable que tiembla junto a las raíces de un cedro y que vive de los restos de su savia. Si bien es cierto que mi idolatría ha experimentado bruscos rechazos.

Hasta el pueblo de Israel, con toda su frenética pasión por Jehová, a veces lo encontraba intolerable. Cuando veía en los últimos tiempos que Hugo se mofaba del venerable y bienaventurado Darwin, como si se tratara de un inglés vano y petulante, con monóculo y guantes amarillos, que hubiese colocado por humorismo y excentricidad un rabo de mono en la espalda del hombre, me llevaba las manos a la cabeza, lleno de vergüenza y de dolor… Pero en fin, todavía represento aceptablemente el tipo del hugólatra. Para mí el maestro permanece excelso y augusto entre los hombres. Je l’admire comme un brute.

II

«En una lengua como nunca hubo otra…»

Me gusta toda su obra: novela, sátira, drama, visión, poema, crítica, discurso, cántico o copla callejera.

Se me impone por su grandiosa y armoniosa unidad. Hugo es un poeta épico y todo lo suyo, ya sea novela social, ya sea poema a Jeanne o estudio sobre Voltaire, toma la forma épica. Toda su obra es, de hecho, una vasta epopeya, en mil fragmentos de prosa y de verso, que tiene por asunto la lucha entre el Hombre y la Fatalidad: fatalidad de la Naturaleza, fatalidad de la Religión, fatalidad de la Sociedad.

Algunas veces pinta ese formidable combate en una completa y patética historia como los Travailleurs de la Mer, otras, puede susurrar tan sólo una fugitiva y trémula impresión al lado de una cuna, o al ver en los campos a los sembradores echar la semilla en la tierra. En sus poemas de abuelo enternecido, o en su dilatada imprecación de profeta, todo pertenece a la misma epopeya.

Hugo no analiza ni explica esa dolorosa batalla entre el Hombre y la Fatalidad, la canta con la exaltación de un bardo, o lleno de infinita compasión o poseído por infinita cólera.

Sin embargo, bajo la indignación o bajo la piedad, palpita siempre con fuerza la seguridad en la definitiva victoria del Hombre, al que ve al fin en todo su esplendor de Adán perfecto, liberado de las religiones, máscaras sofocantes y falsas del rostro de Dios, libre de la realeza, despojado de todas las servidumbres sociales, liberado incluso de las mismísimas leyes que fijan sus pies a la tierra y remontando el vuelo hasta las nubes con los inventos del siglo XX. Esta afirmación del triunfo definitivo de Adán es toda su filosofía. Y todo su arte prodigioso se empleó en narrar el heroísmo y los desfallecimientos de esa desesperada ascensión hacia la luz.

Para expresar tan sublime conflicto, creó el verbo más poderoso y más bello que jamás, en mi opinión, haya seducido oídos humanos. La lengua sobria y pulida de Ronsard, de Racine, de Voltaire, admirablemente elaborada para expresar sentimientos de moderación y de equilibrio, y perfecta por ello como instrumento de crítica, resultaría completamente impotente para esa esforzada epopeya. Por ello tuvo que construir otro lenguaje que pudiese traducir a todo el hombre, a toda la Naturaleza, en sus más contrarios extremos, desde lo bestial a lo divino; tan fino, delicado y transparente, que con él pudiera transmitirse, sin evaporarse, el aroma de una simple flor silvestre; tan fuerte y resplandeciente que por él ganasen brillo y fuerza los diamantes y el oro; tan dúctil, penetrante y trascendente que pudiera modelar lo invisible y decir lo indecible.

Hugo dijo lo indecible, desde la abstraída meditación de los ojos azules de un niño hasta las cuerdas del viento que barren el mar de la Mancha… Por eso, cuando considero esta asombrosa epopeya, que agita el más elevado asunto que puede alzarse ante los hombres, y que se canta, al son de la lira de mil cuerdas, en una lengua como nunca hubo otra sobre la Tierra, me parece que mis queridos amigos exageran al decir que el hombre que habló de este modo era un «papanatas genial» y un «Sileno borracho de énfasis…»

III

«Hugo es, entre todos los poetas, el que a través de su ardiente idealismo más ha llegado junto a Dios».

Sí, está claro que Hugo carece de sencillez y de ironía. Si a veces divaga acerca de un árbol, o sobre el rincón musgoso de un muro, con el clamor y el atolondramiento de un profeta, se debe a que Hugo, como todos los profetas, vive en la llama de una idea única el feroz combate entre el Hombre y el Hado. Esa idea es la espectral compañera de su vida, le surge de repente de las cosas más simples, solicitando su conmiseración o su ira; y así, en el follaje que gime sacudido por la tormenta, siente él en un instante el lamento de una multitud oprimida, y no puede asomarse a la cuna de un niño que duerme sin recordar las violencias que agitan el Mundo.

Hugo carece también de ironía; testigo de esa contienda en la que sus ojos de vidente creen sorprender a cada instante invisibles y terribles episodios, permanece en un perpetuo estado de trágica agitación donde jamás puede darse la ironía.

Esta ausencia de ironía provoca que el poeta caiga en grandes debilidades; una de las mayores es ese pánico entreverado de adoración que el Universo le inspira, y que se nos antoja tan poco científico. En efecto, ninguno de nosotros, que hemos aprobado de sobra el examen de introducción a los tres reinos, se imaginaría nunca que entre las fibras de la ortiga, que Hugo tan grandiosa y despavoridamente injuria en las Contemplations, se debate presa y por siempre erizada de cólera, el alma negra de Judas.

Nosotros, infinitamente más instruidos, conocemos, gracias a Dios, la honrada naturaleza de la ortiga y estamos al tanto de que Judas tal vez no fuera más que un patriota exaltado e impaciente. Cuando encontramos una piedra en el suelo, no nos quedamos temblando de emoción, interpelándola con violentas estrofas, a la espera de que una voz interior nos responda revelando el misterio inefable; nosotros, hombres pensativos, utilizamos las piedras para alzar aún más nuestro muro o para apedrear mejor a nuestros semejantes.

Pero un elevado espíritu poético que en perpetuo arrebato quiere penetrar más allá de lo mensurable y de lo tangible, descifrar la piedra y penetrar en el secreto de las cosas, si no produce verdades que la ciencia pueda registrar, asciende, más que ninguna otra alma, hasta las proximidades de ese ideal al que, por convención, damos el nombre de «Dios»… Y si ese ansioso esfuerzo para llegar junto a Dios, como dice Proudhon, no hace que la tierra nos dé más frutos, ni que disminuya el dolor humano, promueve sin embargo una alta educación espiritual, levanta los corazones, nos eleva desde la pesada materialidad hasta las formas más bellas y más puras del pensamiento y del sentimiento, y dulcemente da a nuestras vidas un indefinido gusto divino… Hugo es, entre todos los poetas, el que a través de su ardiente idealismo más ha llegado junto a Dios.

Ese violento suspiro que palpita en el medio de toda la obra de Hugo parece que le arranca la máxima serenidad, que es la suprema belleza del arte. Pero serenidad no supone indiferencia. Nada había más sereno —si usted me permite esta caprichosa comparación— que Minerva, patrona de Atenas; y sin embargo, como usted sabe, ella se inmiscuía en las luchas de los pueblos, tiraba de los pelos a los héroes y combatió con furia, armada de diamante, en Salamina y en Platea. Su inmortal serenidad consistía en que todas sus acciones contribuían, en una bella armonía, a un fin justo y hermoso: a la independencia y a la gloria de Atenas, al victorioso perfeccionamiento de su hermosa raza, al pacífico florecimiento de su equilibrado genio, a la serena majestad de su república, tan perfecta en sus formas como el frontón de un templo.

Esto mismo le sucede a la musa de Hugo, con su armadura de oro asaetea a los opresores, gime sin fin sobre los vencidos, perturba a toda la Naturaleza, remueve toda la Historia; pero ese aparente delirio se dirige a un fin de excelsa serenidad: la concordia universal, la igualdad liberadora, el reino inmortal de la Justicia… Y este paraíso prometido por el poeta, aunque esté distante, baña toda su obra de una inmortal claridad, que es la esencia de la serenidad. Y la sublime belleza de la obra de Hugo se halla precisamente en este vigoroso optimismo, en esta grandiosa fe en el Hombre, en la radiante certeza de que este prevalecerá sobre la fatalidad y sobre el cautiverio.

Lo único que quizás desentone es el excesivo papel que concede a Francia en la definitiva liberación de la humanidad.

IV

«Pero ¿es Hugo un perfecto francés, un galo?»

Educado por Hugo, está claro que creo piadosamente en el mesianismo de Francia. Nadie ha contribuido más que Francia a convertir al rudo bárbaro del siglo VI en el hombre culto del siglo XIX. Francia posee en el más alto grado esas divinas cualidades espirituales de la dulzura y de la luz, que son los más penetrantes agentes de la educación humana.

Nadie como ella ha dado al mundo la gran lección de la igualdad; y la igualdad es sin duda la mayor evidencia de civilización. Pero, aun amando a Francia, no es posible aceptarla tal y como Hugo la concebía, y como la retrató en versos bien conocidos, revestida de oro y sinople, acudiendo al combate sola en el campo, seguida sumisamente por un león doméstico, que es Dios. La creación del paraíso humano, si es que puede lograrse alguna vez, no será obra exclusiva de una Francia armada que lleva a Dios tras ella, como un perro moloso; sino que será la obra colectiva de todos nosotros, latinos y sajones, que pertenecemos a esa nación de luminosa claridad, sin fronteras y sin capital, que se llama Espíritu…

En cualquier caso fue el mesianismo francés, continua y espléndidamente cantado a los oídos franceses como un acto de esperanza, lo que hizo que Francia amara a Hugo con tanta vehemencia; por encima de la necesidad que Francia tenía, después de la derrota de 1870, de oponer a la supremacía política de Alemania una supremacía intelectual, encarnada, como pedía el instinto latino, no en una comunidad sino en un héroe. Pero ¿es Hugo un perfecto francés, un galo?

A veces se me antoja que es más un celta y un teutón. Su genio sombrío, su visión descomunal, su inquieto espiritualismo, ese esplendor del lenguaje que hace que sus ideas circulen con dificultad, porque en lugar de esa ligereza de alhaja que da a las ideas francesas su facilidad de transmisión, las ideas de Hugo presentan la pesada amalgama de un mausoleo. Todo ello se me antoja en contradicción con el espíritu francés, definido, sobrio, exacto, pautado, claro, terso y positivo.

Él mismo dijo en alguna parte que Hugo es un apellido sajón. Por parte de padre pertenecía a los Vosgos, tierra de gente tenaz; de allí heredó tal vez el férreo heroísmo de su voluntad. Por parte de madre era de la Bretaña, el reino poético de los siete bosques, el más hermoso de los cuales, el de Broceliande, pertenecía por derecho a las hadas; de ahí sacó tal vez su vasta y umbría imaginación. Sin embargo, en el fondo es muy francés, y posee las dos cualidades latinas: el orden y la luz. Hay simetría en su delirio y sus más violentas concepciones están empapadas de luminosidad interior.

V

«Hugo, claro está, no inventó la misericordia, pero la popularizó».

Una de las grandezas de Hugo, muy francesa, es su amplia clemencia, si infinita piedad por los débiles y por los pequeños… En ello su ascendente sobre el siglo ha sido considerable. Hugo, claro está, no inventó la misericordia, pero la popularizó. Incluso en el propio Evangelio hay todavía mucha cólera, Jesús tiene palabras inexorables de condena y de castigo.

Hugo, sobre todo en su vejez, había llegado a tal estado de «suprema piedad» que perdonaba incluso a los tiranos, a los feroces exterminadores de pueblos, a los monstruos. Su justificación de Torquemada, que quemaba por amor, para purificar a las criaturas y ofrecerles a cambio de una fugaz angustia la eterna bienaventuranza, constituye, además de una obra de arte incomparable, el punto culminante de la excelencia moral de Hugo, que transmitió un profundo temblor de compasión al alma humana.

La filantropía, que es la aurora confusa y vaga del socialismo, coincide, como práctica social, con su lírica predicación de la bondad. Su noble clamor por los débiles, que ha penetrado en las almas, tendrá su efecto en los códigos, y gracias al canto de un poeta el Mundo se volverá mejor.

VI

«Hugo es el bardo de la democracia».

Por una razón semejante considero enormemente fecunda la acción política de Hugo. En su época, Hugo no era un hombre de Estado como Turgot: Hugo es el bardo de la democracia. A él no le corresponde organizarla, le corresponde anunciarla. Él predica, con su radiante lirismo, el advenimiento del Reino del Hombre; y el ritmo de su voz convoca a las multitudes a ese Reino. Las instintivas masas humanas no se mueven más que por la imaginación y por el sentimiento; la lógica persuade al hombre culto, pero no convierte a los simples.

Una llamada a la Libertad y a la Justicia, en estrofas que seducen como las antiguas «voces del Cielo», arrebata a las multitudes a las que extensos volúmenes de filosofía dejarían indiferentes. Cuando se quiere que un regimiento marche no se le explica, con la sutileza de un protocolo diplomático, los motivos que lo conducen a la guerra; se despliega la bandera, se toca el clarín, y el regimiento arremete. El cristianismo se hizo así, con imágenes, con palabras, con sermones. Aunque en tiempos de Jesús, y antes de Él, hubo hombres como Hillel, Schammai y el noble Gamaliel, cuyas prédicas ya contenían todas las semillas del cristianismo.

¡Qué más da! Eran doctores, sofistas, políticos, hombres prácticos. Nadie los escuchó. Pero de lo más remoto de Galilea surge un inspirado que llega hablando vagamente de piedad, de amor, de fraternidad y del deleitoso Reino de Dios, y el Mundo, maravillado, abandona los viejos cultos y las viejas religiones y va tras él, cautivado para siempre.

Son los himnos los que hacen las revoluciones, y no concederle a Hugo influencia social porque no escribió como Stuart Mill me parece que es no querer darse cuenta de que en cualquier movimiento social el factor más poderoso es el sentimiento, y que es tan benemérito para la democracia el que la exalta con sus cantos, como el que legislando la hace después estable y fuerte.

VII

«(…) espléndido de Piedad, de Paz, de Fraternidad, de Libertad y de Perdón».

Esta carta, mi querido amigo, que empecé para rechazar, como inútiles y poco originales, mis impresiones de sectario, desfallece ya en una interminable jaculatoria al altísimo Poeta. Y mientras la acabo, al recordar su inmensa obra, su dilatada fama, me pregunto qué es lo que quedará, de aquí a unos siglos, de Víctor Hugo. Quizá sólo el nombre, como han quedado los de Homero, Esquilo o Dante.

Con el largo devenir del tiempo, los nobles genios que hicieron vibrar con más fuerza el alma de su época pasan poco a poco a ser apenas el objeto de estudio de sus comentaristas. Profeta popular antaño, aclamado en las plazas y hoy infolio de biblioteca, a quien sólo la alta erudición sacude el polvo. ¿Quién lee hoy a Homero? ¿Quién lee a Dante? ¿Cuál de vosotros, cuál de nosotros, la leído la Odisea y Los siete contra Tebas, y a Sófocles, y a Tácito, y el «Purgatorio», y los dramas históricos de Shakespeare, y a Voltaire, y a Camões?

Se opina sobre el «estilo de Tácito», y sobre la «ironía de Aristófanes», pero estas sentencias se transmiten, previamente acuñadas, para uso de la elocuencia, un poco apagadas y llenas de verdín como las monedas que van de mano en mano. Se cita a Virgilio, pero se lee a Daudet.

Sólo a los veinte años, cuando se entra en la universidad, al empezar una carrera de letras, se abren de vez en cuando eso que llamamos «los clásicos», y se hojea por encima algún episodio especialmente conocido, como el de «Francesca de Rimini» o una arenga del Cid. Después, sólo volvemos a toparnos con el gran poema o el gran drama más tarde, en un salón, sobre la mesa, con ilustraciones de un Doré, con una encuadernación tan dorada como el sarcófago de una momia egipcia, como si fuera un adorno, al lado de un cofre de marfil o de unas rosas frescas en un vaso de China.

La Divina Comedia, Don Quijote, la Ilíada son hoy, excepto para sus comentaristas o para algunas almas refinadamente literarias, volúmenes decorativos. La multitud sólo conoce a Hamlet porque lo ve constantemente en las oleografías, vestido de negro, en medio de la nieve de un camposanto, con la calavera de Yorik en la mano. Y Fausto desaparecería de nuestra memoria si no regresara todas las noches bajo las arañas, para contarnos, al son de los violoncelos, los anhelos de su alma desmedida, transformados en arias y en valses que embelesan a las mujeres. 

Sin embargo, algo queda de los grandes genios: el contorno legendario de su personalidad. Una especie de retrato moral que se fija en la imaginación, y que se repite a través de los siglos; así, vemos perpetuamente a Dante con sus fúnebres ropas talares, lívido y siniestro, contemplado con terror en las calles, como quien acaba de volver del Infierno. Y esa imagen material hace al hombre de genio tanto más amado cuanto que simboliza la actitud moral que su espíritu adoptaba al servicio de la humanidad. De este modo veneramos la figura de Voltaire, que invariablemente se nos aparece en su poltrona de Ferney, soltando de sus labios que siempre sonríen —y que ya no podemos imaginar sino sonriendo— aquellos epigramas que herían mortalmente el flanco de la vieja sociedad.

Por eso supongo que, de aquí a quinientos años, sólo se conocerá el nombre de Hugo. La juventud, con su incipiente curiosidad literaria, leerá alguna que otra de sus poesías líricas; y sólo confusamente sabrá quién era Jean Valjean o Triboulet.

Pero su personalidad se recordará siempre; y será contemplado eternamente, en su infinita gloria, en el instante en que más impresionó a su siglo; no como un pacífico y venerable anciano, rodeado de la idolatría de París, sino apartado, en su isla de Guernsey, agitado y sombrío, lanzando imprecaciones contra los tiranos, defendiendo a todos los oprimidos y hablando a los hombres por encima del rumor del mar, espléndido de Piedad, de Paz, de Fraternidad, de Libertad y de Perdón.

De su colega y amigo,

Eça de Queiroz

(Nota : Revista «Clarin», número 39, mayo-junio 2002, traducción y notas de Javier Coca y Raquel R. Aguilera).

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Marceline Desbordes-Valmore. Poemas.

Penas de amor de una gata inglesa (Balzac).

Lo cómico y la caricatura (Baudelaire).

El cartel publicitario y el cartel Art Nouveau.

Baudelaire y «Las flores del mal». Poemas.

El cementerio marino (Paul Valéry). Poema.

Henri Rousseau, el Aduanero. Pintura naíf.

Delacroix. Fragmentos de su «Diario».

El diablo enamorado (Jacques Cazotte).

La mandrágora (Jean Lorrain). Y… Montmartre.

Una fantasía del doctor Ox (Julio Verne).

Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914.

El París artístico de fin de siglo y Félix Vallatton.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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