RENOIR Y MAUPASSANT A LA ORILLA DEL SENA

«Yo pinto flores con el color de desnudos y pinto mujeres con los mismos rosas que las flores…»
Renoir

Maupassant, grabado recogido en «Cuentos Completos», Páginas de Espuma.

Realismo e impresionismo, literatura y pintura, Renoir y Maupassant; y la muchedumbre que va y viene por la isla de los bañistas.

Dos artistas frente a un mismo paisaje. Sol y sombras, color y luz, agua fresca del río, ocio y una frondosa arboleda de sauces y álamos donde la luna platea.

Vidas que se exponen al ojo que las observa; familias, amigos y solitarios parisinos que pasean.

Grenouillère y su café flotante, y sus bailes, y sus zonas de paseo y cortejos. Las farolas que reflejan sus luces en el agua, el follaje oscuro —alcahuete al servicio de amores ligeros—, las telas coloridas de los trajes, las sombrillas, los sombreros, el sudor, las zarzas, los remeros y sus barcas.

La Charca de las Ranas y los obreros, los burgueses y sus coquetas damas, los buscavidas y las prostitutas, los remeros, los camareros, el sol que se mece en las aguas del río…

Y Renoir y Maupassant escuchando, oliendo, viendo, saboreando posibles argumentos.

¡Ah, Grenouillère!, Benidorm francés de finales del siglo XIX, me vas a servir para demostrar que no ha nacido hijo que no tenga padres. Realismo e impresionismo, literatura y pintura, nos van a mostrar cuán distintos y cuán parecidos son padres e hijos.

Renoir y Maupassant visitaron Grenouillère, el centro de diversión estival predilecto de los parisinos. Hasta allí llegaron, en carruaje o en tren, junto a la muchedumbre que huía de la calurosa ciudad; hasta allí se trasladaron buscando materia prima que moldear.

París, fotografía, 1891.

Guy de Maupassant (1850-1893) escribió La mujer de Paul, un cuento cuya trama se desarrolla en el balneario de moda; y Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) pintó, en cuatro ocasiones, Grenouillére.

Renoir aprovechó para quemar su paleta de colores cálidos y para captar, con la ayuda de la luz, instantes que no regresan; además, decidió no hacerse sangre y pintar el lado bello de todo lo que le atraía.

Maupassant escogió la paleta de colores fríos. Fiel al realismo, su obra es el resultado de una descripción minuciosa del entorno, las circunstancias y los hechos que ocasionan el conflicto, y también de los personajes, su vestuario, sus hábitos y oficios. Y aunque, en principio, no tiene intención de denuncia sino de exposición, por el propio ADN del realismo, que no admite idealización, leemos su queja.

Renoir no interpreta, «sólo pinta lo que ve». Pero es más descriptivo que el resto de sus compañeros, focaliza las figuras, nunca les quita del todo el protagonismo. De hecho, con el paso de los años, retoma el dibujo, la definición de las formas. En sus óleos de Grenouillère —período impresionista— podemos contemplar sin esfuerzo las siluetas de los viandantes, y hasta los lazos y las sombrillas que lucen las damas.

Ambos, el escritor y el pintor, captan y reflejan la realidad que observan; sólo que el pintor, apolítico del todo, se centra en desarrollar su técnica, en captar y reflejar la parte luminosa y fugaz de las escenas sin entrar en conflicto con ellas.

Cartel publicitario, con los horarios del tren a Grenouillère, 1880.

Ambos viven un mundo nuevo, formado por una burguesía consolidada, una industria a pleno rendimiento, unas ciudades cada vez más grandes y populosas y un nuevo concepto de proletariado, confeccionado a medida por Marx y Engels.

Renoir es un pintor de tacto, de sensaciones, de óleos agradables, coloridos y pincelada suelta, que afirma que su intención es la de conseguir «vida sin literatura».

Mauppasant es un escritor de sensaciones, de palabra precisa y dado a la tristeza. Quizás el desencanto que rezuma su obra se deba a su meticulosidad descriptiva, que le hace observar la vida con lupa.

Pero ambos reflejan, aunque de distinta manera, lo que ven y se centran en personajes que dialogan ajenos al espectador y al lector cotilla. Ambos están expectantes, hurgan en la naturaleza y en los rostros, y reflejan la luz que traspasa las hojas de los álamos, el resplandor que agoniza en la tarde y el fulgor de la luna que se despide del río.

En La mujer de Paul leemos una historia sobre un triángulo amoroso, que tiene como telón de fondo Grenouillère. El asunto principal es el lesbianismo, aunque también el autor se refiere a los nuevos vínculos entre las diferentes clases sociales —nobleza, burguesía y obreros acudían al balneario—. El cuento fue editado por vez primera en 1881 y fue motivo de debates encendidos.

Renoir, refiriéndose a este cuento, comentó (el texto está recogido por Ambroise Vollard, marchante del pintor):

«Ahí Maupassant exagera un poco. Es verdad que se veía, de vez en cuando, a dos mujeres besándose en la boca, pero ¡qué aire tan sano tenían! No se encontraban aún esas sexagenarias que se visten de niñas de doce años, con la muñeca bajo el brazo y el aro en la mano.»

Transcribo el cuento íntegro de Maupassant y lo ilustro con pinturas de Renoir, entre las que se encuentran las realizadas en el balneario de Grenouillère.

Las ranas y los sapos (Grenouillère), Crafty y Victor Geruzez, 1868. 

Pero antes de terminar, dejo aquí cuatro frases que reflejan cómo concebían sus obras los dos artistas.

Renoir: «La finalidad de la pintura es decorar paredes, y eso hay que hacerlo con la mayor riqueza posible.»

Maupassant: «La verdadera potencia literaria, el talento, el genio, consiste en la interpretación. La cosa vista a través del escritor toma un color particular, su forma, su grandeza, sus consecuencias, fecundados por el espíritu.»

Renoir: «Y lo que me parece más importante en nuestro movimiento es que hemos liberado a la pintura del tema. Puedo pintar flores y llamarlas simplemente flores sin que tengan una historia.»

Maupassant: «Cualquier cosa que se quiere decir tiene una palabra para expresarla, un verbo para animarla y un adjetivo para calificarla.»

Una última cosa, cuando lean el cuento verán cómo también era importante para Maupassant lo táctil. El escritor percibió los colores, los olores, las luces y las sombras, y los describió: «las blancas tapias», «el sombrío verdor de los grandes jardines», «las sombrillas de seda roja, verde, azul o amarilla de las timoneras», «la luna derramaba su blanca claridad», «penetraba en el follaje, hacía correr su luz sobre la corteza plateada de los álamos».

Son los mismos álamos, tocados por la luz de la luna y por los rayos del sol, que Renoir pintó. Pero ¡qué distinta visión de La Charca de Ranas y sus visitantes! ¡Son la noche y el día! Fíjense en los cuadros de Los baños en el Sena, El almuerzo de los remeros, La Grenouillère y Almuerzo en el Restaurante Fournaise, vean la gente que se muestra en los lienzos y comparen con las descritas por la pluma de Maupassant.

Los cuadros de Renoir que utilizo para acompañar este cuento fueron pintados a lo largo de toda su carrera; por tanto, corresponden a su etapa impresionista, a su etapa ingresca —de marcados contornos y dibujo definido— y al período final, más luminoso y de formas suaves.

Renoir, Picasso, dibujo, 1919 (realizado a partir de una fotografía de Renoir).

Veremos retratos, desnudos y espacios al aire libre. Y, por supuesto, flores frescas —de chaval, el pintor estuvo como aprendiz en un taller de cerámicas donde aprendió a moldearlas y a dibujarlas.

Renoir fue pintor de mujeres y de flores:

«Yo pinto flores con el color de desnudos y pinto mujeres con los mismos rosas que las flores; con el dibujo, se vuelve una cosa o la otra.»

Ahí está su famoso cuadro, propiedad del Museo Thyssen-Bornemisza, Mujer con sombrilla en un jardín (puedes verlo al final del cuento), para dar fe de ello.

Combino en esta reseña el realismo de Maupassant con la estética impresionista y las posteriores facetas de Renoir; uno el drama con lo decorativo, agrupo la explosión de palabras con el estallido de los colores. Son instantes escritos, instantes pintados, instantes visibles e inmortalizados, instante vividos por los dos artistas. Goce para los sentidos.

LA MUJER DE PAUL

Baños en el Sena (La Grenouillère), óleo sobre lienzo, 1869.

El restaurante Grillon, ese falansterio de los remeros, se vaciaba lentamente. Había, ante la puerta, un guirigay de gritos, de llamadas; y mocetones de camiseta blanca gesticulaban con los remos al hombro.

Las mujeres, con claros vestidos de primavera, embarcaban con precaución en las yolas y, sentándose al timón, disponían sus trajes, mientras el dueño del establecimiento, un robusto joven de barba roja, de célebre vigor, daba la mano a las damitas manteniendo en equilibrio las frágiles embarcaciones. Los remeros ocupaban a su vez sus puestos, con los brazos desnudos y sacando el pecho, posando para la galería, una galería compuesta de burgueses endomingados, de obreros y soldados acodados en la barandilla.

Las barcas, una a una, se apartaban del pontón. Los remadores se inclinaban hacia delante, luego se enderezaban con un movimiento regular; y, al impulso de los largos remos curvados, las rápidas yolas se deslizaban sobre el río, se alejaban, se achicaban, desaparecían por fin bajo el otro puente, el del ferrocarril, bajando hacia Charca de Ranas.

Sólo había quedado una pareja. El joven, casi imberbe aun, menudo, de cara pálida, ceñía el talle de su querida, una morenita flaca con andares de saltamontes; y a veces se miraban a los ojos.

El dueño gritó: «Vamos, don Paul, dense prisa.» Y se acercaron.

De todos los clientes de la casa, Paul era el más querido y el más respetado. Pagaba bien y con regularidad, mientras que los otros se hacían rogar mucho, si es que desaparecían, insolventes. Además constituía una especie de reclamo vivo del establecimiento, pues su padre era senador. Y cuando algún forastero preguntaba:

«¿Quién es ese tipo bajito, que está tan colado por su damisela?», algún parroquiano respondía a media voz, con aire importante y misterioso: «Es Paul Baron, ¿ sabe? el hijo del senador.» Y el otro, invariablemente, no podía dejar de decir: «¡Pobre infeliz! ¡ Lo tiene bien amarrado! »

La señora Grillon, una buena mujer, experta en el negocio, llamaba al joven y a su compañera «mis dos tordillos», y parecía muy enternecida con aquel amor tan ventajoso para la casa.

La pareja avanzaba a pasitos cortos; la yola Magdalena estaba preparada; pero, en el momento de montar a ella, se besaron, lo cual hizo reír al público agolpado en el puente. Y Paul, cogiendo los remos, partió también hacia la Charca de Ranas.

Cuando llegaron iban a ser las tres, y el gran café flotante rebosaba de gente.

La inmensa balsa, cubierta con un techo alquitranado, que se apoya en columnas de madera, está unida a la encantadora isla de Croissy por dos pasarelas, una de las cuales penetra hasta el centro de este establecimiento acuático, mientras que la otra pone en comunicación su extremidad con un islote minúsculo con un árbol, denominado «La Maceta», y, desde allí, llega a tierra junto la oficina de los baños.

El señor Paul amarró su embarcación al costado del establecimiento, trepó por la barandilla del café y después, cogiendo a su querida de las manos, la alzó, y los dos se sentaron en la punta de una mesa, frente a frente.

Al otro lado del río, en el camino de sirgas, se alineaba una larga fila de carruajes. Los simones alternaban con los finos coches de los gomosos: pesados los unos, con su panza enorme que aplastaba los muelles, enganchados a un penco de cuello caído, de rodillas débiles; esbeltos los otros, espigados sobre ruedas finas, con caballos de patas delgadas y tensas, de cuello erguido, con el bocado nevado de espuma, mientras que el cochero, envarado en su librea, con la cabeza muy tiesa dentro de su gran cuello, permanecía con los riñones inflexibles y el látigo sobre una rodilla.

La ribera estaba cubierta de gente que llegaba en familia, o en pandilla, o de dos en dos, o en solitario. Arrancaban briznas de hierba, bajaban hasta el agua, volvían a subir por el camino, y todos ellos, al llegar al mismo paraje, se detenían, esperando al barquero. La pesada barca iba sin fin de una orilla a otra, descargando en la isla sus viajeros.

El brazo del río (llamado el brazo muerto), al que da este pontón-café, parecía dormir, de tan débil como era la corriente. Flotas de yolas, de esquifes, de piraguas, de podoscafos, de canoas, de embarcaciones de todas las formas y todos los estilos, navegaban sobre la onda inmóvil, cruzándose, mezclándose, abordándose, deteniéndose bruscamente con una sacudida de los brazos para lanzarse de nuevo con una brusca tensión de los músculos, y deslizarse vivamente como largos peces amarillos o rojos.

Pareja de enamorados, óleo sobre lienzo, 1875.

Llegaban sin cesar otras: unas de Chatou, aguas arriba; otras de Bougival, aguas abajo; y de una barca a otra se cruzaban sobre el río risas, llamadas, interpelaciones o broncas. Los remeros exponían al ardor del sol la carne morena y torneada de sus bíceps; y, semejantes a flores extrañas, a flores que nadaran, las sombrillas de seda roja, verde, azul o amarilla de las timoneras se abrían en la popa de los botes.

Un sol de julio llameaba en medio del cielo; el aire parecía lleno de una alegría ardiente; ni el menor temblor de brisa movía las hojas de sauces y álamos.

Allá lejos, enfrente, el inevitable monte Valérien escalonaba en la luz cruda sus escarpas fortificadas; mientras que, a la derecha, el adorable otero de Louveciennes, girando con el río, se redondeaba en semicírculo, dejando pasar a trechos, a través del poderoso y sombrío verdor de los grandes jardines, las blancas tapias de las casas de campo.

En las inmediaciones de la Charca de Ranas, una muchedumbre de paseantes circulaba bajo los gigantescos árboles que hacen de este rincón de la isla el más delicioso parque del mundo. Mujeres, jovencitas de pelo amarillo, senos desmesuradamente rollizos, grupa exagerada, rostro empastado de afeites, ojos pintados con carbón, labios sanguinolentos, ajustadas, ceñidas en trajes extravagantes, arrastraban sobre el fresco césped el mal gusto chillón de sus atavíos; mientras que a su lado los jóvenes se exhibían con sus ridículas vestimentas de grabados de modas, con guantes claros, botinas de charol, junquillos del grosor de un hilo y monóculos que subrayaban la necedad de sus sonrisas.

La isla se estrangula justamente en la Charca de Ranas, y en la otra orilla, donde también funciona un transbordador que trae sin cesar a la gente de Croissy, el brazo rápido, lleno de torbellinos, de remolinos, de espuma, corre con trazas de torrente. Un destacamento de pontoneros, con uniforme de Artillería, está acampado en esa orilla, y los soldados; sentados en fila en una larga viga, miraban correr el agua.

En el establecimiento flotante había un barullo furioso y gritón. Las mesas de madera, donde las consumiciones derramadas formaban delgados regueros pegajosos, estaban cubiertas de vasos medio vacíos y rodeadas por gentes medio borrachas. Toda aquella multitud chillaba, cantaba, berreaba. Los hombres, con el sombrero hacia atrás, la cara colorada, ojos relucientes de borrachos, se agitaban vociferando con una necesidad de alborotar propia de animales. Las mujeres, en busca de una presa para la noche, se hacían invitar a una copa mientras tanto; y, en el espacio libre entre las mesas, dominaba el público normal del lugar, un batallón de remeros alborotadores y sus compañeras, con cortas faldas de franela.

El almuerzo de los remeros, óleo sobre lienzo, 1880-1881.

Uno de ellos bregaba con el piano y parecía tocar con manos y pies; cuatro parejas brincaban una cuadrilla; y los miraban unos jóvenes elegantes y correctos, que habían parecido respetables si, a pesar de todo, no se trasluciera una tara.

Pues se huele allí, en plena nariz, toda la escoria de la sociedad, toda la crápula distinguida, toda la podredumbre del mundillo parisiense: mezcla de horteras, de comicastros, de ínfimos periodistas, de hidalgos bajo curadoría, de bolsistas turbios, de juerguistas tarados, de viejos vividores podridos; tropel equívoco de todos los seres sospechosos, conocidos a medias, perdidos a medias, saludados a medias, deshonrados a medias, fulleros, pícaros, alcahuetes, caballeros de industria de traza digna, de aire matamoros que parece decir: «Al primero que me llame bribón, lo rajo.»

Ese lugar rezuma estupidez, apesta a canallada y a galantería de bazar. Machos y hembras vienen a ser lo mismo. Flota allí un olor de amor, y se baten por un quítame allá esas pajas, con el fin de sostener reputaciones carcomidas que los sablazos y las balas de pistola no hacen sino hundir mas.

Algunos habitantes de los alrededores pasan por allá, curiosos, todos los domingos; algunos jóvenes, jovencísimos, aparecen por allí cada año, aprendiendo a vivir. Caen por allí paseantes que matan el tiempo, y algunos ingenuos que se extravían.

Se llama, con razón, la Charca de Ranas. Al lado de la balsa cubierta donde se bebe, y muy cerca de «La Maceta», la gente se baña. Aquellas mujeres cuyas redondeces son satisfactorias, acuden allí a mostrar al natural su mercancía y a buscar clientes. Las otras, desdeñosas, aunque amplificadas por el algodón, apuntaladas con muelles, enderezadas por aquí, modificadas por allá, miran con aire despreciativo a sus hermanas que chapotean.

En una pequeña plataforma, los nadadores se apretujan para tirarse de cabeza. Son largos como estacas, redondos como calabazas, nudosos como ramas de olivo, encorvados hacia adelante o echados hacia atrás por la amplitud del vientre, e, invariablemente feos, saltan al agua que salpica a los bebedores del café.

A pesar de los árboles inmensos inclinados sobre la casa flotante y a pesar de la proximidad del agua, un calor sofocante reinaba en aquel lugar. Las emanaciones de los licores derramados se mezclaban con el olor de los cuerpos y el de los violentos perfumes que impregnaban la piel de las vendedoras de amor y se evaporaban en aquel horno. Pero bajo todos esos olores diversos flotaba un ligero aroma de polvos de arroz que a veces desaparecía, reaparecía, que se encontraba siempre, como si una mano oculta hubiera sacudido en el aire una borla invisible.

El espectáculo estaba sobre el río, donde el incesante ir y venir de las barcas atraía las miradas. Las timoneras se exhibían en su asiento frente a sus machos de fuertes muñecas, y examinaban con desprecio a las buscadoras de cenas que merodeaban por la isla.

A veces, cuando una tripulación lanzada pasaba a toda velocidad, los amigos que habían desembarcado los animaban con gritos, y todo el público, súbitamente presa de locura, se ponía a chillar.

La barca, óleo sobre lienzo, 1875.

En el recodo del río, hacia Chatou, aparecían sin cesar nuevas barcas. Se acercaban, crecían y, a medida que se reconocían los rostros, brotaban otras vociferaciones.

Una canoa cubierta con un toldo y tripulada por cuatro mujeres bajaba lentamente la corriente. La que remaba era bajita, flaca, ajada, vestida con un traje de grumete, con el cabello recogido bajo un sombrero de hule. Frente a ella, una gruesa rubianca vestida de hombre, con una chaqueta de franela blanca, estaba tumbada de espaldas en el fondo de la barca, con las piernas al aire sobre el banco, a ambos lados de la remera, y fumaba un cigarrillo, mientras a cada esfuerzo de los remos su pecho y su vientre se estremecían, bamboleados por la sacudida. En la parte de atrás, bajo el toldo, dos guapas chicas altas y esbeltas, una morena y otra rubia, se cogían por la cintura y miraban sin cesar a sus compañeras.

Un grito salió de la Charca de Ranas: «¡Ahí viene Lesbos!», y, de pronto, se produjo un impetuoso clamor; hubo un bullicio terrorífico; los vasos caían; la gente se subía a las mesas; todos, entre un ruido delirante, vociferaban: «¡Lesbos! ¡Lesbos! ¡Lesbos!». El grito rodaba, se volvía indistinto, no formaba ya sino una especie de aullido espantoso, y después, de repente, parecía elevarse de nuevo, subir por el espacio, cubrir la llanura, llenar el tupido follaje de los grandes árboles, extenderse hasta los lejanos oteros, llegar hasta el sol.

La remera, ante esta ovación, se había detenido tranquilamente. La gruesa rubia tendida en el fondo de la canoa volvió la cabeza con aire indolente, alzándose sobre los codos; y las dos guapas chicas de la popa se echaron a reír saludando a la muchedumbre.

Entonces las vociferaciones se redoblaron, haciendo temblar el establecimiento flotante. Los hombres levantaban los sombreros, las mujeres agitaban sus pañuelos, y todas las voces, agudas o graves, gritaban a una:

«¡Lesbos!». Hubiérase dicho que aquella gente, aquel hato de corrompidos, saludaba a un jefe, como esas escuadras que disparan cañonazos cuando un almirante pasa frente a ellas.

La numerosa flota de barcas aclamaba también a la canoa de las mujeres, que reanudó su marcha soñolienta para atracar un poco más lejos.

Eugene Murer, óleo sobre lienzo, 1877.

Paul, al contrario de los otros, se había sacado una llave del bolsillo y silbaba con todas sus fuerzas. Su querida, nerviosa, todavía pálida, le sujetaba el brazo para hacerlo callar y lo miraba esta vez con rabia en los ojos. Pero él parecía exasperado, como sublevado por unos celos de hombre, por un furor profundo, instintivo, desordenado. Balbució, con labios trémulos de indignación:

«¡Es vergonzoso! ¡Habría que ahogarlas como a perros, con una piedra al cuello!»

Pero Madeleíne, bruscamente, se encolerizó; su vocecita agria se volvió sibilante, y hablaba con volubilidad, como defendiendo su propia causa:

«¿Y a ti qué te importa? ¿No son libres de hacer lo que quieran, ya que no deben nada a nadie? Déjanos en paz con tus remilgos y métete en tus asuntos…»

Pero él le cortó la palabra:

«Le importa a la policía, ¡y haré que las encierren en Saint-Lazare!»

Ella tuvo un sobresalto:

«¿Tú?»

«Sí, ¡yo! Y, mientras tanto, te prohíbo hablar con ellas, oyes, te lo prohíbo.»

Entonces ella se encogió de hombros y, calmada de repente:

«Hijo mío, haré lo que me apetezca; si no estás a gusto, lárgate, y enseguida. No soy tu mujer, ¿verdad? Pues, entonces, cállate.»

Él no respondió y se quedaron frente a frente, con la boca crispada y la respiración rápida.

En la otra punta del gran café de madera, las cuatro mujeres hacían su entrada. Las dos vestidas de hombre iban delante: flaca la una, parecida a un chiquillo avejentado, con tonos amarillos en las sienes; la otra, llenando con sus grasas las ropas de franela blanca, abombando con la grupa el ancho pantalón, se balanceaba como una gruesa oca, pues tenía unos muslos enormes y las rodillas metidas. Sus dos amigas las seguían y la muchedumbre de remeros acudía a estrecharles la mano.

Habían alquilado las cuatro un chalecito a orillas del agua, y vivían allí, como hubieran vivido dos matrimonios.

Su vicio era público, oficial, patente. Se hablaba de él como de algo natural, que casi las hacía simpáticas, y se cuchicheaban en voz baja historias extrañas, dramas nacidos de violentos celos femeninos, y visitas secretas de mujeres conocidas, de actrices, a la casita a orillas del agua.

Un vecino, asqueado por aquellos escandalosos rumores, había avisado a la Gendarmería, y el cabo, seguido por un número, había ido a hacer una investigación. La misión era delicada; a fin de cuentas, no se podía acusar de nada a aquellas mujeres, que no se dedicaban a la prostitución. El cabo, muy perplejo, e incluso ignorante de la naturaleza de los presuntos delitos, había interrogado al azar, y hecho un informe monumental que llegaba a la conclusión de su inocencia.

Se habían reído de eso hasta en Saint-Germain.

Cruzaban a lentos pasos, como reinas, el establecimiento de la Charca de Ranas; y parecían orgullosas de su celebridad, felices con las miradas clavadas en ellas, superiores a aquella multitud, a aquella turba, a aquella plebe.

Madeleine y su amante las miraban llegar, y en los ojos de la muchacha se encendía una llama.

Cuando las dos primeras mujeres estuvieron en la punta de la mesa, Madeleine gritó: «¡Pauline!» La gorda se dio la vuelta, se detuvo, sin soltar el brazo de su grumetillo hembra:

«¡Vaya! Madeleine… Tengo que hablar contigo, querida.»

Paul crispó los dedos sobre la muñeca de su querida; pero ésta le dijo con tal aire: «Ya sabes, nene, puedes largarte», que se calló y se quedó solo.

Entonces ellas charlaron en voz baja, de pie, las tres. Pasaban por sus labios ocurrencias felices; hablaban deprisa; y Pauline, a veces, miraba a Paul a hurtadillas con una sonrisa socarrona y maligna.

Al final, sin poder aguantarse, él se levantó de pronto y estuvo junto a ella de un solo impulso, temblando con todo el cuerpo. Agarró a Madeleine por los hombros:

«Ven, te lo exijo —dijo—; te he prohibido hablar con estas golfas.»

Descanso, óleo sobre lienzo, 1883.

Pero Pauline alzó la voz y empezó a insultarlo con su repertorio de verdulera. En torno a ellos se reían; se acercaban; se ponían de puntillas a fin de ver mejor. Y él permanecía sobrecogido bajo aquella lluvia de insultos abyectos; le parecía que las palabras que salían de aquella boca y caían sobre él lo ensuciaban como basura, y, ante el escándalo que se iniciaba, retrocedió, volvió sobre sus pasos, y se acodó en la barandilla hacia el río, dando la espalda a las tres mujeres victoriosas.

Allí se quedó, mirando el agua, y a veces, con un gesto rápido, como si la hubiera arrancado, se quitaba con un dedo nervioso una lágrima formada en la comisura del ojo.

Y es que amaba locamente, sin saber por qué, pese a sus instintos delicados, pese a su razón, pese a su propia voluntad. Había caído en aquel amor como quien cae en un hoyo cenagoso. De natural tierno y fino, había soñado con relaciones exquisitas, ideales y apasionadas; y hete aquí que aquella chiquilicuatro, tonta, como todas las chicas, de una tontería exasperante, ni siquiera bonita, flaca y colérica, lo había atrapado, cautivado, poseído de pies a cabeza, en cuerpo y alma. Sufría ese embrujamiento femenino, misterioso y omnipotente, esa fuerza desconocida, esa dominación prodigiosa, brotada de no se sabe dónde, del demonio de la carne, y que arroja al hombre más sensato a los pies de una chica insignificante sin que nada en ella explique su poder fatal y soberano.

Y allá, a sus espaldas, sentía que se preparaba una cosa infame. Las risas penetraban en su corazón. ¿Qué hacer? Lo sabía muy bien, pero no podía.

Miraba fijamente, en la orilla frontera, un pescador de caña, inmóvil.

De pronto el tipo sacó bruscamente del río un pececillo de plata que coleaba en la punta del sedal. Después trató de retirar el anzuelo, lo torció, le dio vueltas, pero en vano; entonces, impaciente, se puso a tirar, y todo el gaznate sangrante del animal salió con un paquete de vísceras. Y Paul se estremeció, desgarrado también él hasta el corazón; le pareció que aquel anzuelo era su amor, y que, si era preciso arrancarlo, todo lo que tenía en el pecho saldría así en la punta de un hierro curvado, enganchado en lo más hondo, y cuyo sedal sujetaba Madeleine.

Una mano se posó en su hombro; tuvo un sobresalto, se volvió; su querida estaba a su lado. No se hablaron y ella se acodó como él en la barandilla, los ojos clavados en el río.

Él buscaba lo que debía decir, y no encontraba nada. Ni siquiera conseguía desentrañar lo que ocurría en su interior; todo lo que experimentaba era alegría al sentirla allí, cerca de él, de vuelta, y una cobardía vergonzosa, una necesidad de perdonarlo todo, de permitirlo todo con tal de que no lo abandonase.

Por fin, al cabo de unos minutos, le preguntó con voz muy dulce: «¿Quieres que nos vayamos? Hará más fresco en la barca.»

Ella respondió: «Sí, cariño».

Y él la ayudó a bajar a la yola, sosteniéndola, apretándole las manos, muy enternecido, con algunas lágrimas aún en los ojos. Entonces ella lo miró sonriente y se besaron de nuevo.

Remontaron el río muy despacio, bordeando la orilla plantada de sauces, cubierta de hierba, húmeda y tranquila en la tibieza de la tarde.

Cuando estuvieron de vuelta en el restaurante Grillon, eran apenas las seis; entonces, dejando la yola, echaron a andar por la isla, hacia Bezons, a través de los prados, a lo largo de los altos álamos que bordean el río.

El alto heno, a punto de siega, estaba cuajado de flores. El sol que bajaba desplegaba sobre él un lienzo de luz rojiza, y, en el calor mitigado del día que tocaba a su fin, las flotantes exhalaciones de la hierba se mezclaban con los húmedos olores del río, impregnaban el aire de tierna languidez, de leve felicidad, como de un vapor de bienestar.

El paseo, óleo sobre lienzo, 1870.

Un muelle desfallecimiento invadía los corazones, y una especie de comunión con aquel esplendor tranquilo de la tarde, con aquel vago y misterioso temblor de vida esparcida, con aquella poesía penetrante, melancólica, que parecía salir de las plantas, de las cosas, y ensancharse, revelada a los sentidos en aquella hora dulce y recogida.

Paul percibía todo eso, pero ella no lo comprendía. Caminaban uno junto al otro; y de repente, cansada de callarse, ella empezó a cantar. Cantó con su vocecita agria y desafinada algo que corría por la calle, una tonada pegadiza, que desgarró bruscamente la profunda y serena armonía del atardecer.

Entonces él la miró, y percibió entre ellos un infranqueable abismo. Ella golpeaba las hierbas con su sombrilla, con la cabeza un poco gacha, contemplando sus pies, y cantando, soltando sonidos, ensayando gorgoritos, atreviéndose a trinos.

Su pequeña frente, estrecha, que él amaba tanto, ¡estaba vacía, pues, vacía! Sólo había allí dentro esta música de organillo, y los pensamientos que por azar se formaban eran parecidos a esa música. Ella no lo comprendía; estaban más separados que si no vivieran juntos. ¿Sus besos no iban nunca, pues, más allá de los labios?

Entonces ella alzó los ojos hacia él y sonrió de nuevo. Se sintió emocionado hasta la médula y, abriendo los brazos, con amor redoblado, la estrechó apasionadamente.

Como le arrugaba el vestido, ella acabó por desprenderse, murmurando en compensación: «Hale, te quiero mucho, cariño.»

Pero Paul la cogió del talle y, presa de locura, la arrastró corriendo; y la besaba en la mejilla, en la sien, en el cuello, mientras saltaba de alegría. Se dejaron caer, jadeantes, al pie de un zarzal incendiado por los rayos del sol poniente y, antes de haber recobrado el resuello, se unieron, sin que ella comprendiese su exaltación.

Regresaban cogidos de la mano cuando de pronto, a través de los árboles, divisaron en el río la canoa tripulada por las cuatro mujeres. La gruesa Paulina también los vio, pues se incorporó, enviándole besos a Madeleine. Después gritó: «¡Hasta la noche!»

Madeleine respondió: «¡Hasta la noche!»

Paul creyó sentir de pronto su corazón envuelto en hielo.

Y volvieron al restaurante para cenar.

Se instalaron bajo uno de los cenadores al borde del agua y empezaron a comer en silencio. Cuando cayó la noche, trajeron una vela, encerrada en un globo de vidrio, que los alumbraba con un resplandor débil y vacilante; y se oían a cada momento los estallidos de los gritos de los remeros en el gran comedor del primero.

A los postres, Paul, cogiendo tiernamente la mano de Madeleine, le dijo: «Me siento muy cansado, monina; si quieres, nos acostaremos temprano.»

Pero ella había comprendido el ardid, y le lanzó una mirada enigmática, esa mirada pérfida que aparece tan pronto en el fondo de los ojos de las mujeres. Después, tras haber reflexionado, respondió: «Te acostarás tú si quieres, yo he prometido ir al baile de la Charca.»

La trenza, óleo sobre lienzo, 1886-1887.

Él esbozó una sonrisa lamentable, una de esas sonrisas con que se velan los más horribles sufrimientos, pero respondió en tono acariciador y desolado: «Si fueras buena chica, nos quedaríamos los dos.»

Ella dijo «no» con la cabeza, sin abrir la boca. El insistió: «¡Por favor! gatita mía.» Entonces ella prorrumpió bruscamente: «Ya sabes lo que te he dicho. Si no estás a gusto, la puerta está abierta. Nadie te retiene. Por mi parte, lo he prometido: iré.»

Puso él los dos codos sobre la mesa, apretó la frente entre las manos y así se quedó, con sus dolorosos pensamientos.

Los remeros bajaron alborotando. Marchaban con sus yolas al baile de la Charca de Ranas.

Madeleine le dijo a Paul: «Decídete: si no vienes, pediré a uno de estos señores que me lleve.»

Paul se levantó: «¡Vamos!», murmuró.

Y salieron.

La noche era negra, llena de astros, cruzada por un hálito abrasador, por un soplo pesado, cargado de ardores, de fermentos, de gérmenes vivos que, mezclados con la brisa, le imprimían lentitud. Paseaba sobre los rostros una caricia cálida, hacía respirar más deprisa, jadear un poco, de tan densa y pesada como parecía.

Las yolas se ponían en camino, llevando en la delantera un farolillo veneciano. No se distinguían las embarcaciones, sino solamente aquellas luces de colores, rápidas y danzarinas, parecidas a luciérnagas enloquecidas; y por doquier corrían voces en la sombra.

La yola de los dos jóvenes se deslizaba suavemente. A veces, cuando una embarcación pasaba lanzada junto a ellos, vislumbraban de repente la espalda blanca del remero iluminada por su farol.

Cuando doblaron el recodo del río, la Charca de Ranas apareció en lontananza. El establecimiento en fiesta estaba engalanado con girándulas, guirnaldas de lamparillas de colores, racimos de luces. Por el Sena circulaban lentamente grandes barcas que representaban cúpulas, pirámides, monumentos complicados con luces de todos los tonos. Festones encendidos se arrastraban hasta el agua, y a veces un farol rojo o azul, en la punta de una inmensa caña de pescar invisible, parecía una gran estrella oscilante.

Toda esta iluminación difundía un resplandor en torno al café, iluminaba de abajo arriba los grandes árboles de la ribera, cuyo tronco se destacaba en gris pálido, y las hojas en verde lechoso, sobre la negrura profunda de los campos y el cielo.

La orquesta, compuesta por cinco artistas de suburbio, lanzaba a lo lejos su música de charanga, pobre y saltarina, que hizo de nuevo cantar a Madeleine.

Quiso entrar enseguida. Paul deseaba dar antes una vuelta por la isla, pero tuvo que ceder.

La concurrencia se había depurado. Quedaban los remeros casi solos, con unos cuantos burgueses y algunos jóvenes acompañados por sus chicas. El director y organizador de aquel cancán, majestuoso con su traje negro raído, paseaba en todas direcciones su cabeza estragada de viejo comerciante de placeres públicos baratos.

La gruesa Paulina y sus compañeras no estaban, y Paul respiró.

Se bailaba: las parejas hacían locas cabriolas frente a frente, lanzaban las piernas al aire hasta la nariz de sus compañeros.

Las hembras, descoyuntando los muslos, saltaban entre un revuelo de faldas que dejaba al descubierto su ropa interior. Sus pies se alzaban por encima de sus cabezas con sorprendente facilidad, y balanceaban los vientres, agitaban la grupa, sacudían los senos, difundiendo en torno a ellas un fuerte olor de mujeres sudorosas.

Los machos, agazapándose como sapos, con gestos obscenos, se contorsionaban, gesticulantes y odiosos, daban volteretas sobre las manos, o bien, esforzándose por resultar graciosos, esbozaban melindres con una gracia ridícula.

Una gruesa criada y dos camareros servían las consumiciones.

Como aquel café-barco, cubierto solamente por un techo, no tenía el menor tabique que lo separase del exterior, el baile desenfrenado se desplegaba de cara a la noche pacífica y al firmamento salpicado de astros.

De repente el monte Valérien, allá lejos, enfrente, pareció iluminarse como si un incendio hubiera prendido detrás de él. El resplandor se extendió, se acentuó, invadiendo poco a poco el cielo, describiendo un gran redondel luminoso, de una luz pálida y blanca. Después apareció algo rojo, que creció, de un rojo ardiente como un metal sobre el yunque. Esto se ampliaba lentamente en círculo, perecía salir de la tierra; y la luna, separándose pronto del horizonte, ascendió despacito por el espacio. A medida que se alzaba, su tono púrpura se atenuaba, se volvía amarillo, de un amarillo claro, reluciente; y el astro parecía menguar a medida que se alejaba.

Paul la miraba hacía tiempo, perdido en esta contemplación, olvidado de su amante. Cuando se dio la vuelta, ésta había desaparecido.

La buscó, pero sin encontrarla. Recorría las mesas con ojos ansiosos, yendo y viniendo sin cesar, preguntando a unos y a otros. Nadie la había visto.

Después del almuerzo, óleo sobre lienzo, 1879.

Vagaba así, martirizado por la inquietud, cuando uno de los camareros le dijo: «¿ Busca usted a doña Madeleine? Acaba de irse ahora mismo en compañía de doña Pauline.» Y en ese preciso momento Paul veía, de pie en el otro extremo del café, al grumete y las dos guapas chicas, enlazadas las tres por el talle, que lo acechaban entre cuchicheos.

Comprendió y, como un loco, se lanzó hacia la isla.

Corrió primero hacia Chateau; pero, ante la llanura, volvió sobre sus pasos. Entonces se puso a registrar la espesura del monte bajo, a vagabundear enloquecido, deteniéndose a veces para escuchar.

Los sapos, en todo el horizonte, lanzaban su nota metálica y corta.

Hacia Bougival, un pájaro desconocido modulaba unos sonidos que llegaban debilitados por la distancia. Sobre los anchos céspedes la luna derramaba su blanca claridad, como un polvillo de guata; penetraba en el follaje, hacía correr su luz sobre la corteza plateada de los álamos, acribillaba con su lluvia brillante las copas temblonas de los grandes árboles. La embriagadora poesía de aquella noche de verano entraba en Paul a su pesar, impregnaba su desatinada angustia, conmovía su corazón con una ironía feroz, desarrollando hasta la furia en su alma dulce y contemplativa necesidades de ideal ternura, de desahogos apasionados en el seno de una mujer adorada y fiel.

Se vio obligado a detenerse, estrangulado por sollozos precipitados, desgarradores.

Superada la crisis, volvió a ponerse en marcha.

De repente recibió como una cuchillada; alguien se besaba allí, tras un zarzal. Corrió hacia allá: era una pareja de enamorados, cuyas dos siluetas se alejaron con viveza al aproximarse él, enlazadas, unidas en un beso interminable.

No se atrevía a llamar, pues sabía muy bien que ella no respondería; y tenía un miedo atroz de descubrirlas de repente.

Los ritornelos de las cuadrillas con los solos desgarradores del cornetín, las risas falsas de la flauta, los furores agudos del violín le retorcían el corazón, exasperando su sufrimiento. La música rabiosa, renqueante, corría bajo los árboles, ya debilitada, ya acrecida por una ráfaga pasajera de brisa.

De repente se dijo que acaso ella habría regresado. ¡Sí! ¡Había regresado! ¿Por qué no? Había perdido la cabeza sin motivo, estúpidamente, arrastrado por sus temores, por las desordenadas sospechas que lo invadían desde hacía tiempo.

Y, presa de una de esas treguas singulares que atraviesan a veces las mayores desesperaciones, volvió hacia el baile.

Recorrió la sala de un vistazo. Ella no estaba allí. Dio una vuelta entre las mesas, y bruscamente se encontró de nuevo cara a cara con las tres mujeres. Mostraba al parecer un semblante desesperado y gracioso, pues las tres a una resplandecieron de gozo.

Huyó de allí, se lanzó a la isla, se precipitó a través del monte bajo, jadeante. Después escuchó de nuevo, escuchó mucho tiempo, pues sus oídos zumbaban; pero, al final, creyó oír algo más lejos una risita penetrante que conocía muy bien; y avanzó muy despacito, arrastrándose, apartando las ramas, con el pecho tan sacudido por el corazón que no podía respirar.

Dos voces murmuraban palabras que no entendía bien. Después enmudecieron.

Entonces le entraron unas ganas inmensas de escapar, de no ver, de no saber, de huir para siempre, lejos de aquella pasión furiosa que lo destrozaba. Iba a regresar a Chateau, a tomar el tren, y no volvería más, no la vería nunca más. Pero su imagen lo invadió bruscamente, y la evocó cuando se despertaba por la mañana, en su cama tibia, se apretaba mimosa contra él, echándole los brazos al cuello, con el pelo suelto, un poco enredado sobre la frente, con los ojos cerrados aún y los labios abiertos para el primer beso; y el recuerdo súbito de aquella caricia matinal lo llenó de nostalgia frenética y de desatinado deseo.

Hablaban de nuevo; y se acercó, doblado en dos. Después un leve grito corrió bajo las ramas muy cerca de él. ¡Un grito! Uno de esos gritos de amor que había aprendido a conocer en las horas locas de su ternura. Seguía avanzando, todavía, como a su pesar, atraído invenciblemente sin tener conciencia de nada… y las vio.

Bañistas, óleo sobre lienzo, 1918-1919.

¡Oh! ¡Si la otra hubiera sido un hombre! ¡Pero aquello!, ¡aquello! Se sentía encadenado por su propia infamia. Y permanecía allí, aniquilado, trastornado, como si hubiese descubierto de repente un cadáver querido y mutilado, un crimen contra natura, monstruoso, una inmunda profanación.

Entonces, en un relámpago de pensamiento involuntario, pensó en el pececillo cuyas vísceras había visto arrancar… Pero Madeleine murmuró: «¡Pauline!», con el mismo tono apasionado con que decía: «¡Paul!» y se sintió atravesado por un dolor tal que huyó con todas sus fuerzas.

Chocó contra dos árboles, cayó sobre una raíz, volvió a correr, y se encontró de pronto ante el río, ante el brazo rápido iluminado por la luna. La corriente torrentosa formaba grandes torbellinos donde jugaba la luz. La alta ribera dominaba el agua como un acantilado, dejando a sus pies una ancha franja oscura donde los remolinos se oían en la sombra.

En la otra orilla, las casas de campo de Croissy se escalonaban en plena claridad.

Paul vio todo eso como en un sueño, como a través de un recuerdo; no pensaba en nada, no entendía nada, y todas las cosas, su propia existencia, se le aparecían vagamente, lejanamente, olvidadas, acabadas.

El río estaba allí. ¿Supo lo que hacía? ¿Quiso morir? Estaba loco. Se volvió sin embargo hacia la isla, hacia ella; y, en el aire tranquilo de la noche en el cual seguían danzando los estribillos obstinados y débiles de la charanga, lanzó una voz desesperada, sobreaguda, sobrehumana, un espantoso grito: «¡Madeleine!»

Dos mujeres con sombrero, óleo sobre lienzo, 1915.

Su desgarradora llamada cruzó el ancho silencio del cielo, corrió por todo el horizonte.

Después, con un salto formidable, con un salto de animal, saltó al río. El agua salpicó, volvió a cerrarse, y, en el lugar donde había desaparecido, nació una sucesión de grandes círculos, ensanchando hasta la otra ribera sus brillantes ondulaciones.

Las dos mujeres lo habían oído. Madeleine se incorporó: «Es Paul.» Una sospecha brotó en su alma. «Se ha ahogado», dijo. Y se lanzó hacia la orilla, donde la gruesa Pauline la alcanzó.

Una pesada barca tripulada por dos hombres daba vueltas y más vueltas en el lugar. Uno de los barqueros remaba, el otro hundía en el agua un gran palo y parecía buscar algo. Pauline gritó: «¿Qué hacen ustedes? ¿Qué pasa?» Una voz desconocida respondió: «Es un hombre que acaba de ahogarse.»

Las dos mujeres, apretujadas una contra otra, despavoridas, seguían las evoluciones de la barca. La música de la Charca de Ranas seguía retozando a lo lejos, parecía acompañar cadenciosamente los movimientos de los oscuros pescadores; y el río, que ocultaba ahora un cadáver, remolineaba, iluminado.

La búsqueda se prolongaba. La horrible espera hacía tiritar a Madeleine. Por fin, al cabo de por lo menos una media hora, uno de los hombres anunció: «¡Lo tengo!» Y fue sacando su largo bichero despacio, muy despacio. Luego apareció algo grande en la superficie del agua. El otro marinero soltó sus remos, y los dos, uniendo sus fuerzas, tiraron de la masa inerte, volteándola sobre su embarcación.

A continuación se acercaron a tierra, buscando un sitio iluminado y bajo. En el momento en que atracaban, llegaban también las mujeres.

En cuanto lo vio, Madeleine retrocedió horrorizada. Bajo la luz de la luna, parecía ya verde, con la boca, los ojos, la nariz, la ropa llenos de fango. Los dedos cerrados y rígidos eran espantosos. Una especie de barniz negruzco y líquido le cubría todo el cuerpo. La cara parecía hinchada, y de su pelo pegado por el cieno corría sin cesar un agua sucia.

Los dos hombres lo examinaron.

«¿Tú lo conoces?», dijo uno.

El otro, el barquero de Croissy, vacilaba: «Sí, me parece que he visto esa cara; pero ya sabes, así, es difícil de reconocer.» Después, de repente: «¡Pero, si es don Paul!»

«¿Qué Paul?», preguntó su camarada.

El primero prosiguió:

«Pues don Paul Baron, el hijo del senador, aquel chico tan enamorado.»

El otro agregó filosóficamente:

«Bueno, pues se le acabó la diversión; ¡lástima, después de todo, cuando uno es rico!»

Madeleine sollozaba, caída en el suelo. Pauline se acercó al cuerpo y preguntó: «¿Seguro que está muerto?, ¿del todo?»

Los hombres se encogieron de hombros: «¡Oh!, ¡después de tanto tiempo, seguro que sí!»

Luego uno de ellos interrogó: «Paraba en Grillon, ¿no?»

—Sí, replicó el otro; habrá que llevarlo, nos darán una propina.

Volvieron a subir a la embarcación y se marcharon, alejándose con lentitud a causa de la rápida corriente; y mucho tiempo después de no vérseles ya desde el sitio donde las mujeres se habían quedado, se oyó caer en el agua los golpes regulares de los remos.

Desnudo de espaldas, óleo sobre lienzo, hacia 1876.

Entonces Pauline cogió en sus brazos a la pobre Madeleine, desolada, la mimó, la besó un buen rato, la consoló: «Qué quieres, la culpa no es tuya, ¿no? No se puede impedir que los hombres hagan tonterías. Lo ha querido, pues peor para él, ¡después de todo!» Luego, levantándola: «Vamos, querida, ven a dormir a casa; no puedes regresar a Grillon esta noche» La besó de nuevo: «Hale, nosotras te curaremos», dijo.

Madeleine se levantó y, si dejar de llorar, pero con sollozos más débiles, con la cabeza en el hombro de Pauline, como refugiada en una ternura más íntima y segura, más familiar y confiada, echó a andar a pasitos cortos.


Mujer con sombrilla en un jardín, óleo sobre tela, 1875.

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